“Nada más literario que el falso París”, escribía en 1857 Paul-Ernest de Rattier, un personaje singular dentro del mundo literario francés del XIX y del que se saben muy pocas cosas, aparte de que nació en Burdeos en 1828 y que, probablemente, su verdadero nombre fuese Jean-Poliska Derratier. De Rattier escribía estas palabras en su Paris n’existe pas [París no existe]. En este breve opúsculo, el enigmático escritor reflexionaba irónicamente sobre la construcción en el imaginario colectivo de un falso París que nada tiene que ver con el París real y que la literatura ha convertido en objeto narrativo.
“El verdadero París es por naturaleza una ciudad oscura, empantanada, maloliente, constreñida entre sus calles estrechas como dentro de un uniforme de estudiante de Liceo, llena de callejones sin salida, de culs-de-sac, de senderos misteriosos, de laberintos, que os conducen hasta el diablo”, escribe Rattier, insistiendo en que, junto a los palacios y a los majestuosos edificioS, descubrimos una ciudad que acoge la miseria, porque en París conviven los espléndidos hoteles del bulevar de Saint-Germain con el “gigantesco pandemonio de Saint-Marceau”.
Hablar de un París real en contraposición a un París falso es problemático en cuanto implica aceptar que existe una realidad objetiva e incontestable, algo difícilmente asumible fuera del trasnochado planteamiento positivista e inaplicable a la experiencia urbana. No es necesario recurrir a la fenomenología, aunque tampoco está de más recordar a Gaston Bachelard, para observar la interrelación entre la experiencia subjetiva y la ciudad. Obviamente, no hay que repetir pecados ya cometidos y no es posible, a día de hoy, afirmar que la ciudad es una proyección del sujeto, pero sí es cierto que no se puede pensar tampoco el espacio urbano como algo objetivamente analizable, pues inevitablemente existe una brecha entre la ciudad en tanto que espacio y experiencia urbana.
La reflexión de Joseph Rykwer en su ensayo La idea de ciudad nos permite comprender las palabras de De Rattier. Para Rykwe, la imagen de una ciudad se configura a partir del imaginario que la envuelve, que la narra: “La verdad es que las ciudades no se parecen a ningún fenómeno natural, porque son creaciones artificiales”, escribe el ensayista, para quien “a lo que más se parecerá una ciudad será a un sueño”. Sin embargo, Rykwer olvida añadir que todo sueño tiene su correlato, su punto de enganche con la que podríamos denominar realidad empírica y es aquí donde está el quid de la cuestión para el autor de Paris n’existe pas. ¿Dónde está la realidad empírica en el París falso?
Boulevard des italiens / DAUMIER
Esta pregunta permite a De Rattier reflexionar sobre distintas cuestiones de debate en el París de mediados del siglo XIX, tras haber experimentado la ciudad la gran reforma llevada a cabo por Haussman. Dejando de lado el análisis político y del campo literario que realiza en su texto, la pregunta sobre dónde queda en la construcción del imaginario el París real es interesante para observar cuál es la imagen que nos venden de la capital francesa y qué realidades quedan fuera de ese imaginario exprimido tanto por la literatura más mediocre como por toda una serie de merchandising barato en forma de postales y fotos, cuyo objetivo último es vender la ciudad soñada para el turista más ingenuo.
En París Austerlitz, la novela póstuma de Rafael Chirbes, el narrador recuerda: “No podía moverme por París sin que se me apareciese una ciudad paralela, que para buena parte de sus habitantes y para los turistas resulta invisible, laberinto de comisarías, juzgados, instituciones de caridad, hospitales públicos y morgues”. Aquella ciudad paralela le aparece al narrador, pero le aparece también al lector. De la mano de Chirbes, se desplaza más allá del centro, fuera de los recorridos tan familiares a los turistas, pero también fuera de ese mapa circunscrito en el que se ha inscrito la ficción de los tópicos.
Me refiero a aquella ficción que, como bien demostró Woody Allen en su mediocre Midnight in París, reduce la capital francesa a una serie de emblemas, la mayor parte de ellos agotados, pero que sobreviven como escenario turístico. El narrador de Chirbes, sin embargo, no hace referencia solamente a los turistas, sino también a parte de los habitantes de la capital francesa, para los cuales hay otra ciudad que permanece ajena y no sólo porque no la han recorrido, sino porque no les ha sido narrada. No es necesario ir a París para conocer París, una de las ciudades sobre la que más se ha escrito a lo largo de la historia, pero ¿qué ciudad nos ha realmente relatado la literatura? ¿Nos ha contado el París real?
No es fácil rastrear el mito literario de París. Sin embargo, para Michel Condé el origen lo encontramos en torno a 1830, cuando tras la reforma Haussmann empieza a delinearse el París que hoy conocemos y cuando comienza a conformarse el imaginario que todavía envuelve a la capital francesa. Para Condé, lo que lleva a una reconstrucción de la imagen de la ciudad es una toma de conciencia de los escritores de la supuesta traición por parte de la ciudad a los ideales sociales, morales y civilizatorios que ésta debería encarnar.
La 'Comédie Humaine' de Balzac
Autores como Balzac, Eugène Sue y, posteriormente, Zola reflejan una ciudad escindida, una ciudad, en palabras de Condé, “profunda y oscuramente dividida entre lo público y lo privado, entre las clases dominantes y las clases ‘peligrosas’ y, más en general, entre las distintas clases sociales (el barrio de Saint-Germain, la Chaussée d’Antin, el Barrio Latino…), donde se manifiestan las diferencias, pero de forma engañosa”. Novelas como Ferragus de Balzac o París de Zola, nos muestran esas dos ciudades, el mundo de las clases dominantes y, al mismo tiempo, el mundo de las clases populares o, en el caso de Balzac, el mundo de las clases “peligrosas”, representado por el personaje de Ferragus, jefe de una banda de bandidos. En Ferragus encontramos “calles asesinas, calles más viejas que la más vieja de las viudas viejas, calles dignas de aprecio, calles siempre limpias”, pero también, “calles siempre sucias, calles obreras, trabajadoras, mercantiles”.
Con su mirada global de la capital francesa, Balzac no solo parece advertir al lector del peligro de transitar determinadas zonas de la ciudad, sino que condena a los personajes que optan por transgredir la norma: “prácticamente todos los que transgreden el modelo espacial, los que se mueven al espacio equivocado en el momento equivocado, mueren”, afirma acertadamente el teórico David Harvey.
De esta manera, Balzac subraya, sin necesidad de afirmarlo explícitamente, el gesto represivo y punitivo ante toda posible transgresión del espacio urbano, una transgresión que no tiene solo que ver con el mapa urbano, sino con el no respeto a un modo de vida, al decoro social y cultural, donde los roles están tan marcados como las zonas de juego. “Hay calles, o partes de calles, hay ciertas casas, la mayor parte desconocidas para las personas de la alta sociedad, a las que una perteneciente a este mundo no podría ir sin hacer pensar de ella las cosas más cruelmente ofensivas. Si la mujer es rica, si tiene coche, si va a pie o disfrazada a alguno de estos desfiladeros de la región parisina, compromete en ello su reputación de mujer honrada”, advierte Balzac. De esta manera, suscribe la idea de que hay zonas de la ciudad que deben permanecer ajenas a la gente de la alta sociedad, pero también a la nueva burguesía urbana, donde se concentraban sus lectores.
Boulevard du Temple / DAUMIER
Sin embargo, mientras que el autor de la Comedia Humana plantea una dialéctica entre la París visible, la París “limpia” y “ordenada” y la París “sucia” y “peligrosa”, existe hoy toda una narrativa –desde novelas a reportajes de viajes– en la que esa otra París queda del todo anulada, convirtiendo no solo la ciudad en una postal, sino también vaciando de toda complejidad a la ciudad y al propio texto, convertido en mero instrumento propagandístico del sistema.
“Hoy Saint-Germain no es más que un escaparate de souvenirs”, le comentaba hace algunos años Albert Cossery al periodista y escritor Jean-Paul Caracalla, que estaba trabajando sobre la historia del Barrio Latino. Cossery, escritor de origen egipcio, vivió hasta el final de su vida, en 2008, en Saint Germain y fue testigo de cómo el barrio se fue reconvirtiendo en uno de los encuadres más turísticos de París. La gentrificación había llegado a las calles que, tiempo atrás, habían sido lugar de reunión de artistas. Hoy, el Barrio Latino es uno de los barrios más caros de la capital francesa y donde existe mayor concentración de votantes conservadores.
Una imagen del Café de Flore (1949)
Aun así, los turistas no dudan en recorrer sus calles, en sentarse en las terrazas del Cafe de Flore o en degustar el prohibitivo menú de Lipps, pensando que desde ahí están viviendo el auténtico París. “Ningún parisino va a tomarse un café en el Café de Flore”, me comenta una amiga que, desde hace años vive ahí, “a menos que no gane tanto como para vivir en un barrio como Saint Germain”. No, en el Cafe de Flore apenas hay parisinos, la mayoría son turistas, que, como cuenta Caracalla, a la llegada del buen tiempo invaden el barrio a la búsqueda del Saint Germain perdido.
Desde su ventana, Cossery era testigo del lento deterioro del barrio, de su conversión en mero escaparate, pero ¿cuándo comenzó todo? No es algo reciente, hace ya tiempo que el mito dejó atrás su anclaje con la realidad, sin embargo, para Caracalla una fecha particularmente significativa es el 28 de julio de 1983. Ese día Paul Boubal anunció que había vendido por catorce mil francos el Café de Flore a los señores Siljegovic, dueños de la Brasserie Jenny y del local Départ, situado en plaza Saint-Michel. Ese día, comenta Caracalla, se terminó una época, todo lo que vino después es una mera recreación de un París que ya no existe.
La narrativa, sin embargo, sigue llevando a los lectores a estos encuadres urbanos, convertidos en imagen de un París irreal, de una ciudad que no se resume ni se condensa en estos pocos metros cuadrados, como tampoco en la terraza del histórico La Closèrie des Lilas o entre los pasillos abarrotados de Shakespeare and Co., donde las cámaras fotográficas, los palos selfies y las ansias de selfie hacen imposible rebuscar entre las estanterías llenas de libros. Lo que más se vende son bolsos con el logotipo de la librería, porque lo importante es mostrar que se ha estado ahí. Lo importante no es descubrir la ciudad, sino recorrer los lugares míticos construidos por una narrativa que bien podría estar al servicio de la promoción turística.
El escritor Enrique Vila Matas
Y así, de la misma manera que los puentes se llenaron de candados porque Moccia dijo que era un símbolo de amor, hoy la gente recorre los quai del Sena o se pierde por los grandes bulevares siguiendo el mapa que novelas como Paris es siempre una buena idea –el propio título debería ya ser motivo para no comprarlo–, La lavanda silvestre que iluminó París o París de Edward Rutherfurd. Evidentemente, estos son solo los casos más evidentes de una narrativa de consumo, que no busca la problematización. Obviamente, habríamos podido citar muchos otros autores, desde Patrick Modiano hasta Enrique Vila-Matas, dos escritores que han recurrido a la ciudad de París para problematizar el papel de Francia en la Segunda Guerra Mundial y en sus consecuencias –Modiano– o para ensayar en torno a la repetición y su imposibilidad –Vila-Matas–.
Ambos, sin embargo, dejan fuera de su trama gran parte de la capital francesa. Sí es cierto que Enrique Vila-Matas ironiza sobre lo absurdo de buscar una ciudad que ya no existe: “Yo pasaba a veces, al atardecer, por delante de aquella casa de la rue de Fleures y deseaba que hacerlo me trajera suerte. No me la trajo nunca, al menos mientras permanecí en París, de modo que este agosto, cuando fui de nuevo a ver la casa talismán, miré la placa conmemorativa, pensé en Gertrude Stein y en la suerte que no me dio y en el miedo que me daba en otro tiempo que su espíritu descubriera mis modestas conexiones con Joyce”. Sin embargo, esta toma de conciencia, esencial para evitar la mitificación y, consecuente, gentrificación de zonas como el Barrio Latino, no viene acompañada de una mirada que se extiende más allá de la que Delphine de Girardin llamó la “ciudad amurallada”, la ciudad conocida, conocible y, en teoría, transitable.
Imagen de una 'banlieu' en la periferia de París
¿Dónde está Chateau d’eau? ¿Dónde esta Saint-Denis? ¿Dónde está la banlieu? No están, porque, como comenta la ensayista Sophie Chevalier, la ciudad ha quedado geográfica y simbólicamente reducida al París turístico, al centro urbano y a los lugares de interés, a la ciudad que se define por pertenecer a la clase media-burguesa. Los arrondissement que van del uno –correspondiente al Louvre– al siete y al ocho –correspondientes a la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Los Inválidos y la Asamblea Nacional– representan ese París reducido del que habla Chevalier, no sólo son el centro urbano, no solo son los espacios habitados tradicionalmente por la clase media-alta parisina, sino que reflejan aquello que debe ser la ciudad de París para todo aquel que la visite.
No importa que el pasado literario se haya desvanecido, las placas conmemorativas están ahí para recordarlo, pero también para inscribir esos espacios en el recorrido turístico. Las placas convierten las calles o los edificios en espacios de memoria colectiva, pero también en lugares de interés general, en un espacio que apela a los turistas para que éstos acudan a fotografiarlo. La ciudad queda así recortada, reducida y, sobre todo, queda ocultada esa otra ciudad, no tan espectacular, no tan grandilocuente, pero sí tan ciudad y tan auténtica como la que se muestra.
“Los turistas que visitan Nueva York la ven como un paraíso multiétnico donde las razas se pasean por las avenidas formando un espléndido mosaico. La verdad estadística, sin embargo, es que se trata de la segunda ciudad más segregada de Estados Unidos”, escribe en La vida secreta de las ciudades Suketu Meta y, en gran medida, sus palabras bien pueden ser aplicables a París, donde el turista que sigue el recorrido marcado obvia la desigualdad social de una ciudad que, como informaba hace algunos meses Libération, se ha hecho demasiado cara para sus habitantes, obvia la gentrificación imperante, las condiciones difíciles de quienes, para vivir dentro de la ciudad, deben pagar 800€ por un apartamento de 20 metros cuadrados sin calefacción.
Aquel que solo sigue el mapa, obvia la complicada convivencia en el Chateau d’eau, el barrio africano, a tan solo diez minutos del siempre repleto Montmatre, y obvia también la violencia y la precariedad que definen los barrios del norte de París y su banlieu, donde el Estado nunca ha intervenido, abandonando a generaciones de jóvenes que, aun naciendo en Francia, siguen siendo considerados “inmigrantes”, y fomentando así, como ya advertía tiempo atrás Éric Hazan, la radicalización y las revueltas contra un Estado que estos jóvenes no sienten como propio.
El filósofo Michel Foucault
Ahí está la Universidad de Saint-Denis, donde apenas nada recuerda que en aquellas aulas daba sus clases Michel Foucault: allí, en los grados universitarios, la mayoría de estudiantes son hijos de inmigrantes y, como reconoce uno de ellos, “venimos aquí, pero a todos nos gustaría ir a la Sorbona, a la Universidad París I o París VI, al centro”. Y es que, incluso en un país con un fuerte sistema educativo público, las desigualdades se imponen: dependiendo de en qué Liceo vas y cuáles son tus notas, podrás elegir la universidad. ¿Quién va a los Liceos del centro? ¿Quién se puede permitir clases de refuerzo, cursos de inglés, profesores privados…?
La ciudad queda reducida, mientras muchos barrios quedan excluidos del mapa y, por tanto, de la narración, de la misma manera que los habitantes de esta periferia quedan excluidos del que Hazan define como el Gran Centro de París. Si la ciudad turística es la publicitación de la historia oficial, es la ciudad cuya imagen quiere proyectarse internacionalmente, pero también a nivel local –no debe olvidarse que las dinámicas mercantiles que intervienen en el trazado de la ciudad turística son las mismas que previamente se han implantado en la ciudad burguesa–, la literatura debe aspirar a contraponer un contra-relato, a escribir contra el relato de Estado a través de cuya prosa –en este caso, la prosa urbana– nos impone una imagen de ciudad falsa.
No sé si es posible hablar de un París verdadero, pero no cabe duda que es necesario transgredir el mapa oficial. La literatura debe crear un nuevo relato, pero nosotros debemos hacerlo también en nuestros recorridos. En París y en nuestras propias ciudades. Transgredir el mapa es ocupar el espacio público, del que, en nuestra condición de ciudadanos, nunca tuvimos que ser expulsados.