Los periodistas, escritores efímeros de hojas volanderas, somos por lo general incapaces de sacar adelante eso que algunos llaman textos de largo aliento, léase novelas o grandes ensayos de pensamiento profundo y estructurado. La profesión, salvo en los casos diagnosticados con la célebre patología de Onán, nos vacuna contra los peligros de la extensión excesiva y la autoficción, inclinándonos decididamente hacia la autobiografía personal, que es una de las formas de realismo subjetivo. Entre las dos variantes del autorretrato establecidas por Philippe Lejeune, el referencial y el ambiguo, tendemos casi siempre al primero, mayormente por deformación, aunque según sea el carácter el relato sobre la propia vida se llene de adornos, que no son lo mismo que las mentiras.
Miguel Ángel Aguilar (Madrid, 1943), probablemente una de las plumas más agudas, inteligentes e irónicas del periodismo de la Santa Transición, ha hecho justamente esto --un autorretrato del natural de su propia persona-- en sus memorias profesionales, tituladas En silla de pista (Planeta). Un libro de 401 páginas, con su correspondiente breviario de nombres y apodos, donde resume su vida pública, que en buena medida es consecuencia directa de la publicada. Las memorias de Aguilar reivindican al periodista como hombre de acción (política) pero ocultan, por el procedimiento de enseñarlo sólo a medias, al hombre.
No cuentan intimidades ni ordenan pensamientos secretos; narran episodios relevantes de una carrera profesional extensa y, en buena medida, bastante exitosa, si tenemos en cuenta que incluye el paso por una redacción histórica, como fue la del diario Madrid, su presencia en un semanario mítico --Cambio 16--, la coordinación informativa de la Agencia Efe, la dirección de dos periódicos nacionales --Diario 16 y El Sol-- y más de un cuarto de siglo de columnismo ilustre en El País, sin olvidar la televisión (rama telediarios de autor) y las tertulias de radio.
El relato de estos años gloriosos, vinculados por Aguilar a los acontecimientos de la vida política española, discurre entre el tardofranquismo, esa tiniebla de la historia, y la democracia, pasando (obviamente) por la Santa Transición, cuando la cercanía entre políticos y periodistas se justificaba con el argumento de la lucha por las libertades. Una lucha relativa, porque en la España juancarlista las libertades fueron concedidas, más que conquistadas.
En este sentido, Aguilar es bastante honesto: su relato de la Transición no está poblado de gestas, sino de incertidumbres constantes, aunque su saldo de este periodo de su vida sea favorable, lo que no quiere decir exacto, a la historia oficial. Aguilar cuenta el cuento en función de sus preferencias y sus recuerdos, justificando su proceder profesional y resaltando el acceso directo a los grandes protagonistas de aquellos años, desde el rey emérito al generalato golpista, desde Suárez a la lucecita de El Pardo.
Aguilar, que siempre se ha definido como un “hombre de orden”, de familia de derechas de-toda-la-vida, formación opusina y espíritu impertinente, periodista por degeneración física, a la manera de Belmonte, no hace ajustes de cuentas en su libro, a excepción del capítulo donde describe a Emilio Romero, prohombre del periodismo franquista, director de Pueblo, putañero con botines de piqué, espíritu acharolado y hombre del régimen, con quien mantuvo ilustres polémicas de las que quedan algunos restos en las grabaciones de La Clave de Balbín.
Por lo demás, sus memorias están llenas de humor, ironía británica --la marca de la casa-- y una teatral vocación intrascendente que las convierte en un pasatiempo delicioso siempre que el lector no busque en ellas detalles de la vida interior del autor, sino una glosa de su imagen pública. Las reflexiones sobre los años de la Transición ratifican a Aguilar como un dotadísimo cronista político, incluso por encima de su condición de periodista de oficio, que a nosotros es la que nos resulta más interesante. El relato del periodista no contradice al histórico; su aportación son las anécdotas y los episodios terrenales que no aparecen en la idealizada relación oficial.
Aguilar, de formación científica, activista civil convertido en periodista curioso y atento, describe una España donde había que llevar un ejemplar del código de justicia militar en el bolsillo, se seguía fusilando al amanecer, el terror tenía un indudable prestigio, los ascensos militares eran noticias de alcance y aún se cerraban periódicos --como el diario Madrid-- por orden gubernativa. Del relato de Aguilar se desprenden un sinfín de enseñanzas vitales, como que ser frío con el poder es la forma de crítica más efectiva que existe, mucho más que el enfrentamiento directo. O que el ejercicio de la profesión es cosa, sobre todo, de carácter. “Soy discrepante y antimultitudinario, ni mando a necios ni obedezco a pícaros”, se define Aguilar --con palabras de Arturo Soria--, que pondera tanto la necesidad de acercarse a los protagonistas de la política como la exigencia de mantener al mismo tiempo las distancias a la hora de ejercer una crítica honesta.
Para Aguilar, un periodista que se haya enriquecido es siempre sospechoso, lo mismo que debe desconfiarse del aplausómetro, uno de los antivirus de la profesión previos a la revolución digital. De su relato de más de medio siglo de periodismo se confirman viejas intuiciones, como que “las noticias están en los bares”, que un colaborador que escribe a pieza --situación en la que el memorialista se han mantenido activo durante décadas-- debe “mantener la posición” frente a cualquier contratiempo y que no basta con ver y oír las cosas; es necesario también pensarlas. Algo nada sencillo en una España ocupada por su propio ejército, en la que el franquismo quería “desterrar hasta sus últimos vestigios el fatal espíritu de la Enciclopedia” y “los periodistas pensaban que todos los militares eran golpistas y los militares pensaban que todos los periodistas eran hijos de puta”.
Para Aguilar, un periodista que se haya enriquecido es siempre sospechoso, lo mismo que debe desconfiarse del
Y, sobre todo, la llave maestra de la independencia. Reza así: “Hay una confusión entre la jerarquía, que debe existir en una redacción, y vender tu alma al director del periódico. En una redacción el periodista tiene que atender las instrucciones que se le hacen, pero eso no equivale a convertirse en el servicio doméstico del director o del redactor jefe ni alentar sus malos instintos ni fomentar sus desviaciones. Hay que mantener el propio criterio. La independencia de un periodista se demuestra, sobre todo, respecto del medio en el que está”.