El dibujante Wolinski, que moriría asesinado en la masacre de un comando del Estado Islámico en la redacción de Charlie Hebdo, era conocido sobre todo por su desenfada erotomanía de los años 60 y 70, pero más adelante también creó un nuevo personaje, llamado Junior, hijo de dos hippies emporrados y legañosos, que vestía ternos con raya diplomática, manejaba calculadora todo el día, se preocupaba de ganar dinero, adoraba Wall Street y echaba sobre sus padres una mirada condescendiente ante la que ellos no sabían cómo reaccionar, aparte de rascarse el cogote y mirarse estupefactos. Era muy gracioso. Aunque Junior fuese una caricatura tan grotesca en su pulcritud hiperliberal como sus padres en su mundo desgreñado y con las uñas sucias. Sin salirnos del género del cómic, más ácido y sardónico era Lauzier en su desconstrucción sistemática de la mitología y el lenguaje progresistas. Con qué alegría se ensañaba con las contradicciones sesentayochistas. En novela, Houellebecq lo haría con mayor ferocidad.
Estas son algunas referencias que me venían a la memoria al leer el formidable testimonio de Laurence Debray, Hija de revolucionarios, hija de una mujer muy progresista pero entre nosotros desconocida, la francesa de origen venezolano Elizabeth Burgos, y de Régis Debray, de quien hablamos aquí el pasado domingo. Su libro testimonial, que tiene algo de memoria personal y de reportaje histórico, hay que encuadrarlo en la actual tendencia o corriente de la literatura del yo, pero en esa capa más alta y significativa que liga las peripecias personales y familiares con el curso de los acontecimientos generales, de la historia contemporánea. Y acaso también en una tradición que se remonta a Kafka de ajuste de cuentas con los padres y sus valores, que es una manera tan buena como otra de saber de dónde venimos, paso imprescindible para saber a dónde vamos y en último término quienes somos.
Hija de revolucionarios está soberbiamente escrito, cosa que no se nota por sus recursos lingüísticos o musicales sino por su inteligencia estructural, estando la autora asistida con una elegante y exacta intuición de qué decir, hasta dónde, qué en la vida de sus padres y en la propia tiene interés para explicarle al lector con la mayor amenidad el conflicto que plantea, y qué es sobrero. Por eso al contar, con tanta serenidad de la emoción, qué convicciones, gustos de vida y valores la separan de sus padres, y al exponer hechos y compararlos, no pierde ni una línea en enternecerse ni en criticar ni en justificar las iniciativas y debilidades de ellos ni las propias, aunque como suele pasar se construya contra ellos. "Mi padre tuvo la política en América del Sur; lo mío serán las finanzas en Estados Unidos", dice al explicar la temporada que pasó trabajando en un banco de Wall Street y contraponiendo al impulso redentorista de aquellos revolucionarios prototípicos --un impulso emancipador que según y cómo puede parecer admirable y enternecedor, como también puede parecer repugnante el paternalismo y la soberbia intelectual implícitas en él, o “esa estupidez de una izquierda cegada por los buenos sentimientos, en detrimento de la cruel realidad”--, al contraponer a eso, decíamos, un hedonismo privado cuya feliz apoteosis, por cierto, la autora no encuentra en el Mercado de Valores de los Estados Unidos ni por descontado en el París lluvioso y pomposo del socialismo de Mitterrand, sino en España, concretamente en Sevilla, donde descubre el placer de la fiesta y del vestido de faralaes, y donde le apadrina Alfonso Guerra, que pasea sin escolta pese a la amenaza de ETA y encarna para ella una especie de “socialismo con rostro humano”; y en Madrid, en la figura, que le resulta fascinante y asombrosa tanto por sus logros políticos como por su modestia personal, del rey Juan Carlos I, de quien escribió una biografía: Juan Carlos de España, “que vivía con mucha más sencillez de la que reinaba en el palacio del Elíseo, sin corte ni fasto”.
Hija de revolucionarios es un libro estupendo pero sobre todo porque replantea con claridad, aunque sin formularlo, acaso sin proponérselo, los límites de esa eterna pregunta de qué es lo que hay que hacer con la propia vida, o qué hubiésemos debido hacer con ella: votarla al templo de un altruismo sospechoso de ser sólo un disfraz del egotismo o disfrutarla cuanto podamos, ya que sólo tenemos una y es breve, carpe diem, según las enseñanzas del hedonismo, aunque esto la condene a la insignificancia. Naturalmente que el libro de Laurence Debray no la resuelve, ningún sabio ha dado con la ecuación exacta en estos aún pocos milenios que llevamos pensando en ella.