Todas las obras expuestas aquel 6 de junio de 1981 en la galería Brosolí de Barcelona aparecieron ocultas por paños y telas, como obliga la liturgia católica los Viernes Santos. Un ataúd que trajo el pintor sevillano Ocaña presidía la sala, donde todos iban de riguroso luto y bebían aguardiente seco, ése que deja en la garganta un escozor como el de un dedo que acaricia un papel de lija.
Nazario iba a dar sepultura allí, entre amigos, a la contracultura, coincidiendo con el cierre de El original y la reproducción, su primera exposición individual. “Hoy, como clausura, Nazario entierra el underground (…). Enterrará la vieja prosperidad de hace seis años, el sueño de libertades creadoras hoy imposibles: clausurará, en beauté, lo que alguien --creo que Josep Maria Carandell-- llamó La Pascua de la Imaginación’, decía Terenci Moix en El Noticiero Universal, donde dejaba, además, un aviso: “Es el sepelio de Barcelona viva”, ciudad que “ha conseguido convertirse en un monstruo feo, ruidoso, sucio, pero, especialmente, en una colmena de la que ha desaparecido para siempre la imaginación”.
Con esa acción, el autor de Anarcoma ponía fecha, por primera vez, a la muerte de la contracultura en España ante los primeros signos de asimilación de sus creaciones por la industria editorial: el Salón del Cómic y de la Ilustración de Barcelona, que acababa de echar a andar por esos mismos días, venía a normalizar los trabajos a la intemperie de aquella patrulla de dibujantes que habían encarnado con fiereza el espíritu underground.
“Para ser considerada como tal, una revista tenía que ser dibujada en total libertad y contar con una edición y una distribución propias. Todo se terminó como si no hubiera existido”, ha afirmado Nazario, quien en su primer volumen de memorias, La vida cotidiana del dibujante underground (Anagrama, 2016) sitúa unos años más adelante el siniestro total de la aventura: 1992. En su opinión, a la lumbre de los grandes fastos --Juegos Olímpicos de Barcelona, Exposición Universal de Sevilla-- se produjo una transformación radical del espacio ciudadano que apartó todo rastro de bohemia y marginalidad para instaurar un modelo de ciudad de postal y turismo en masa.
La revista ‘Ajoblanco’ en el Canet Rock de 1975. LOS 70 A DESTAJO / PEPE RIBAS
Hasta su final, su retirada o su definitivo desgaste, la contracultura mostró signos singulares en España. En buena medida, se trató de una versión ibérica, caótica y acelerada de su formulación original estadounidense que surgió, para colmo, casi a contratiempo, con veinte años de retraso a causa de la dictadura. Así, de la generación beat adoptó el rechazo de los bienes materiales que empezaban a dispensar los años de desarrollismo; del movimiento hippy, su compromiso político, si bien cambió la lucha por los derechos civiles y el rechazo a la guerra de Vietnam por la explosión vital y la conquista callejera, primero, y por la oposición a Franco, después.
Aquellos arranques utópicos en Estados Unidos impusieron, de algún modo, una revisión de la cultura y los valores políticos dominantes desde la Segunda Guerra Mundial. En España, las consecuencias fueron, sin duda, otras. “En los años setenta, la tarea política más urgente no era aprender la libertad, sino des-aprender la dictadura”, señala Germán Labrador Ruiz, profesor de la Universidad de Princeton y autor del ensayo Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (Akal).
Aroma ‘anarca’
Acaso por su intenso aroma anarca, la contracultura en España fue, en líneas generales, desparpajo y resistencia (a veces, inconsciente) frente al poder. Un esfuerzo colectivo y difuso por superar la vigencia de costumbres, ideas y creencias caducas del sistema imperante. Algo así como una lección sobre los límites de la libertad. De ahí su carácter alternativo y también, siempre, clandestino.
Underground quiere decir textualmente "bajo tierra", "subterráneo", y aquí casi todo lo de verdad se ha hecho bajo tierra, porque en la superficie más visible continuará habiendo una televisión amuermante [sic], una política de teatro, una división entre los jefes y los mandaos. El buen rollo lo tenemos que hacer entre nosotros y entre nosotros sí que podemos intentar ser más libres, menos acomplejados y también más combativos frente a los que nos quieren mantener asustaditos, quietos, incomunicados”, alertaba Pau Malvido (pseudómino de Pau Maragall, hermano de Pasqual y Ernest) en una de sus crónicas para la revista Star, recopiladas en 2004 por Anagrama en el libro Nosotros los malditos.
El movimiento, por tanto, careció de coherencia y de destino, pero, mientras tuvo pulso, estableció nuevas formas de relación, convivencia, comunicación, expresión, identidad y diversión. “La juventud quería librarse de todo aquello que les había sido enseñado con violencia, vomitándolo”, explica Labrador Ruiz. Si había discurso político en él era, en definitiva, pura acción.
Por esta vía, en el ensayo Cómo acabar con la contracultura. Una historia subterránea de España (Taurus), Jordi Costa detecta en el underground español “una regeneradora y poética irracionalidad que pudo tener como ocasional compañera de viaje a una oposición política al franquismo que, en realidad, más allá del común deseo de conquistar un horizontes de libertad democrática, pronto empezó a reordenar su agenda de prioridades”. “El destino de ese cadáver exquisito --añade el periodista y crítico cultural-- tal vez no fue más que un daño colateral en un proceso más amplio que acabó degradando el poderoso significado de muchos de los conceptos utópicos que se esgrimieron en los márgenes de la agonía del franquismo”.
Los componentes de Smash, con Julio Matito, Gualberto García, Silvio, Antonio Smash, Henrik Liebgott / LZ PRODUCCIONES
Antes de su apagón, la contracultura encontró en España un terreno abonado en las intersecciones. Como motor de arranque tuvo, muy posiblemente, el inesperado bombeo de novedades desde las bases militares de Estados Unidos en Rota y Morón de la Frontera, convertidas en un dispensario de nuevas melodías, consumibles tóxicos e indumentarias nunca vistas.
Todo amasado con el viento a favor del mestizaje, como los hippies y beatniks llegados en busca del guitarrista Diego del Gastor o como la música de los Smash, instalados entre el flamenco y los nuevos sones psicodélicos tras proclamar en el Manifiesto de lo Borde, el primer texto teórico del underground español, que “sólo puede corromperse uno por el palo de la belleza”. Y todo expandido a modo de polinización, de transmisión de ideales, de colonización de sensibilidades entre puntos geográficos y disciplinas artísticas (la literatura, el cine, el teatro, la pintura, la fotografía…), pero no entre clases sociales, pues la contracultura germinó, sobre todo, en el contexto del lumpen, sin cuya proximidad nunca podría darse.
También el underground destacó por su porosidad. De Sevilla saltó a Barcelona. De Barcelona a Formentera. Y, finalmente, tomaría tierra en Madrid, ciudad que acogería en 1980 el estreno de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón de Pedro Almodóvar. Pero, entre todos esos centros, la capital catalana irrumpió como el principal centro de alto rendimiento de la contracultura.
Allí convivieron la cuadrilla de historietistas de El Rrollo (Nazario, Mariscal, Max, los hermanos Miguel y Josep Farriol) con las poéticas alucinadas de Pau Riba y Jaume Sisa; el compromiso vitalista y libertario de la revista Ajoblanco con los jóvenes autores reunidos en la antología Algunos poetas en Barcelona; las representaciones teatrales en el Saló Diana con las acciones perfomáticas en las Ramblas de un artista tan indomesticable como Ocaña. Toda esa maquinaria ácrata y combativa alcanzaría la máxima altura en junio de 1977 durante las Jornadas Libertarias del Parc Güell para, luego, caer en picado. Allí tomó forma un proyecto utópico de enorme potencia, pero también se constató la imposibilidad de articularlo políticamente.
Contra la Transición
En sintonía con su deriva, el underground apagaría sus luces en pocos años. Todos los estudios sobre el fenómeno --muchos de ellos surgidos a raíz de la puesta en entredicho del relato heroico de la Transición-- apuntan como detonante la necesidad de encauzar, ya en democracia, ese movimiento creativo profundamente visceral por “un poder que cambió de forma (o, simplemente, de apariencia) y construyó su propio mito, mediante la inserción en el interior de éste del recuerdo de pretéritas militancias heroicas en las filas contraculturales”, señala Jordi Costa en su último trabajo.
En esa misma línea, Germán Labrador sostiene que “desde finales de los setenta se fragua un discurso de orden público, seriedad y decoro que, tras un primer momento de desfogue, buscará redisciplinar a una sociedad des-mandada en la década anterior”. Se trataría, según su opinión, de una “guerra cultural donde se renegocia la penetración de la contracultura en la democracia”, con importantes implicaciones en el terreno del orden público, en el ejercicio de las libertades civiles y el alcance de los derechos democráticos.
Nazario, con Juan Doménech, en la exposición de la galería Brosolí. ARCHIVO NAZARIO LUQUE
De ese choque, evidentemente, salió victorioso el poder, que “fabricó un nuevo gusto, un nuevo estándar estético y cultural que rechazaría desde su misma base no ya los valores de la contracultura (que también), sino sus códigos expresivos”, apunta el ensayo Cómo acabar con la contracultura. A partir de entonces, el universo creativo se asemejará más a un reglamentado campo de juego que a un surtidor de preguntas incómodas.
Es, de algún modo, el cumplimiento de la advertencia de Antonio Escohotado, en cuanto que la contracultura, o sea, los enemigos del comercio descarriados, no era más que la vanguardia del capitalismo, su nueva formulación, el signo que tenía el mundo económico de colonizar nuevos territorios físicos y mentales. En esta misma línea, Luis Racionero juzga “el movimiento mal llamado contracultural como una revolución cultural abortada, como el Renacimiento fue una revolución cultural exitosa”.
Al final de aquel (glorioso) fracaso hubo ganadores y perdedores. Eduardo Haro Tecglen lo llamó la generación bífida en un artículo publicado semanas después del fallecimiento de su primogénito, Eduardo Haro Ibars. “Ahora unos tocan el poder, otros mueren”, anotó el periodista, quien distinguía en su reflexión entre quienes se adaptaron y tocaron el poder y “los inadaptados”, “los muertos”, “los tontos son tontos para siempre”, remata.
Con todo, hay quien otorga a la contracultura en España un potencial creador en el ámbito de lo íntimo, de lo personal, apartando esa idea del underground como un paréntesis histórico sin ninguna descendencia. Así, lo hace, por ejemplo, Pau Riba en el cierre del documental Barcelona era una fiesta (Undreground 1970-1983): “Eso ni estaba destinado, ni podía triunfar. Eso sólo era una visión plasmada a través de una utopía de cara a poner sobre la mesa una serie de cuestiones muy claras: la Libertad en mayúsculas, la libertad de sexo, la libertad de credo, la ecología, todo eso, el feminismo, el gay power, todo eso continúa en marcha y sigue conquistando la mentalidad actual”.