Pedro Vega (Santander, 1951) fue jefe de prensa del grupo parlamentario de Minoría Catalana en el Congreso y de Miquel Roca durante la ‘operación Reformista’. De aquellas aventuras da cuenta en su aportación al libro Los periodistas estábamos allí para contarlo, editado con motivo del cuarenta aniversario de la Constitución española. Colaborador en distintas publicaciones y autor de varios libros, lleva años dedicado a la consultoría de comunicación. En la actualidad, es director de relaciones con los medios del Grupo Agbar.
–De salud, ¿cómo anda, en su opinión, el periodismo?
–Como ejercicio de saber y contar, goza de buena salud. De hecho, hoy en día tenemos a nuestro alcance un volumen de información inimaginable que, además, circula con inmediatez. Podríamos decir que, tarde o temprano, al final todo se sabe. El problema es que tal vez esa velocidad pueda condicionar la calidad de los textos, el contraste y la reflexión. Es una reflexión que está abierta y muy condicionada por el binomio tiempo/dinero. El tiempo que gastamos en simplemente ver el WhatsApp o las páginas webs, no lo invertimos en adquirir diarios, o libros. La difusión cae y la publicidad migra a otros soportes. Y sin ingresos es imposible mantener una empresa con profesionales cualificados y bien pagados.
–Hoy, entre sus males, al periodismo se le achaca su excesiva cercanía al poder ¿Qué opina al respecto?
–No creo que las distancias entre periodismo y poder hayan variado sustancialmente. Esa cercanía tendrá siempre el problema de la contaminación; pero tiene la ventaja de la proximidad a fuentes directas y mayores posibilidades de acceso a la información. Es imposible hacer periodismo sin acercarse al lugar de la noticia, aunque hay que preservar la independencia de criterio y la capacidad de discernimiento. Ya sabemos que circula información falsa o equívoca. Pero ahí ya es cada cual quien ha de estar ojo avizor y mantener sus alertas activadas, informadores y lectores. Dada la pluralidad de canales, puede parecer incluso que el poder necesite menos del periodismo (entendido en su acepción clásica) que en otras épocas.
–Paradójicamente, ese reproche (“cercanía al poder”) nunca existió en la Transición. Todo lo contrario: casi se trataba de un elogio profesional, un refrendo de que el periodista ofrecía una información sólida, poseía buenas fuentes... ¿Qué cambió?
–La verdad es que no recuerdo que se viviera como un reproche, pero desde luego sí que existió cercanía. Y mucha. No podía ser de otra forma. Fueron tiempos de mudanza y, naturalmente, discurrieron acompañados de la natural lírica. Creo que es Julia Navarro quien recordaba que las primeras Cortes eran como un microcosmos habitado por políticos y periodistas. Eran tan novatos los diputados como los periodistas. La verdad es que aquel 13 de julio de 1977, la inmensa mayoría de unos y otros no conocían ni tan siquiera el edificio de la carrera de San Jerónimo. Podían ir juntos de la mano para no perderse y no habría extrañado. Con el tiempo, no puede extrañar que se cree un halo más bien romántico, idealizado o como se le quiera llamar, de aquellos primeros años de democracia. Y eso es, sobre todo, patrimonio de quienes lo experimentaron en vivo y en directo.
–¿Hasta qué punto cumplieron los medios de comunicación con su función de control al poder durante la Transición? Hay quien le achaca ciertas “complicidades”…
–Claro que hubo control del poder en la Transición, sobre todo político. En algún sentido más del que actualmente se ejerce. Y, sobre todo, hubo bastante descaro. Algo que le sienta muy bien al periodismo y que también tiene que ver con el ejercicio de la democracia. Era todo tan novedoso y existía tanto deseo de construir algo nuevo que el diálogo era continuo: entre políticos, entre periodistas y entre los dos colectivos. La voluntad de cimentar el nuevo edificio democrático, por sí misma ya facilitaba el trasiego de información. Claro, es obvio que hubo cosas que se cocinaron en un ambiente de cierto secretismo. Pero, al final, no creo que queden aún espacios opacos, más allá de las anécdotas. Y quien más quien menos, todos nos hemos tragado algún sapo. Siendo jefe de política en Mundo Obrero, cuando el órgano del PCE fue diario, nos tuvimos que tragar con patatas un “Carrillo ni confirma ni desmiente” sobre una entrevista con Adolfo Suárez que, evidentemente, se había celebrado. Todo por la patria.
–En aquellos años, la política se “improvisaba” día a día, se hacía todo por primera vez ¿Le ocurrió algo así también al periodismo?
–Sí, desde luego. Improvisación a raudales. Pero no creo que fuese mayor que la que pueda haber ahora. Hoy también existe mucha improvisación, en la política y en el periodismo. Y me surge a bote pronto la duda de si puede ser de otra forma. No lo sé. Cosa que no tendría que entenderse como intrínsecamente malo. El periodismo sin improvisación derivaría en puro ejercicio burocrático, cuando no robótico. Y en el caso de la política, la improvisación requiere imaginación. Cierto es que no parece que vayamos muy sobrados de esta. Que, hombre, algún mal trago nos podría evitar.
–Usted, que fue jefe de prensa del grupo parlamentario Minoría Catalana en el Congreso, asegura en su artículo que allí se trabajaba para “asentar la libertad y mejorar las condiciones de vida de todos los españoles”. ¿Se ha perdido esa visión de conjunto en la política española? ¿Por qué?
–No creo que se haya perdido nada y menos la visión de conjunto. Las cosas, simplemente, cambian. No necesariamente a mejor, claro. En la aldea global que habitamos, adquieren mayor relevancia las cuestiones globales: nos interesa y sabemos muchísimo más que antes de lo que ocurre en el mundo. Paradójicamente, también nos preocupan las más cercanas. Lo global y lo local cohabitan muy bien. Y, en este contexto, la visión de España, también se ha modificado drásticamente. Quizá habría que hablar de pérdida de una cierta idea de España. En cualquier caso, nada achacable al Estado de las autonomías.
–Asegura que ese grupo parlamentario tuvo “una forma y un estilo de hacer las cosas”. ¿En qué sentido?
–Podríamos decir que en lo que se entiende por el ejercicio del oficio de la política. Es decir, sentido de la realidad, capacidad de pacto, voluntad de acuerdo, etc. Es decir, una forma de hacer las cosas fundamentada en principios democráticos, una forma de entender la política como espacio para el acuerdo y no viceversa. CiU enarboló siempre y con orgullo la bandera de su contribución a la gobernabilidad de España. Lo hizo cuando gobernaban los socialistas, primero, y cuando gobernaron los populares, después. Y eso no es fácil cuando tienes delante una formación con mayoría absoluta, circunstancia que condiciona mucho cualquier intento de negociación. Creo que era una conjugación perfecta propia del catalanismo político: la voluntad de ser y la voluntad de estar, compartiendo un proyecto colectivo de futuro.
–Usted hace referencia a la inclusión del término "nacionalidades" en la Constitución y del "café para todos" de Clavero Arévalo como un momento clave del proceso democrático. ¿Qué cambió a partir de ahí?
–Nada menos que la visión de España y, en consecuencia, la asunción de su diversidad y la articulación de un modelo que, a trancas y barrancas, ha venido funcionado. Y que ahora, sin duda, reclama indefectiblemente un cambio en profundidad para homologarse con los federalismos que funcionan por todo el mundo. Hace ya 75 años, Gerald Brenan decía en el prólogo de El laberinto español que España es “el país de la patria chica” y que su principal problema político ha sido siempre alcanzar un equilibrio entre un gobierno central eficaz y los imperativos de la autonomía local. El Estado de las Autonomías ha sido una complicada obra de ingeniería política para poder acomodar la diversidad. Los ingenieros saben muy bien de la importancia que tiene el factor de rozamiento y la tolerancia en todos los mecanismos. Quizá ahora haya llegado el momento de hacer una revisión y, por qué no, algún ajuste. La diversidad de identidades es enriquecedora, si somos capaces de aceptar lo diferente como una forma de sortear el choque y la confrontación.
–Señala que una pregunta recurrente a Miquel Roca en su campaña al frente del Partido Reformista Democrático (PRD) era que explicase por qué siendo catalán quería gobernar España. ¿Cree que aún hoy tendría que justificarlo?
–La visión estereotipada del vecino está terriblemente arraigada en España. Forma parte de nuestra cultura colectiva. El castellano es austero pero orgulloso; el aragonés, bruto pero noble; el andaluz, alegre pero vago… Son imágenes mentales que se asientan en prejuicios y que, demasiadas veces, se viven como perjuicios y condicionan las actitudes hacia otros pueblos y regiones. Pero esa percepción tópica se acentúa cuando se trata de las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Se han fijado unas imágenes tópicas que condicionan las relaciones. El tema es viejo, no es de ahora. Aunque, sin duda, los últimos tiempos han contribuido a que las distancias se agranden y los recelos se incrementen. Así que, hoy por hoy, no sé qué ocurriría si Miquel Roca fuese candidato a la presidencia del Gobierno. Permítame que albergue, al menos, una duda razonable. Sea Miquel Roca o cualquier otro candidato catalán. Más allá de que yo piense que podría ser, sin duda, un gran presidente para España. Los orígenes deberían tender a difuminarse en función de otras cuestiones más relevantes. Pero… Vamos a ver qué ocurre, sin ir más lejos, con el caso de Manuel Valls, como aspirante a la Alcaldía de Barcelona.
–Usted recuerda esa campaña como una carrera de obstáculos. Por ejemplo, los informativos de TVE subtitulaban en castellano los actos electorales de Roca en Cataluña. Imagino que esa experiencia le curtió profesionalmente...
–Sí, pero de todo se aprende. Pudo haber y hubo, sin duda, muchos percances como ese y similares, pero lo que prevalece, por encima de todo, es la intención. Los errores sin mala intención son solo anécdotas. Sean errores propios o ajenos.
–Concluye su artículo con una reflexión sobre el pensamiento y la política catalana en estos últimos 40 años. Su diagnóstico es, realmente, brutal: “De lo sofisticado y cosmopolita a lo ramplón y provinciano, del cava a la ratafía”.
–Digamos que no soy optimista, por no decir que soy pesimista. Es mi percepción, como ciudadano y como observador curioso de las cosas. Se han producido demasiados desgarros y no será fácil recomponer las cosas. No puede ser que cualquier motivo sea bueno para incentivar la confrontación o utilizar la polémica con exclusivos fines electorales. Al final podemos acabar, rizando el rizo, discutiendo por cualquier estupidez, como los liliputienses y los blefusquianos de Gulliver que guerreaban para decidir por dónde hay que romper los huevos hervidos, si por el extremo estrecho o por el ancho. Superar el estado de cosas actual exigirá un gran esfuerzo de todos, de todas las partes afectadas, y mucha imaginación, originalidad y tolerancia. Un simple vistazo permite detectar que el espíritu de campanario está de mucha actualidad en toda Europa. Pero eso no puede servirnos de excusa.