Empezaremos –es una fórmula infalible– por un dístico de Jorge Luis Borges, in illo tempore autor carísimo para Juan Bonilla, confeso borgiano epidérmico: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Como casi todos, Bonilla es uno y, al mismo tiempo, un individuo múltiple, tan contradictorio como cualquiera que se dedique a escribir y cultive, intuimos que como una forma de homenaje a Salinger, un calculado distanciamiento en relación a su figura pública. En la solapa de sus libros no suele dar datos personales, practicando el ocultismo de quienes, más que reservarse un espacio para su intimidad, siembran conscientemente enigmas para que alguien, un hipócrita lector, su prójimo, su hermano, dentro quizás de algún un tiempo; o igual ahora mismo, haga lo mismo que acostumbra a hacer él: colgarse de esa duda, empezar a tirar del hilo y dar –si la suerte acompaña– con ese acontecimiento que siempre es el descubrimiento de un autor secreto.
En un sitio que no recuerdo le he oído confesar que una de sus ambiciones es convertirse en un escritor menor porque así cabe la posibilidad –tan poética– de dejar de ser una nota al pie de la historia de la literatura, como escribió Borges en aquel poema prodigioso, y llegar en algún momento a ser apreciado con independencia de la cruel dictadura de los días. Decíamos que Bonilla practica, nos parece un hecho indudable, el teatro del misterio: “Vive en su mundo; no coge ni el teléfono”, cuentan personas cercanas.
En sus presentaciones se retrata a sí mismo como un escritor “de Xèrez” que ha escritos “varios” libros de relatos, “varios libros de poemas y “unas cuantas” recopilaciones de ensayos. Poco más. La indefinición es la madre del misterio. Y sin embargo su último texto –La novela del buscador de libros (Fundación Lara)– obra presentada con el engañoso marbete de “novela”, hecha además por encargo, son unas entretenidas y quizás prematuras memorias librescas que dicen de su persona todo lo que lleva lustros negándole a sus biografías editoriales.
El escritor jerezano Juan Bonilla / FUNDACIÓN LARA
Obviamente, Bonilla, cuando habla de Bonilla, miente. Esto es: ficcionaliza, que es una de las múltiples formas que tenemos todos de contar nuestra verdad a partir de su contrario. ¿Cuál es el asunto de la fabula? Llevar toda una vida como perseguidor –a la manera cortazariana– de libros antiguos, ejemplares raros, anómalos y desconocidos que, por acumulación y azar, han ido formando su biblioteca (en el libro la atisbamos en dos fotos conscientemente infumables) y su existencia. La narración, con un relajado sesgo coloquial, enuncia algunas de las reglas del perfecto cazador de libros viejos, un vicio que merecería un ducado o un marquesado –por supuesto pensionado– en estos tiempos extraños de pantallas líquidas.
En primer lugar, para Bonilla, cuyo primer editor fue un tabernero sevillano –Pisco Lira, hijo del dueño de La Carbonería, uno de los templos de la perdida bohemia del Sur– no es lo mismo ser bibliófilo que bibliómano. El primero ambiciona los libros por su condición de objetos (perfectos), auténticas obras de arte y joyas sacadas de la milagrosa mecánica de la imprenta; el segundo, en cambio, es víctima de ellos, lo que equivale a decir de sí mismo. Alguien fascinado por la posesión de un volumen de poemas perdido o una novela extraña, además de un embrión de santo: la adquisición de uno solo de estos títulos, olvidados en las covachas de lance, es una suerte de resurrección (piadosa) de aquellos escritores que nunca pasaron de la primera edición y fueron olvidados por todos, si exceptuamos el indudable honor de formar parte del catálogo de una librería de viejo, condición que vale más que todos los premios del mundo juntos a pesar de no dar ni para cocinar sopas ni gazpachos.
El librero y editor sevillano Abelardo Linares, junto a los fondos de su milagrosa biblioteca / J.M. SÁNCHEZPHOTO
Las memorias librescas de Bonilla, que confiesa que quiso ser escritor antes que lector –cosa frecuente y que siempre fácil tiene arreglo–, son un agradable paseo por esos años perdidos, caracterizados por la fascinación que siente aquel para el que la literatura es un destino antes que una vocación. El autor jerezano dibuja un mapa de afectos –amigos, editores, caprichos e influencias– que tiene bastante de agradecimiento a quienes le iniciaron en esta afición, entre ellos Juan Manuel Bonet, Francisco Bejarano, Felipe Benítez Reyes, Andrés Trapiello y Abelardo Linares, editor de Renacimiento y uno de los mayores libreros de viejo del mundo, que hace unos meses incluyó dentro de su catálogo la Biblioteca en Llamas y los Poemas pequeñoburgueses, hasta ahora los dos últimos títulos de Bonilla lanzados al océano infinito de las novedades.
La novela del buscador de libros, salvo lo que el título (falso) promete, da lo que se espera: una narración subjetiva que, centrándose en la vida de un individuo, habla en realidad de todos nosotros, adolescentes que en los ochenta crecimos leyendo los libros de Alianza Editorial, igual que nuestros padres y abuelos se educaron con la colección Austral. Lectores que nos preguntábamos cómo se convierte un escritor en clásico o nos deslumbrábamos con tipos como Bukowski, cuya mejor poesía –en esto es necesario discrepar con Bonilla y, si fuera necesario, convocarlo a un duelo amistoso– uno todavía sigue leyendo con delectación porque en su prosaísmo minimalista está encerrado uno de los secretos del verdadero estilo literario: decir la cosa como nadie la había dicho antes por el procedimiento de decirla de la manera más rotunda y exacta posible.