“La época en que vivimos no nos permite cerrar los ojos. Si lo hiciéramos perderíamos el contacto con las cosas buenas que existen y no impediríamos que el sonido del terror siguiese llegando a nuestros oídos: enloqueceríamos. Lo que pretendemos es poder mirar a la vida tal y como es y al mismo tiempo abrazarla, y estoy seguro de que la especie de libros de la que voy a hablarles a continuación va a serles muy útil en este empeño”.

Quien así hablaba era el novelista E. M. Forster (1879-1970) en una de las charlas que hizo para los micrófonos de la BBC entre 1929 y 1958, concretamente en la del viernes 24 de septiembre de 1937. Ahora Gonzalo Torné ha traducido una selección de esas conferencias radiofónicas en un volumen titulado Algunos libros, feliz iniciativa de la joven editora Julia Echevarría en Alpha Decay. Un largo artículo de Zadie Smith a propósito de la aparición del volumen en Inglaterra sirve de epílogo.

“Mirar a la vida tal y como es y al mismo tiempo abrazarla” podría haber sido el lema de la obra del propio Forster, un autor a veces considerado menor --sobre todo cuando se le compara con otros miembros del grupo de Bloomsbury-- pero cuyas novelas han perdurado gracias a esa cortés atención, a la humildad, el amor por la variedad humana y la capacidad de escucha que modulan también la voz que nos habla en estas charlas.

Leyendo este libro, uno no puede sino envidiar al oyente británico que, incluso en plena guerra, podía encender la radio y sentarse a escuchar al viejo Forster hablar de libros, ya fuera de Wordsworth, de Joyce o de Kipling, de Jane Austen, de Shakespeare o de Paul Valéry, siempre con el mismo tono amable, generoso y admirado, consciente de sus limitaciones y a la vez dueño celoso de su gusto.

E. M. Forster (1924) / DORA CARRINGTON

En su excelente epílogo, Zadie Smith cuenta cómo T. S. Eliot, que durante algunos años también tuvo un programa en la BBC, soltaba “un suspiro de hastío cuando pasaba ante la cabina de grabación de Forster de camino a la suya”. Eliot ya hacía tiempo que era conocido como el papa de Russell Square, por la manera despótica que tenía de ejercer su poder como poeta, editor y crítico desde su despacho en Faber & Faber, ubicado en aquella plaza londinense. Desde su púlpito, Eliot utilizaba su autoridad para humillar y desterrar. Como dijo V. S. Pritchett: “Mr. Eliot, siempre dispuesto a acomodarte amablemente en el infierno”. Desde las primeras décadas del siglo, recién instalado en Londres como jefe de la vanguardia, Eliot se había dedicado a denostar la crítica eduardiana y victoriana, siempre decorosa y estetizante, anglocéntrica y provinciana.

El ejemplo más cabal de esa forma de entender la divulgación era Matthew Arnold, el poeta y crítico victoriano cuya mentalidad de inspector escolar Eliot había atacado sin contemplaciones en sus ensayos, pidiendo una mayor ambición intelectual y espiritual. Arnold es uno de los modelos de Forster en estas charlas y a él le dedicó uno de sus programas. No es de extrañar por tanto que Eliot gruñera cuando veía a Forster encorvado sobre su micrófono, sonriéndole quizá tímidamente, como un resto de esa sensibilidad decimonónica que se resistía a desaparecer.

A pesar de ese desprecio, Forster admiraba a Eliot y de él habla en una de sus charlas. Fue el 9 de diciembre de 1942. Aunque no tiene reparos en marcar distancias con el pensamiento cristiano de Eliot, Forster saluda la reciente publicación de “Little Gidding”, el último y más perfecto de los Cuatro cuartetos, que se publicarían en forma de libro un año más tarde. Por sus comentarios, se nota que Forster no lo entiende mucho, pero le gusta, paladea algunos versos y concluye: “quizás no estemos siempre de acuerdo con lo que dice la voz de Eliot, pero podemos confiar en ella, está hablando con franqueza de cosas que existen y que conoce bien. Espero que un día este maravilloso poema se propague por todo el mundo. Me parece la corona, el logro más alto, de la poesía de Eliot”. Y la verdad es que, como tantas otras veces, acertaba plenamente. 

Algunos libros : ALPHA DECAY

Por esas mismas fechas, en la cabina de al lado, el propio Eliot leyó algunos pasajes de “Little Gidding”, con su rígido rostro imperial, su tono frío y ese acento inclasificable, inmaculado por la idiosincrasia. Hay que recordar que en aquellos años Londres era una ciudad devastada por la guerra y que Inglaterra resistía a solas el avance de Hitler en Europa. “Little Gidding” es el poema en el que Eliot funde el fuego de esa devastación (por las noches el poeta servía como vigilante nocturno de incendios desde la azotea de Faber) con el fuego pentecostal y el fuego del amor humano, experimentando la unidad mística que consigue superar el tiempo y vencer a la Historia:

“Si vinieras por esta senda,

siguiendo cualquier recorrido, partiendo de cualquier sitio,

en cualquier estación o época,

ocurriría siempre lo mismo: tendrías que despojarte

de la noción y el sentido. No has venido para verificar nada

ni para instruirte, satisfacer curiosidades

o entregar partes. Has venido para postrarte

donde la plegaria es válida. Y es más la plegaria

que un orden de palabras, la ocupación consciente

de la mente orante o el sonido de la voz que reza.

Y los muertos, estando vivos, no tenían habla para decirte

lo que ahora, una vez muertos, te cuentan: los muertos

se comunican con lenguas de fuego, más allá del lenguaje de los vivos.

La intersección, aquí, del momento intemporal

es Inglaterra y ningún lugar. Siempre y jamás”.  

Emociona pensar que Eliot y Forster, cada cual a su manera, uno en las alturas de una exigencia intelectual entreverada de espiritualidad radical y el otro en la dorada medianía de su sentido común, se enfrentaban con sus propios medios al totalitarismo, reconciliados en una misma y contundente afirmación.

Otro de los aspectos más notables de la actitud intelectual de Forster estriba en la relación que mantiene con lo que no entiende o no le gusta pero que termina por respetar, sobreponiéndose a sus propias impresiones. Cuando habla de Joyce, por ejemplo, constata: “cuando me doy cuenta de que incluso la enfática condena de Joyce a la raza humana es algo secundario en relación al despliegue musical del idioma me siento un poco decepcionado, y si el asunto se prolonga empiezo a sentirme decididamente irritado. Pero se trata de un sesgo personal del gusto, y lo cuerdo sería sobreponerse a él, curarse en casa en lugar de salir a proclamar que el novelista no es lo bastante bueno por no hacer exactamente lo que uno quiere”.  

EMForsterLeiden1954

E.M. Foster en la universidad de Leiden

La admonición de Forster contra sí mismo sirve también para nuestra época. De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a una exhibición sin complejos de las limitaciones de cualquiera frente a una obra literaria consagrada por el canon, algunas veces por motivos ideológicos y otras por simple aburrimiento. Los libros que se pretende descartar son casi siempre los mismos: el Ulises de Joyce, Moby Dick, la Biblia o La montaña mágica de Thomas Mann, obras cuya altura se utiliza como atalaya para agitar la bandera de la propia estupidez y concitar un poco de atención.

Frente a esa actitud filistea y estéril, la voz de Forster sigue siendo audible, nítida y edificante, lo mismo que en sus novelas, por ejemplo en Howards End (1910): “Ella simplemente le señalaría la salvación que estaba latente en su propia alma y en el alma de cualquiera. Asociar, simplemente asociar. Ese era todo su sermón. Simplemente asociar la prosa y la pasión, y ambas se elevarán, y el amor humano se verá en toda su altura. Ya no habrá que vivir en fragmentos. Simplemente asocia y la bestia y el monje, sustraídos al aislamiento que para ellos es la vida, morirán”.