Cervantes --su historia, su literatura-- es un universo infinito de interpretaciones a pesar de que su obra se limita a unos pocos libros contados, igual que su vida, como la de todos, discurre por una serie limitada de días terrestres. La obra (crítica) sobre el autor de las Novelas ejemplares es un océano que ahoga a la que firmase directamente de su puño y letra, con la muerte pisándole los talones, el escritor castellano, que tanteó géneros ya existentes, creó formas literarias nuevas y dejó para la eternidad un retrato de sí mismo --perceptible a través de su retórica-- que destaca por la humanidad y la ironía, dos de los atributos que lo mantienen tan vivo como si se hubiera levantado de la cama esta mañana.
En literatura, la cantidad de libros que uno puede leer y escribir es fruto de la constancia y el trabajo, pero la calidad de cualquier creación o es consecuencia del talento (individual) o deviene de la bendita casualidad. La vida es así: unos escriben los grandes libros; otros los comentamos. Sin el mayor de nuestros clásicos (hispánicos) la literatura académica probablemente sería más chata y menos universal. Pero, por fortuna, el viejo mecanismo de la mímesis sigue funcionando: un crítico mejora --incluso como persona-- si comenta un buen libro, lo mismo que empeora si se empeña en malgastar el tiempo y el espacio en censurar la ausencia de ingenio. Sin Cervantes, que era un carácter mayormente piadoso, no existirían los cervantistas, que forman una estirpe propia dentro de la tribu de los hispanistas. Demos gracias al Señor por tal regalo.
Entre ellos --los cervantistas-- destaca una mujer, Aurora Egido, catedrática emérita de la Universidad de Zaragoza, experta en literatura del Siglo de Oro, discípula distinguida del glorioso Martín de Riquer (padre de la célebre escuela de filología de Barcelona), y primera secretaria de la Real Academia de la Lengua, que ha dedicado al menos dieciséis años de su tarea científica a entender las gavillas cervantinas.
Parte de estos trabajos de investigación, ubicados anteriormente en otros hogares, se reúnen ahora en Por el placer de leer a Cervantes (Fundación Lara), un volumen que a buen seguro podría haber tenido un título más atractivo pero en cuyo interior encontramos interesantes aportaciones sobre los milagros del cervantismo, esa ciencia cuyos primeros académicos fueron los célebres personajes de Argamasilla de Alba. De ellos escribió en su día Azorín: “Yo no he conocido jamás hombres más discretos, más amables, más sencillos”.
También es de agradecer su perspectiva: uno de los castigos que todavía padece el milagro de la literatura cervantina es el exceso de elogios hacia El Quijote, su opera magna, y la falta de atención, e incluso de aprecio, hacia otros títulos, como La Galatea o el Persiles, sin olvidar su teatro y sus incursiones poéticas, oscurecidas por la esquiva fama que siempre persiguió don Miguel y le llegó --por una de esas extrañas bromas de la vida-- por lo que creía que sería sólo una obra de entretenimiento y risa. Lo cierto --como defiende Egido-- es que la literatura cervantina es una red mayor de intercambios.
Su sentido sólo puede percibirse desde una mirada integral. Cada libro de Cervantes, siendo autónomo, explica una obra anterior o posterior. Igual que en la vida, cada día tiene su afán, pero es la suma de todas las jornadas lo que podemos calificar como la existencia. Vivir es viajar: un recorrido por espacios que nos construyen, transformándonos. Por eso, una de las piezas mejor entreveradas del libro de Egido --“Alba y albergue de don Quijote en Barcelona”-- está dedicada a la Ciudad Condal, donde Cervantes proyecta a través de su ingenioso caballero un bello sueño mediterráneo y europeo de mestizaje cultural, lenguas en contacto, imprentas y traducciones, antesala de la Roma del Persiles.