El cuerpo en forma de alambre fino. O desde otro ángulo: un cable en llamas. Carmen Amaya pudo ser, acaso, ese estremecimiento al fondo que deja un temblor de tierra. Era ligera como la caña. Fibrosa de pierna fuerte. Una mujer reconcentrada, con aires de diferente. Entendió el baile flamenco tan de otro modo que no era fácil saber lo que buscaba, pero asombra en lo que todavía desvela. “Es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora”, aseguró Jean Cocteau al verla en un teatro de París.
Su vida está aliñada de episodios delirantes, pero ninguno como el de las sardinas asadas en una suite del hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Para alimentar el fuego, utilizaron las maderas del parqué. “Pero, hijo, ¿cómo íbamos a comer sardinas asadas en el suelo como los salvajes? ¡Si la hubiéramos asado en un jergón!”, aseguró la bailaora cuando le preguntaron qué pasó en realidad en el lujoso establecimiento hotelero de Park Avenue. Como en el blues. Como en el rock.
En ocasiones hay una exacta correspondencia entre el flamenco y los demonios del exceso, una vocación de leyenda en quienes resolvieron su intemperie con un puñado de movimientos o de sonidos al modo de los himnos. Carmen Amaya pertenece a esa genealogía lunática de los nacidos para arder. Aquellos que trabajan a pleno rendimiento contra sí mismos. Y emocionan. Y desconciertan. Y exigen lealtad en ese viaje hacia el subsuelo.
Ella fue una niña del barrio del Somorrostro barcelonés, esa acumulación de chabolas y miseria al borde de la playa donde los niños y los perros se movían en el mismo nivel de dignidad. “Nací a la orilla del mar. Mi vida y mi arte nacieron del mar. Mi primera idea del movimiento y de la danza me vino del ritmo de las olas. Me llamo Carmen Amaya y Amaya. Soy dos veces Amaya, pues mi padre se llamaba Amaya y mi madre también. Todos los Amaya del mundo son primos míos”, aclaró alguna vez sobre su infancia.
Una de las imágenes de Carmen Amaya firmadas por Gjon Mili para la revista Life en 1941
Pero todo ahí es duda, avería, confusión. “Nací el día de los difuntos, en el 13”, intentó aclarar ella, quien lanzó el dato a bulto, no por afán de distorsión sino por desapego a los detalles. Todo indica más bien que Carmen Amaya aterrizó en el mundo hacia 1918. Así, al menos, consta en un padrón de Barcelona de 1930 hallado por Montse Madridejos, donde se recoge que entonces sumaba doce años. Para apuntalar esta tesis, la historiadora también ofrece otros documentos como la película de Benito Perojo La bodega, rodada en París en 1929, y una fotografía publicada al año siguiente en La Vanguardia.
En ambos casos, la niña no aparenta tener los quince o dieciséis años que le corresponderían si hubiera nacido en 1913. En cualquier caso, los aires de aquella casa fueron su oráculo, su brújula, su altar de sombras. El padre, José Amaya, El Chino, tocaba la guitarra. Dicen que la madre, Micaela Amaya, bailaba muy bien, aunque, entre parir y criar hijos (once, sólo vivieron seis), apenas pudo hacer carrera artística. Insertada en ese ecosistema doméstico, Carmen Amaya no fue al colegio. Tampoco a academias de baile.
Desde un principio, su única escuela fue el flamenco que florecía en su entorno, y cuando hizo de su talento un arte, siendo todavía una niña, alimentó con ese vuelo a toda una legión en bronce. Nadie le enseñó a bailar. Ni siquiera su tía Juana Amaya, la Faraona, una artista de genio con la que compartió escenario muchos años.
Ella confesaría que todo lo aprendió en ese pequeño ámbito mágico próximo a las vías del tren, en el mismo barrio Somorrostro que la vio nacer y, sobre todo, a partir de los cinco o seis años, y con su padre a la guitarra, a fuerza de bailar todas las noches en los tablaos gitanos más populares de la zona portuaria, como el célebre El Manquet, en el barrio de Atarazanas. Pero también en La Taurina, en El Cangrejo Flamenco y en el Villa Rosa, regentado por el guitarrista Miguel Borrull, quien lo publicitaba en aquellos años como “la catedral del flamenco” de Barcelona.
Baile brioso y crispado
“De pronto un brinco. Y la gitanilla bailaba. Lo indescriptible. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne”, anotó en el semanario Mirador el crítico musical Sebastián Gasch, quien sería de los primeros en dar cuenta de aquella revolución que traía la niña en los zapatos. Su estilo de baile brioso y crispado, de una sensualidad dramática innovadora, empezaba a ganar fama, al menos a nivel callejero y popular. Los locales flamencos de la capital catalana --que llegaron a ser tantos que el periodista Sempronio confesó que estaba “por dar la razón al que dijo ser Barcelona, después de Sevilla, la mayor ciudad andaluza”-- se la disputaban.
Francisco Hidalgo, uno de sus biógrafos, recrea el impacto de aquellas primeras apariciones en artistas como Antonio Chacón, Manolo Caracol y Sabicas: “Por un instante, tenso y eterno, aquella chiquilla que se agitaba, suspiraba, gemía, que golpeaba con fuerza la madera del suelo y chasqueaba sus dedos como pistoletazos secos, dejaba flotando en al aire un no se sabía qué de embrujo y hechizo”.
Carmen Amaya visita en 1959 el barrio de Somorrostro rodeada por una multitud
Aquella chica confeccionada a golpes de arrebato iba a despertar el interés del mundo del espectáculo, incorporándose a esos pioneros montajes flamencos que toman impulso en Barcelona a raíz de la Exposición Universal de 1929. Por ejemplo, Miguel Borrull contrata al clan de los Amaya para que se interpreten a sí mismos en el escenario del Pueblo Español de Montjuïc, entonces un flamante decorado fantasmagórico que representaba, entre otros delirios de cartón piedra, un pueblo típico y depuradamente andaluz. Por esas fechas, también baila en Granada para el rey Alfonso XIII y se enrola en la compañía de la vedette Raquel Meller, quien recala con espectáculo en París. Como consecuencia, el cine no tarda en llamar a su puerta. Luis Buñuel, en calidad de productor, la elige para el reparto de la película de José Luis Sáenz de Heredia La hija de Juan Simón (1934). Un par de años después, logra el papel protagonista en María de la O (1936), donde se mide con el galán Antonio Moreno.
‘Artista global’
Estas apariciones en la gran pantalla popularizarán su baile más allá de los colmaos de Barcelona. Es el primer paso de la artista global en la que se convertirá a raíz de su salida de España a los pocos días de estallar la Guerra Civil y su travesía de Lisboa a Buenos Aires a bordo del buque Monte Pascoal. “¡Qué vida ésta: en la tierra, los civiles, y en la mar, los tiburones!”, recordaría la bailaora sobre los quince días que duró un viaje que tocó tierra en Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro y Montevideo antes de alcanzar la capital de Argentina el 9 de diciembre de 1936.
Apenas tres días después, ella debuta en el teatro Maravillas, donde un contrato de seis meses acabó por convertirse en una extenuante gira de once años por Suramérica y Estados Unidos, donde Carmen Amaya y su clan serían apadrinados por el empresario Sam Hurok. Tanta fama arrastra que el fotógrafo Gjon Mili le realiza un amplio reportaje para Life. Un retrato de la artista catalana ocupa la portada de la revista el 10 de marzo de 1941.
La resonancia de su triunfal llegada a Estados Unidos y de sus importantes contratos alcanza Barcelona, su ciudad natal. Por ejemplo, Alfonso Puig se hace eco de ello: “Carmen Amaya, aquella gitanilla nerviosa y desgarbada, con ojos de azabache, piel aceitosa y brazos retorcidos como sarmientos, con ímpetu de ciclón y desbordamientos de catarata, con su voz ronca en el cante desgajado que amenizaba algunos de sus bailes, se ha convertido en una millonaria más en Norteamérica”.
Carmen Amaya, fotografiada por Colita en el rodaje de ‘Los Tarantos’ en 1963. MUSEO REINA SOFÍA
Es cierto: allí graba discos, actúa en películas, triunfa en Broadway y en el Hollywood Bowl Auditorium se vive una apoteosis multitudinaria cuando baila El amor brujo de Manuel de Falla, acompañada por la Filarmónica de Los Ángeles. Charles Chaplin, Fred Astaire, Greta Garbo y Orson Welles le dedican elogios rotundos, al tiempo que Roosevelt la invita a bailar en la Casa Blanca, para lo que pone a su disposición el avión presidencial.
De esa época se cuentan las más fabulosas historias acerca de la aventura de los Amaya, personas que, fuera de los escenarios, gustaban de vivir a su aire, siempre muy unidos y siempre ajenos a normas y convenciones que no fueran las suyas, una pintoresca reunión familiar que incluía a viejos y niños, gitanos próximos a ella por vínculos de sangre más o menos cercanos, casi todos analfabetos, nómadas, enjoyados y cargados de pucheros y cacerolas.
“Sin cultura y sin institución oficial ni subvención que la amparase, la gitana de la Barceloneta y sus veinticinco, que ya se habían convertido en treinta, cumplieron con creces el sueño de triunfar en América”, vino a concluir el escritor Juan Marsé, quien ha recordado, en alguna ocasión, cómo Carmen Amaya tuvo que recalar por unos días en La Habana antes de llegar a Nueva York para aprender a firmar. Con esa rúbrica lenta, temblona y catastrófica de los que no saben coger un bolígrafo, la bailaora catalana pudo poner pie en Manhattan.
Sin embargo, el fallecimiento de su padre en Buenos Aires, en 1946, activó su deseo de regresar a España. Lo hizo al año siguiente, cuando es recibida con numerosos ramos de flores al pie de la escalerilla del avión de Iberia. Al poco de descender, Carmen Amaya se arrodilla y besa el suelo. Inicia gira por varias ciudades españolas y por algunas de las más importantes capitales europeas.
El primer ministro Winston Churchill acude a una de sus funciones en Londres y, a la conclusión, accede a los camerinos para felicitarla. “Pues ya ve usted, aunque parezca mentira son los ingleses, tan flemáticos ellos, los que más aplauden a un artista español. En Inglaterra es donde más entienden de baile flamenco”, asegura ella sobre la ilustre visita. Tras un breve descanso, emprende de nuevo gira por Argentina durante el otoño de 1949 y hasta mediados de 1950. El éxito nunca la abandonará.
Las manos de Carmen Amaya, de cuerpo presente, en una célebre imagen de Julio Ubiña. DEL LIBRO ‘CARMEN AMAYA, 1963’
En el sprint final de su vida, Carmen Amaya sorprendió a todos al contraer matrimonio con el guitarrista Juan Antonio Agüero. Pero el agotamiento y el dolor iban haciendo mella en su pequeño cuerpo, que se fue agarrotando. Bailar empezaba a ser un calvario cuando Francisco Rovira Beleta la dirigió en la película Los Tarantos, versión gitana de Romeo y Julieta firmada por el dramaturgo Alfredo Mañas, donde la bailaora interpretó a la madre del novio con realismo y furia de tragedia clásica.
Su arte seguía siendo intuitivo, visceral, tanto a la hora de bailar como en la composición del personaje. Su baile por alegrías en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable, la poderosa y elegante despedida de una artista con clase. Carmen tenía una insuficiencia renal debido a una malformación de nacimiento, tenía riñones de niña. Gracias al baile, sus riñones eliminaban toxinas que, de otro modo, la habrían matado mucho antes. “Si no puedo bailar, me muero”, decía.
Cerca de la despedida, la artista catalana cumplió su sueño de tener una casa junto al mar, la masía Mas Pinc, que llamaría El Manso, en Bagur, donde murió el 19 de noviembre de 1963 a las nueve de la mañana. La caída definitiva del telón es brusca y sorprendente como uno de sus desplantes. Y, aquí, de nuevo, hay distintas versiones.
Unos dicen que antes de morir dio orden de repartir lo poco que le quedaba, y otros que la vivienda fue desvalijada mientras le daban sepultura, y que, además de algunos valiosos recuerdos de su carrera, se llevaron también el colchón, su cepillo de dientes, sus zapatillas… Rumores que acrecentaron la leyenda, diferentes modos de entender la vida y la muerte, tal vez. El caso es que a las pocas horas de su entierro multitudinario, El Manso quedó abandonado. Unos años después, cuando ya habían empezado a olvidarse de ella, su viudo se llevó los restos de Carmen a Santander. Acababa de nacer el mito.