Andrés Trapiello es un escritor a contracorriente y felizmente anacrónico que, sin embargo, tiene los dos pies --y diríamos que el cuerpo entero, lo cual incluye sobre todo la cabeza, que es el instrumento capital de los que trabajan con las palabras-- sólidamente anclados en una tradición literaria --la de las letras hispánicas-- que cuenta con suficientes obras maestras como para ser considerada una de las grandes estirpes culturales de todos los tiempos. De prosa amplia y elogiada --de él se ha dicho que escribe el mejor español de nuestros días--, Trapiello se ubica a sí mismo, porque un escritor siempre escoge voluntariamente a sus antecesores, en esa cadena de autores a los que les preocupa España. No tanto desde el orden político, que siempre es una molestia coyuntural, sino desde una óptica cultural y filosófica.
Podríamos situarle pues como el eslabón contemporáneo de una sucesión de ingenios que arranca con la Generación del 98 y se extiende hasta la Transición, cuando nuestro mercado editorial empezó a confundir la calidad con el turismo literario, sin reparar en que no existe nada más exótico en el mundo que un español hablando sobre sí mismo. Esto es, en buena medida, lo que hace su literatura: contarnos por el procedimiento de retratarse a sí mismo, bien directamente o con el pretexto (fingido) de hablar sobre los otros. Entre ellos están algunos de sus escritores devocionales: Cervantes, a quien tuvo la osadía de continuarle El Quijote en una novela que tenía bastante de Avellaneda, o escribirle una excelente biografía-reflejo; Galdós, cuya efigie preside su modesto escritorio decimonónico, o el maestro Baroja, del que podemos decir --con honda satisfacción-- que ha sobrevivido tanto al paso del tiempo como a todos sus críticos impostados, incluidos los más ilustres.
No son nombres menores para delimitar a un escritor que, debutando como poeta antes de cumplir los treinta, y tras un pasado como periodista cultural, ha cultivado la narrativa y el ensayo. A este último género, que es donde el escritor leonés ha demostrado mayor maestría, podemos adscribir su último libro, El Rastro. Historia, Teoría y Práctica (Destino), recién salido de las imprentas y del que ya se prepara una afortunada segunda edición. El volumen, espléndidamente editado por el autor, que desde antiguo ha ejercido una carrera paralela como diseñador y amante confeso de las musas tipográficas, tiene una clara vocación de clásico noventayochista tanto en su trasfondo como en su piel, ya que reproduce esa hermosa estética que nos recuerda a los libros salidos de la imprenta de Caro Raggio.
No es la única señal de filiación: Trapiello elige hacer en este ensayo, cuyo origen son unas conferencias pronunciadas en la Fundación March, un relato voluntariamente fragmentario que, como el Rastro mismo, es deudor de muchos materiales de acarreo y desecho, en un homenaje al asunto que, al mismo tiempo, es también un retrato estilístico del propio escritor. Obviamente, la suya es una visión subjetiva sobre esa metáfora, fascinante y trágica, que representa el histórico mercadillo madrileño, al que el diminutivo nunca le hizo justicia. Siendo una descripción del natural, el libro también es un poema --en prosa-- sobre el Rastro. Una pieza lírica extraña, a ratos vanguardista, en ocasiones casticista.
Sus versos son libres y prescinden de las afirmaciones categóricas, presentándose como simples aproximaciones y conjeturas, una condensación de sensaciones, experiencias y reflexiones que nos enseñan a contemplar de forma profunda lo cotidiano. En este sentido podríamos decir que Trapiello ha escrito un espléndido poema de algo tan prosaico como el Rastro, ese caudal de despojos y objetos inútiles que nos vinculan con un presente perpetuo cuyas raíces --melancólicas-- proceden de un pretérito compartido y, justamente por eso, universal.
Plano de Madrid de Pedro Teixeira Albernaz (1656)
El ensayo es una suerte de guía sentimental, a ratos ensimismada, en otras ocasiones más abierta, de ese cementerio de cosas perdidas, y recuperadas, que es la galería de las maravillas a cielo abierto que se monta y desmonta cada domingo, sin faltar uno, en los antiguos barrios bajos de Madrid, aquellos que Arturo Barea retrató en La forja de un rebelde. Un cuadro solanesco de ese almacén de herencias perdidas y desordenadas que en un tiempo fueron de alguien con nombres y apellidos y ahora pertenecen a quien las quiera comprar de saldo, no por su utilidad sino por el placer de poseer algo que fue de otro, de la misma manera que lo nuestro pasará cualquier día a manos ajenas. Así es el río de la vida.
A la manera de Walter Benjamin, Trapiello nos descubre a través de su particular cronología y exploración del Rastro las huellas de un Madrid periférico que ya no existe, pero que de alguna forma sigue estando presente, igual que los muertos; teoriza sobre las manías de los rastroadictos --más pescadores que cazadores, según sus términos-- y se retrata como un misántropo que entre la marabunta, protegido por su propia legión de amigos, encuentra su espacio favorito de socialización.
El libro es también un ejercicio de erudición literaria. Rescata, clasifica y muestra, expuestos igual que en un tenderete callejero, los asombrosos precedentes documentales y librescos sobre este espacio de intercambio de vanidades muertas, desde los textos costumbristas de Mesonero Romanos al libro de Gómez de la Serna sobre sus espejismos. En buena medida, se trata de un manual más autobiográfico que referencial, aunque esté colonizado por un sinfín de paratextos: viejas postales amarillentas, como el tiempo perdido; páginas de periódicos antiguos --reliquias frágiles--, fotos, afiches y hasta autocitas.
Todos estos elementos, acumulados en sus páginas, componen una suerte de confesión general que, según la fórmula de Barthes, retratan a Trapiello viéndose a sí mismo, celebrándose, inmortalizado delante de uno de esos espejos ajados de los salones burgueses destruidos. El escritor leonés saca así provecho literario a un tiempo que ha huido para no volver o que, igual que la infancia, aguarda su juicio sumarísimo en el purgatorio de los chamarileros, esperando el hipotético día en el que alguien lo resucite mediante la sugerencia de un objeto banal, inservible, pero cargado de significados si quien lo mira siente la vida en lugar de limitarse a mirarla.
Todos estos elementos, acumulados en sus páginas, componen una suerte de confesión general que, según la fórmula de
A su manera, en el libro hay también una reflexión moral sobre la vida y su reverso, la muerte. Tiene un aire metafísico perceptible en las analogías que confirman la sospecha de sabernos mortales, que es la condición esencial para vivir de verdad o, al menos, para revivir lo vivido, como parece evocar la antología de textos de sus diarios --el Salón de los pasos perdidos, que suma ya 22 tomos-- que el autor incluye para cerrar su ensayo, confirmando que lo ya escrito, igual que los libros de lance, aquellos que no tienen más edición que la primera, puede tener más escrituras según sea la necesidad de cada individuo. Y haciendo cierta la cita de Galdós que Trapiello sitúa como atrio sentimental del libro: “Cuando veáis que algo se acaba, decid que algo comienza”.