Hay algo de proustiano en la “cabaña” --así le gusta definirla-- de Álvaro Pombo en Madrid. Un ático en el que nada más entrar encuentras la cama donde el escritor pasa las horas leyendo. Al fondo, una gran estufa de leña calienta sobremanera la pequeña estancia, repleta de libros y papeles. Pombo acaba de publicar Retrato del vizconde en invierno (Destino), una novela sobre la asunción de la vejez, la aceptación de que el tiempo propio ha pasado, la envidia de la juventud y las rivalidades entre un padre y un hijo.
--Lo fácil sería comenzar hablando de El retrato de Dorian Gray, obra que está detrás de Retrato del vizconde en invierno.
Yo he utilizado el recurso de dar al cuadro mismo una vida que, en realidad, los cuadros no tienen o, por lo menos, solo tienen en la irrealidad. Un cuadro es una pieza material, pero en él hay algo de inmaterial. Y, como te decía, utilizo un recurso que usa con gran éxito Oscar Wilde, cuyo personaje se mantiene joven, como cuando fue retratado, mientras que el retrato va reflejando el paso del tiempo y también el carácter del personaje. En mi novela, que no es de estilo wildeano, porque estamos en otra época en la que forzosamente se escribe de otra manera, observo como un retrato, que es una irrealidad, puede convertirse en una realidad.
--Esto es, por lo menos, lo que desea el hijo del vizconde: quiere que el retrato sea el reflejo real de su padre.
Sí, el hijo del vizconde, Aaron, cree en el poder de los retratos y cree que el pintor captará lo que su padre tiene de villano. El vizconde es un hombre octogenario, un nombre importante de las letras hispanas, pero, en su vida íntima, es alguien lleno de vilezas y con deseos vengativos. No soporta el retrato que le regala su hijo, porque le restituye una imagen de él que no le gusta. En este sentido, todo retrato supone una modificación en la persona que posa.
--Leyendo su novela pensaba en Churchill, que quemó el retrato que le hicieron cuando se jubiló porque no le gustaba cómo lo había retratado el pintor.
No conocía esta anécdota, pero es muy interesante y que tiene mucho que ver con la historia que cuento en la novela. Fue un hombre poderoso, indiscutiblemente benéfico al salvar a Inglaterra de la invasión y del terror nazi y capaz de unir a una nación, sin embargo no estaba libre de una vanidad personal. Supuestamente alguien como él debía de estar por encima del hecho de que lo retrataran más viejo o más gordo; lo que había hecho a lo largo de su vida era tan relevante que supuestamente poco tenía que importarle su imagen en un cuadro. Pero a él le importaba y, en parte, nos importa un poco a todos. Yo me fijo mucho en las fotos que me hacéis cuando entrevistáis. No siempre salgo bien.
--Otro de los nombres clave para entender su novela es Thomas Mann, sobre todo el Mann de los diarios.
Sí, es así. Aquí hay mucho del Thomas Mann de sus diarios, pero también del que conocemos a través de los hijos, sobre todo a través de Klaus Mann. Thomas Mann era el típico prócer: primera novela a los 25 años, premio Nobel con 54 años… Era un personaje magnífico, una voz literaria extraordinaria pero, al mismo tiempo, era un ser humano con muchas debilidades.
Algunas de las cosas que cuento en la novela acerca del vizconde están sacadas literalmente de sus diarios y la relación que narro entre padre e hijo tiene muchos elementos de la relación de Thomas Mann con su hijo Klaus, que tenían una relación paterno-filial complicada, como también la tienen mis personajes. En mi novela el hijo es alguien que admiró mucho a su padre, pero que se distanció de él tras la muerte de su madre. Por su parte, el padre es alguien que envidia la juventud y el éxito de su hijo, el pobre éxito que tiene, porque, vamos a ver, ha ganado el Premio Nadal, pero tampoco es tal cosa.
--El vizconde siente envidia de su hijo porque él puede disfrutar del deseo homoerótico que él ha reprimido.
Sí, claro. En esta novela me interesaba retratar por primera vez a una persona mayor. Yo siempre he retratado a gente más joven, pero aquí he querido construir un personaje que, como yo, está inmerso en la vejez. Me interesaba explorar las variaciones que surgen en nosotros de la mano del deterioro. El deterioro no nos nulifica y menos hoy en día. Tenemos achaques, pero los superamos. Envejecer es difícil; no tiene nada que ver con aquello que nos contaban Séneca y Horacio, que hacían unos retratos muy embellecidos de la experiencia de la vejez.
El envejecimiento es una cosa complicada. Más adelante y de una forma más ensayada con respecto a esta novela, quiero escribir sobre qué pasa cuando, tras haber sido un hombre competente, con nombre propio y reconocido, llegas a una edad y pasas de moda. ¿Cómo hacer frente a esto? Mi protagonista sufre al darse cuenta de que él, que fue un gran hombre de la Transición, ha pasado de moda. Es algo normal. Los hombres de la Transición tienen hoy ochenta o más años. Pienso, por ejemplo, en Ramón Tamames: hoy en día tiene menos vigencia de la que tuvo en su momento, cuando era un político de enorme relevancia y poder
--Sin embargo, aceptar que tu tiempo ha pasado no es fácil.
En absoluto. Y es precisamente esto lo que cuento en el libro: la dificultad de asumir que ha pasado tu tiempo. Las novelas son cuentos, relatos, incluso chismes acerca de personajes ficticios. El grado de verdad de las novelas no coincide con el grado de verdad de un relato biográfico, autobiográfico o histórico en torno a un personaje real.
--Las novelas son menos reales y, sin embargo, pueden ser más verdaderas.
Esto mismo lo decía ya Aristóteles, cuando afirmaba que la poesía es más verdadera que la historia porque es más universal. Hoy en día sus palabras siguen vigentes, para todos nosotros la historia es mucho menos universal que una novela o que un retrato. Volviendo a la literatura, hay que tener en cuenta que las novelas, además, son historias minuciosas, cogen de la historia el gusto por el detalle, se detienen en aquello que el relato histórico ignora. A mí me gustan mucho las historias de Borges, admiro muchísimo su obra, pero disfruto mucho también con las anécdotas que me describen como era él realmente.
--Hace poco estuve con María Kodama y fue una manera de conocer algo de ese Borges más allá de los libros.
¡Qué magnífico! Si no recuerdo mal, ella se enamoró de Borges cuando era muy joven. Hay gente que la critica, pero yo nunca lo he hecho. Siempre he pensado que Kodama ayudó a Borges en algo tan difícil como es finalizar la propia vida. Él es un excelente poeta, a veces pienso que es, incluso, mejor poeta que narrador. ¿Y cómo es María Kodama? Era una mujer muy elegante.
--Lo sigue siendo. Recuerdo especialmente sus gafas grandes, con mucho estilo, que no se quitaba casi nunca.
Es curioso eso de las gafas. Eso de no quitarse las gafas implica que no se quiere mostrar lo que los ojos revelan. Los ojos dicen aquello que no revelan las facciones. De hecho, se dice que son “las ventanas del alma” o “el espejo del alma”. Cuando alguien posa siempre con un determinado complemento, como pueden ser las gafas, y escondiendo siempre una parte de sí mismo es porque quiere dar de sí mismo una imagen icónica, es decir, una imagen singular. Tuvo que ser fantástico estar con ella.
--Fue una experiencia única. Terminamos tomando té en el Ritz, donde ella siempre acudía con Borges.
Yo también iba mucho al Ritz. Siempre he sido muy casero, pero ir al restaurante del Ritz era todo un entretenimiento, tanto si iba a tomar una copa como a tomar té con pastas. No sé si seguirán haciéndolo, pero cuando pedías té con pastas te traían una cestita metálica de tres pisos, donde había pastas saladas y dulces absolutamente extraordinarias. Era algo anticuado, pero a mí me gustaba precisamente por esto, era como viajar a otra época. Yo he sentido mucho no solo que se cayera el Ritz, sino también que lo reformaran. Sé que estaba viejo, sobre todos sus muebles, los mismos desde 1911, pero ese era su encanto.
--Volviendo a su novela: usted nos presenta un personaje intelectualmente brillante, pero incapaz en lo referente a la inteligencia emocional.
La inteligencia emocional es compleja. Un hombre puede ser un gran intelectual, un gran orador y una gran figura pública, pero tener gatos en las tripas. Esto es lo que le pasa al vizconde, que está acompañado por Lola, que es un personaje importante de la novela, porque es una mujer que le ha querido desde siempre, pero que deja de quererle y, sin embargo, al final decide quedarse con él. Me gustaba mucho crear personajes como el de Lola, personas con una integridad salvaje, una integridad que se manifiesta en su capacidad de amar. Querer a alguien es decirle que le importas y que quieres que existas; amar es mucho más que echar un polvo, amar es una afirmación del ser, del ser de la otra persona y del propio.
--En su novela Un gran mundo leemos una frase que podríamos utilizar para definir el conflicto que se plantea aquí. Dice: “La emoción solo puede expresarse indirectamente mediante correlatos objetivos”.
Esta frase es muy interesante, proviene de un texto juvenil de T. S. Eliot, quien sostenía que escribir “yo estoy triste” es no decir nada, porque es una frase completamente abstracta. Justo hoy, antes de que tú llegaras, junto con un amigo nos estábamos acordando de una canción de Víctor Manuel que dice: “Hey, sólo pienso en ti./ Juntos de la mano, se les ve por el jardín /No puede haber nadie en este mundo tan feliz /Hey, sólo pienso en ti.” Este estribillo es de una gran emoción, porque Víctor Manuel no está hablando de su propio amor hacia Ana Belén, sino que está utilizando un correlato objetivo –una imagen, un acontecimiento– para hablar de la experiencia del amor. Para definir el correlato objetivo, Eliot decía que una serie de objetos enumerados de una determinada manera puede provocar una emoción mayor y más precisa de la que se puede provocar describiendo la emoción misma. Yo voy en esta línea. En todas mis obras, hablo muy poco de mí mismo. Yo cuento historias.
--Ahora la literatura del yo es predominante.
Para mí, una novela del yo es tan ficcional como cualquier otra. La llaman autoficción, ¿verdad?
--Sí, este es el término.
Bueno, pues Proust hizo autoficción cuando se convirtió en el Marcel del libro y la hizo Dante cuando se fue a pasear con Virgilio por el infierno y el purgatorio y en el paraíso se encontró con Beatriz, con quien solamente está cinco minutos. Tan solo la ve pasar. El infierno de Dante es un correlato objetivo de su época, que fue verdaderamente infernal.
--¿Su personaje es un correlato objetivo de nuestra época?
A mí me parece que es un correlato objetivo de nuestra época envejecida. No quiero ser presuntuoso, pero creo que el vizconde es un correlato objetivo de un estadio que alcanzamos hoy en día y que, antiguamente, no se alcazaba: la vejez. Antiguamente, a los 65/70 años estabas muerto. Hoy en día vivimos muchos. Yo estoy a punto de cumplir ochenta años, una edad que antes era una barbaridad. Ahora, sin embargo, no lo es.
Hace unos meses fui al cumpleaños de Vargas Llosa, que es compañero de la Academia. A mí me hacía mucha ilusión poder ver y conocer a Isabel Preysler, pero fue imposible, había mucha gente. En un momento de la celebración Vargas Llosa, dijo una cosa muy cierta: si no has hecho muchas locuras, llegar a los ochenta es fácil. Y tenía razón.
A pesar de los achaques, yo llegaré sin problema a esa edad en unos meses, llegaré con una cierta movilidad y con plena lucidez, pero tenemos que ser conscientes de que esto no era así. Ahora ya podemos hablar de una cuarta edad, que presenta una serie de problemas sociales que yo no trato en la novela, donde los protagonistas son personas ricas que tienen recursos, y que se vive de una manera totalmente distinta a como se vivía la tercera edad antes. Décadas atrás, en Castilla la Vieja los viejos, que no tendrían más de 60/70 años, se sentaban en la plaza al sol y veían pasar el rato. Ahora una persona de esa edad tiene una vida mucho más activa.
--¿La escritura le mantiene en activo?
–Sí, la escritura te mantiene completamente en activo y atento a lo que pasa en el mundo. Escribir es una suerte y una bendición.
--Su personaje, sin embargo, se cansa de escribir.
–Se cansa, porque es un hombre sostenido por una gran vanidad. Es un hombre, en realidad, hueco. Cede ante la pereza, se deja ir.
--A través de la relación entre padre e hijo, usted aborda el tema también de las luchas generacionales en el mundo literario.
Sí, están presentes, sin duda. Pero cuando hablamos de lucha entre generaciones, no solo hay que pensar en el miedo de las generaciones mayores a perder su sitio, sino también en el deseo de ocupar el sitio de los mayores por parte de los más jóvenes.
--¿Usted de acuerda de su relación con sus maestros?
–Sin duda. Yo me acuerdo muy bien de las personas que me influyeron. Siempre menciono a los padres escolapios, en concreto a José María Cagigal, que fue el fundador del Instituto Nacional de Educación física y Deportes en la época de Samaranch. Yo le conocí cuando era maestrillo en la escuela de jesuitas de Valladolid.
--¿Y sus maestros dentro del mundo de la literatura?
Yo aprecié mucho a Felipe Vivancos y a José Luis Aranguren, que me escribió el prólogo de Falta de sustancia, mi primer libro. Mi problema es que estuve doce años fuera, viviendo en Inglaterra y, cuando volví, estaba desconectado de todo y España me parecía un país incomprensible. Yo estaba trabajando en el banco Urquijo como telefonista y me transfirieron al Banco Hispanoamericano, gracias a Alberto Avial, que por entonces era muy amigo de Juan Benet. Trabajé varios años en el banco, de hecho, tengo cuatro trienios cotizados; era un chupatintas, no te creas: en Inglaterra era telefonista y en España hacía trabajo administrativo.
--¿Qué recuerdo tiene de Juan Benet?
Tengo un gran recuerdo de él. Fue una persona que me animó mucho y me apoyó cuando yo empecé a publicar con Rosa Regás, que había fundado la editorial La gaya ciencia. En junio de 1977 Regás me dio el primer ejemplar de Relatos sobre la falta de sustancia. Cuando tuve el ejemplar en mis manos pensé que había conseguido el gran logro de mi vida. Dos años más tarde, siempre con Rosa, publiqué una novela, El parecido. Luego, a partir de 1983, publiqué en Anagrama de la mano de Jorge Herralde, ganando ese mismo año el Premio Herralde de novela con El héroe de las mansardas de Mansard. Para mí gente como Rosa Regás o Juan Benet fueron importantísimas porque me ayudaron a publicar mis primeros libros, algo que también hizo Esther Tusquets, gracias a la cual publiqué mi poemario Variaciones en 1977. Todas ellas son personas que recuerdo con extraordinaria viveza.
--¿Recuerda la Barcelona de la época?
Sí, en aquellos días Barcelona era un sitio espléndido y divertido para ir. Era una ciudad de una enorme potencia intelectual. Las fiestas del premio Herralde eran maravillosas y recuerdo todos aquellos años perfectamente. Barcelona me gustaba mucho, incluso, pensé en instalarme ahí, gente como Rosario Bofill, quien me publicó algunos artículos en El ciervo, me animaba a quedarme, pero finalmente opté por Madrid.
--Más de un crítico ha subrayado el carácter anglófilo de algunas de sus novelas.
Pero mi interés por la literatura inglesa venía de antes de instalarme en Inglaterra. Yo ya había leído a Eliot y a Jane Austen cuando me fui a Inglaterra, donde descubrí a Iris Murdoch, una autora extraordinaria que, sin embargo, no está muy presente en mis novelas. Yo no he sido demasiado mitómano, pero me hizo mucha ilusión conocer a Iris Murdoch y a John Bayley. Te decía que no hay mucho de Murdoch en mis novelas, pero puede que no sea del todo cierto. Las últimas tienen un aire murdichiano en cuanto son novelas de tramas, tienen un componente de acción que las anteriores no tenían, pues en ellas predominaba más la contemplación.
--Se ha subrayado en más de una ocasión que sus novelas tienen un componente filosófico.
Bueno, el componente filosófico es un poco una trampa. Yo estudié filosofía pura en la Complutense y, luego, en Londres. Así que, sí, es una disciplina clave de mi formación y que me ha interesado y me sigue interesando mucho. Sin embargo, no se puede decir que yo hago filosofía; más bien diría que mi manera de contar el mundo incorpora elementos de filosofía. Por ejemplo, en esta novela está muy presente la reflexión sobre el alma de las personas.
La pregunta acerca del alma tiene más de 5000 años, viene de Grecia, pero seguimos utilizando el concepto cuando queremos referirnos a aquello que está más allá del aspecto físico de una persona. A veces lo llamamos carácter, pero muchas otras lo llamamos alma. ¡Cuántas veces hemos dicho que un retrato nos muestra el alma de la persona retratada! Yo no hablo del alma desde un punto de vista teórico, sino que utilizo el concepto como punto de partida para hablar de la relación de un ser humano con la imagen que de él se tiene, con su retrato. Según la tradición católica, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero ¿qué sucede en nuestra época, cuando la idea de Dios y la experiencia religiosa se pierde? ¿A quién nos parecemos? Estas son algunas de las preguntas que están detrás de mi novela.
--Y, ¿tiene respuesta para estas preguntas?
Vivimos en una época que los medievales habrían definido como “el reino de la desemejanza”. En referencia a estos temas de los que estamos hablando, fue muy importante la figura de Sartre El ser y la nada o El imaginario fueron obras de suma importancia para mi formación. Me interesó mucho su reflexión en torno a la náusea o en torno a las emociones metaestables, como pueden ser la angustia o los sentimientos amorosos. También leí con mucha atención a Simone de Beauvoir. Ahora algunos dicen que es una autora que se ha quedado anticuada, pero, sinceramente, diría que en absoluto. He vuelto a leer recientemente El segundo sexo y creo que es más vigente de lo que algunos dicen.
--La inestabilidad de los sentimientos está muy presente en su novela Contra natura.
En este libro trabajé mucho el mundo sentimental y afectivo en las relaciones homosexuales. No recuerdo del todo bien lo que escribí en Contra natura, pero sí puedo decir que era un libro serio sobre la homosexualidad masculina en diferentes generaciones. Tuvo menos éxito de lo que yo pensaba porque no terminó de enganchar del todo con los lectores de entonces. Era el momento de la liberación gay. Contra natura no fue un libro popular y sigue sin serlo.
--En su reseña para Letras Libres, Ana Rodríguez Fischer dijo que Contra natura era una novela contra la superficialidad.
No había leído la reseña, pero, sí, creo que tiene razón. Al menos ese era mi propósito.
--¿Sintió que no le comprendieras?
Yo estaba un poco out of key con respecto a mi tiempo. Cuando se publicó el libro, mi amigo Eduardo Mendicutti dijo que yo era pre-gay, pero ¿cómo no voy a ser pre-gay si voy a cumplir ahora ochenta años? ¡Soy casi pre-todo! Ten en cuenta que en mi tiempo la homosexualidad la vivíamos de otra manera, completamente distinta a la de ahora y esto es lo que quería reflejar en la novela. Creo que Contra natura fue un libro que se publicó en un tiempo que no le pertenecía.
--De hecho, en la novela plantea ese choque generacional al que alude.
Sí, era una cuestión que quería abordar. Yo hablo mucho con la gente joven, bastante más joven que yo. Tengo amigos de todas las edades, de cuarenta, de treinta años… pero nunca más jóvenes de treinta porque no comparto referentes culturales con ellos. Hoy te encuentras con gente estupenda, pero con una absoluta ignorancia: no saben quién es Eliot o Einstein…. No sé si se educa mal o si tanto móvil afecta. Hay gente que no lee nada, nada en absoluto.
--¿Recuerda sus primeras lecturas?
Las recuerdo muy bien. Recuerdo la colección “El tesoro de la juventud”, donde se publicaban clásicos de autores como Dickens o Stevenson adaptados. Para mí fue muy importante la lectura de las novelas protagonizadas por Guillermo. Cuando era algo mayor, leí casi todo Julio Verne, me gusta mucho, más que Salgari.
--¿Con qué autor supo usted que quería ser escritor?
El autor más relevante en mi juventud fue Rilke, que leí por primera vez en traducción de José María Valverde, que era catedrático de estética en la Universidad de Barcelona. Recuerdo de memoria las traducciones de Valverde de los poemas de Rilke, a quien descubrí después de haber leído a los más grandes de la poesía en castellano, como podían ser Machado o César Vallejo. Yo quería escribir como Rilke, me interesaba ese punto de religiosidad de sus poemas, sobre todo sus Odas, esa conciencia de estar en presencia de un algo que es inmensamente mayor que tú y que pesa sobre ti. Mientras leía Rilke, leí a Agatha Christie y también muchas noveluchas sobre el FBI y la CIA que se compraban en los kioscos.
--¿La formación no viene solo de la alta literatura?
De ninguna manera, la formación te la da todo lo que lees, cualquier papel. Y hoy la formación viene de la tecnología y me parece bien, ¿cómo lo voy a rechazar?
--¿Le gusta estar al día?
Sí, estoy bastante al día, pero de forma desordenada. Sigo leyendo mucha literatura, lo que pasa es que a veces los libros que me parecen más modernos y actuales son aquellos que han sido escritos por gente que ya tiene una edad. Me gusta mucho la obra de Alan Bennet, que ya es muy mayor. Creo que tiene más años que yo. Bennet me parece el colmo de la juventud
--Bueno, al respecto, le diré que hace algunos días Domingo Ródenas le definía como uno de los “novelistas más jóvenes”, por ser “indócil, anticonvencional y provocador”.
Siempre he sido indócil. No lo parece, pero lo soy.