“Cuando me preguntaste por el futuro y yo me quedé anonadado y me pasé una noche en vela removiendo esa angustia, supe, al volver a verte al día siguiente, que tú eres la que siempre se renueva, la que siempre es joven, la meta eterna, y que para mí solo hay una consumación que abarca todas las demás: ir a tu encuentro”. Un jovencísimo Rilke se dirigía así a Lou Andreas Salomé, catorce años mayor que él y de la que estaba entonces enamorado. Era al final del Diario de Florencia que la propia Lou le había encargado escribir en 1898 y que ahora Helena Cortés Gabaudan ha traducido y prologado para La Oficina de Arte y Ediciones, una de las editoriales más sobresalientes y arriesgadas que han aparecido en los últimos años, fundada por la propia Helena Cortés, una de las mejores germanistas de este país, y por Arturo Leyte, especialista en filosofía alemana.

En el catálogo de La Oficina han aparecido últimamente ediciones tan rigurosas como El Archipiélago de Friedrich Hölderlin, en traducción de Cortés y con un comentario de Leyte, el extraordinario ensayo de Heidegger Construir, habitar, pensar, en edición bilingüe de Arturo Leyte y Jesús Adrián, así como la Poesía esencial de Hölderlin, recopilación anotada de todas las excelentes traducciones que Helena Cortés ha hecho del poeta al que ha dedicado su vida con una pasión y una inteligencia que nunca le agradeceremos lo suficiente. De Hölderlin también nos han dado en La Oficina sus traducciones de Edipo y Antígona de Sófocles, en una edición trilingüe que incluye el original griego, la traducción alemana de Hölderlin y las correspondientes versiones en castellano.

Hay que destacar también el esfuerzo que han hecho por dar a conocer el trabajo de autores más jóvenes, como es el caso de Aida Míguez Barciela, de la que han publicado La visión de la Odisea y Talar madera, a mi juicio dos de los mejores ensayos sobre pensamiento griego que se han escrito en este país. Esperemos que la creciente hostilidad de nuestro tiempo contra la complejidad y la ambición intelectual no les desanime y sigan con su maravillosa labor. A pesar de todo, sigue habiendo lectores para esos libros.

Rilke había conocido a Lou Andreas Salomé, entonces una mujer muy conocida en los círculos artísticos e intelectuales europeos, en Múnich, un año antes de emprender el sólito viaje italiano. Lou animó a Rilke a ir a Florencia y empaparse de arte renacentista para moldear su incipiente y amorfa sensibilidad poética, sugiriéndole que escribiera un diario para ella. Rilke obedeció y le escribió a Lou esta larga carta estética entre el 15 de abril de 1898 y el 6 de julio de ese mismo año. El resultado, al parecer, no impresionó demasiado a la tutora.

Lou Andreas Salomé

Lou Andreas Salomé

Aunque sólo las primeras páginas del diario están escritas allí --el resto lo redactó en Viareggio y en Zoppot, una ciudad a orillas del Báltico donde se instaló al dejar Italia--, el libro constituye básicamente una meditación, a ratos casi aforística, del impacto que le produjeron las obras de arte vistas en Florencia durante su estancia de cinco semanas. Rilke se alojó en la pensión Benoit, un viejo palacete situado en uno de los muelles del Arno y desde cuya azotea podía ver el Duomo, la Santa Croce y el Palazzo Vecchio.

Rilke tenía entonces veintiún años y su imaginación era todavía un hervidero de emociones encontradas y excesos emocionales y estéticos, sometida por el deseo de querer abarcarlo todo propio de su edad. Su estilo finge una madurez que aún no tiene y exhibe una seguridad moldeada por la escucha de Lou Andreas, a quien se nota que quiere impresionar constantemente.

Sus reflexiones sobre los grandes artistas del renacimiento son todavía demasiado abstractas para ser genuinas, pero, a pesar de todo, la lectura del diario sigue siendo fascinante por cuanto testimonia la eclosión de una capacidad visionaria que en un par de décadas iba a cristalizar, aliviada de debilidades sentimentales, en los Sonetos a Orfeo (1922) y las Elegías de Duino (1922). Él mismo parece presagiar su proceso de maduración, ese momento en que el arte deja de ser una forma de esconderse para empezar a ser una herramienta de despojamiento, hasta el punto de que un día casi deja de ser arte:

“El crear del artista es un ordenar: va sacando fuera de sí todas esas cosas que son pequeñas y perecederas: sus solitarias penas, sus imprecisos deseos, sus temerosos sueños, y todas esas dichas destinadas a marchitarse. Entonces, todo en su interior se vuelve espacioso y festivo, y percibe que ha creado una morada digna… de sí mismo”. 

Diario de Florencia

En otro momento, mientras contempla un cuadro de Botticelli y compara su propio juicio con la opinión autorizada de Jacob Burckhardt, nota cómo de pronto se olvida de sí mismo y de los demás y se hace el vacío, un momento que ya adelanta lo que luego serán experiencias genuinamente rilkeanas:

“En cierta ocasión, sumido en la contemplación del Magnificat de Botticelli, me olvidé de mi propio juicio y de paso del juicio de todos los demás. Y entonces sucedió. Asistía a un combate y sentí una victoria. Y mi dicha fue incomparable”.

Algo parecido sucede cuando describe, de memoria, la Allegoria Sacra de Giovanni Bellini, uno de sus cuadros más enigmáticos y en el que, junto a la virgen, aparece la figura de una mujer con turbante, enfrentada, al otro extremo de la escena, por un San Sebastián escultórico:

“Detrás de la balaustrada, en un plano más retrasado del cuadro, se alza el santo blandiendo vigilante la espada, y a su lado, Pedro, conforme a su temperamento meditativo, se apoya con los dos brazos sobre el parapeto de piedra, delante del cual, a la derecha del todo, se alzan un ermitaño y un San Sebastián --maravillosamente reconciliado y en paz, dejando reposar las flechas en sus heridas--, que caminan vacilantes en dirección hacia la princesa solitaria. En esas dos figuras, la paz se eleva hasta alcanzar un ritmo ligero, que se acrecienta hacia la mitad del cuadro y se acaba convirtiendo en un movimiento alegre gracias al juego de unos niños desnudos que, con la más rica espontaneidad, ponen de relieve toda su íntima alegría danzando en torno a un laurel que ha sido podado en forma de bola.”

 

Giovanni Bellini Allegoria sacra

La Allegoria sacra de Giovanni Bellini

Como tratando de sobreponerse a su propio temperamento todavía adolescente, observa también que la sentimentalidad “no se inventó hasta la época en que comenzó a reinar la fatiga: cuando ya no se tenía valor para afrontar el más hondo dolor y cuando se había desvanecido la fe en la dicha de los hombres, entonces, a mitad de camino entre ambas cosas, encontraron la sentimentalidad.”

Conmueve comprobar cómo la inexplicable elevación que Rilke acabó experimentando en su obra tardía se debe en buena parte a su capacidad para mantener viva la inocencia de aquellos primeros tiempos, cuando estaba convencido de que a la “primavera” del arte renacentista le iba a seguir el “verano” de su época y de su propia estética. Sólo muy pocos logran alcanzar la lucidez sin perder el lenguaje de la alegría.  “Fundar un verano: esa debe ser nuestra meta”, anota el joven Rilke en su diario, proclamando, sin saberlo, todo lo que iba a sobrevivir a pesar de la inevitable derrota de los años.