Nora Catelli es una intelectual. Profesora de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona y crítica literaria, autora de ensayos como El espacio autobiográfico, Testimonios tangibles, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo, o Juan Benet, guerra y literatura. Nacida en Rosario, Argentina, llegó a Barcelona en 1976, antes del golpe de Estado, y comenzó a trabajar en el mundo editorial y a colaborar con El viejo topo o La Vanguardia, sin abandonar sus relaciones con la Argentina que había dejado atrás. Desde Barcelona, colaboró con Punto de Vista, la revista creada por Beatriz Sarlo. Ejerce como crítica literaria para El País. Nada más comenzar la entrevista rompe el hielo:
En los últimos meses se ha discutido a propósito del manifiesto Koiné, se discute si Torra es supremacista, fascista… Yo disiento de las simplificaciones. El manifiesto Koiné salió hace dos o tres años y tenía que ver con una posición que era minoritaria dentro del establishment intelectual catalán, si bien siempre había existido.Cualquier persona que lea a los memorialistas catalanes, como lo pueden ser Joan Sales o Màrius Torres, sabe que siempre existió, a lo largo del siglo XX, la idea de que el catalán había perdido la batalla frente al castellano.
Siempre existió esta idea; si tú lees, no a Gaziel, a quien todo el mundo cita, sino a Maurici Serrahima, católico, mano derecha de Carrasco i Formiguera y que tiene unas memorias extraordinarias, o si lees la correspondencia de Sales a Màrius Torres, te das cuenta de que todos ellos sentían, antes y después de la Guerra Civil, la contaminación de los inmigrantes, que pertenecían a su propio ejército republicano y que hablaban una especie de patois en comparación con su catalán áulico y extremadamente rico. Esta sensación de contaminación no es algo exclusivo de Cataluña. Sucede en todos los lugares donde hay una conciencia lingüística muy fuerte. El gran enemigo no soy yo, no son los argentinos ni los latinoamericanos…
–¿El gran enemigo es la inmigración interna?
–Sí, los inmigrantes españoles eran el enemigo principal. Entonces, en la época del manifiesto Koiné, el argumentario de Esquerra Republicana era el siguiente: tenemos que borrar la idea de bilingüismo por la de multilingüismo. Tiene que haber una koiné que debe ser el catalán. ¿Qué le podemos asegurar al catalán? El aparato del Estado, la Generalitat. ¿Qué le damos al castellano? Un estatuto especial, pero no la oficialidad. Cuando Esquerra se dio cuenta de que no ampliaba la base de su electorado con este discurso, prefirió no firmar el manifiesto Koiné. Por lo que se refiere a los artículos de Torra...
–Torra se inscribe en la línea del manifiesto Koiné.
–Hace un tiempo, se publicó un comentario de texto muy cómico, algo patético, sobre el artículo de Torra en el que se hablaba del recurso de la hipérbole, aceptado por la retórica… Una tontería, pero apuntaba que Torra no es un nazi y, en efecto, no lo es. Tampoco es un supremacista, puesto que somos todos caucásicos. El argumento demagógico con respecto a los inmigrantes latinoamericanos que yo he escuchado por parte de aquellos que estaban a favor del multilingüismo es el siguiente: reivindiquemos sus lenguas indígenas, el quechua y el aimara, y así les devolvemos su identidad perdida. Olvidaban, sin embargo, que la lengua de ciudadanía de los inmigrantes latinoamericanos cuando llegan aquí es el castellano. Nadie va a poner en un colegio una clase de aimara, puesto que son inmigrantes con muy poco capital simbólico y lo único que poseen es el castellano. Quitarles el castellano y devolverles el quechua y el aimara, sin que haya estatutos e instituciones que amparen estas lenguas, es un gesto de demagogia bastante repugnante.
–Se ha llegado a decir que el manifiesto Koiné situaría el castellano en la misma posición subalterna que ocupa en Estados Unidos.
–Una de las tentaciones exageradas del comparatismo es comparar la situación del castellano en Cataluña con la situación del castellano en Estados Unidos o comparar las independencias de los países latinoamericanos con la independencia de Cataluña. Entre Europa y las Américas del Norte y del Sur hay unas diferencias que no se pueden traspasar de ninguna de las maneras. Es completamente demagógico decir que “si los latinoamericanos se fueron, también Cataluña puede irse”. Nosotros no nos fuimos a ninguna parte, más bien ellos llegaron.
–Otra idea que se repite es que Barcelona ha perdido el contacto con Hispanoamérica y su literatura. Sin embargo, en su artículo, “La élite itinerante del boom”, cuestiona la capitalidad de Barcelona en los años del Boom.
–La idea de Barcelona como lugar de consagración de los autores del boom es un tópico que no tiene una base crítica seria. Casi todos los escritores del boom estaban consagrados en sus propios países e, incluso, algunos eran conocidos en otros países de Hispanoamérica. Vargas Llosa había publicado Los jefes en la revista Sur de Buenos Aires, si bien es cierto que era un escritor precoz que publicaría en Barcelona La ciudad y los perros con solo 24 años. Cabrera Infante era una gran figura en Cuba hasta que decidió irse a Londres y fue una persona muy activa en los dos primeros años de la Revolución Cubana, participando en el suplemento Lunes de Revolución y en la revista Bohemia. El resto de los autores no estaban consagrados, estaban consagradísimos, porque los lugares de consagración eran las propias capitales, sobre todo Buenos Aires y México, que ya habían sido las ciudades del modernismo, postmodernismo y vanguardias poéticas, que circulaban perfectamente sin necesidad de pasar ni por Barcelona, ni por Madrid ni por ninguna parte, si bien sus autores también publicaban en España.
–En ese artículo, usted subraya que la importancia de Barcelona radica, en todo caso, en el hecho de ser la ciudad donde los autores del boom encontraron una agente literaria.
–Sí, Barcelona es el lugar en el que los autores encuentran una agente literaria. El primer autor con agente literario fue Carlos Fuentes. Lo cuenta Rodríguez Monegal. Era norteamericano. Fue siempre un adelantado: era un diplomático y era listísimo por lo que se refiere a la gestión de su éxito. Lo que hizo Carmen Balcells, y lo que hicieron todas las agencias que vinieron después, fue gestionar el éxito de los autores, que se había producido fuera. En el 95% de los casos fue así. No sé cómo es la Barcelona de ahora; existe, por supuesto, la fantasía de la joven y del joven que llegan aquí con su manuscrito. Sin embargo, si observas lo que se publica en España de autores argentinos, mexicanos… te darás cuenta de que son obras que ya han circulado en los países de origen, donde los autores ya son conocidos.
–Barcelona compite, como capital literaria, con México y Buenos Aires.
–Justamente. La otra cosa que se olvida es que los latinoamericanos, desde 1950, no volvieron a leer a los españoles nunca más. Los últimos que leyeron a los españoles, y cuando hablo de españoles me refiero a Pio Baroja, a los Machado…, fueron los que se formaron o publicaron desde 1930 a 1950. Es decir, uno de mis grandes profesores de literatura en la Universidad de Rosario, Adolfo Prieto, publicó ya mayor un libro de poemas y, en una entrevista que le hizo una alumna sobre su libro, afirmó: “Yo no sé si hago poesía, poesía hace Antonio Machado”. Adolfo Prieto murió con casi noventa años hace poco y el tipo de respuesta que dio en aquella entrevista hoy sería impensable, porque los españoles ya no son lecturas obligatorias.
En mi caso, las lecturas obligatorias en el colegio sí que fueron Azorín, Gabriel Miró, Juan Ramón Jiménez y su Platero y, por lo que se refiere a la literatura argentina, el Martín Fierro. Estas eran mis lecturas en secundaria que es, junto con la escuela primaria, el lugar donde se forma el oído de tu propia lengua. Por esto, estoy en contra de que en primaria se les de a los niños textos traducidos: es necesario estudiar tu propia poesía, en el caso de aquí, la catalana y la castellana, aunque sea a través de autores menores y secundarios, porque es en los textos originales, no traducidos, donde aparece la música del idioma.
De niño formas tu oído repitiendo los poemas clásicos de Maragall, de Rubén Darío, de Almafuerte, que es un poeta menor, aunque Borges, cuando le preguntaron dónde había conocido la poesía, responde que en un soneto de Almafuerte. ¿Por qué descubre ahí la poesía? Porque Almafuerte era un poeta que escribía en su misma lengua, el castellano. De hecho, la idea de que Borges se formó en inglés…
–¿Es una boutade del propio Borges?
–Exacto. Entonces, volviendo a la anterior pregunta, los latinoamericanos dejaron de leer a los españoles y, si te fijas, se pueden contar con los dedos a los autores latinoamericanos del boom que mencionaron, no sé si leyeron, a algún autor español. Uno de ellos fue Vargas Llosa, que, y lo digo sin ironía, siempre fue un gestor extraordinario de su brillante carrera hasta La guerra del fin del mundo, cuando su literatura se murió. Con esto lo que te quiero decir es que nunca hubo un ir y venir. Yo leía a Juan Marsé en la Argentina, donde también leí Las afueras de Luis Goytisolo.
–Usted subraya que mientras la literatura del boom impregnó a la literatura española, la literatura española no tuvo ninguna influencia en los autores hispanoamericanos.
–Fue así. El año pasado, en una sesión en la Biblioteca Nacional de Madrid, me preguntaron si habían conseguido convencer a algún compatriota mío para que leyera a Juan Benet, autor que, como sabes, he leído mucho. Y mi respuesta fue clara: desgraciadamente no, no he convencido a nadie. Es así. El latinoamericano y el español son sistemas literarios que se han separado y no tienen ninguna necesidad de ir juntos.
–¿No cree que sería mejor que fueran juntos?
–No. Yo creo que existen los troncos de las literaturas nacionales en los que cada escritor se inscribe, le guste o no. Me refiero a cómo se configura un campo, a la manera de Pierre Bourdieu. Cada literatura nacional sabe qué le falta y lo busca fuera por pulsiones, por identificaciones, pero no hay ninguna obligación de interrelación. De hecho, la literatura inglesa y la literatura norteamericana, salvo en el tronco de los clásicos, se han separado completamente e, incluso, te diría que, a partir de los años 60, los escritores ingleses tuvieron una crisis.
¿En qué lengua escribimos? ¿Es la nuestra una lengua muerta? Estas eran las preguntas que se formulaban y Bernard Bergonzi, a quien cito siempre, decía una cosa que se puede aplicar a la relación entre la literatura latinoamericana en castellano y la española: el problema de los ingleses es que nosotros exudamos la lengua, mientras que los norteamericanos la trabajan. Esto tiene que ver con que nuestra herencia, la latinoamericana, es muy corta y tenemos mucha conciencia de que tenemos que dominar la lengua, mientras que un tipo que viene aparentemente desde el centro de Castilla está atravesado por un uso natural de la lengua, que termina por desplomarse en su cabeza, matándolo a él, al libro y al sistema.
–La definición de Beatriz Sarlo de Borges como un autor en la orilla ha marcado a más de un autor argentino que, en parte, por escribir desde otro país, ha cuestionado la posibilidad de sentirse o de definirse como “escritor argentino” inscribiéndose en una tradición nacional.
–Nadie sabe mejor que un argentino qué es la literatura nacional. Eso de que “soy argentino y no sé de dónde soy” es un lugar común. No te lo creas. ¿Sabes por qué no te lo tienes que creer? Nuestra literatura nacional es fruto de una conciencia nacional lograda. Por tanto, no te creas ese tipo de afirmaciones: hay un tronco de identidad nacional argentina que no se pierde nunca, porque es un sistema literario que tiende a conferir ciertos rasgos. A pesar de las diversas tradiciones internas y de las peleas entre los distintos grupos, la conciencia de pertenecer a una identidad nacional no se pierde.
–En ese tronco nacional Piglia incluía a Gombrowicz, que, sin embargo, representa esa “extranjería” lingüística a la que antes aludía.
–Yo disentía con Piglia al respecto de Gombrowicz, que nunca escribió una sola palabra en castellano. Hay que recordar que el primero que dijo que Gombrowicz era un escritor en castellano fue Gabriel Ferrater en 1966 en un informe de lectura, donde, tras leer la traducción colectiva de Fredydurke, afirmó con esa lucidez extraordinaria que tenía: no importa que en un capítulo se vosee y en otro se utilice en tú, esta es una obra de la literatura en castellano. Esto lo dice Ferrater en 1966, mucho antes de que Piglia y Saer digan lo mismo, evidentemente sin saber que Ferrater lo había dicho antes. En la época en que Gombrowicz está en Buenos Aires su diario se publica en una revista polaca que se edita en París, de modo que no hay ninguna duda de que pertenece a la literatura polaca. El resto es coquetería argentina.
–¿Podríamos decir que el tronco nacional de la literatura argentina, al menos desde la segunda mitad del XX, se organiza a favor o en contra de Borges? En un primer momento, frente a Borges están Arlt y Puig y, en un segundo momento, están Saer, Fogwill, Aira o Libertella.
–Antes que nada, hay que decir que fue solo a partir de los años 60 y no antes que el canon nacional se organizó a partir Borges. Antes de los 60 y, por tanto, antes de Borges, el género en torno al cual se organizaba el canon era la poesía y, por tanto, hasta el 60 Borges no fue el parteaguas de la literatura argentina: lo fue la poesía, desde Lugones hasta Girondo. La consagración de Borges llega a partir de 1958-1960 y, entre los que has citado, el escritor que, con conciencia absoluta de incomodidad frente a Borges, erige un estilo reconocible de prosa argentina autoconsciente es Saer, más que Fogwill y Aira.
Por lo que se refiere a Libertella, hay que decir que él y Oscar Masotta representan la parte vanguardista de la literatura argentina. En 1969 se publican dos novelas que se apartan de Borges de dos maneras distintas: Boquitas pintadas de Manuel Puig, que tú has citado, y Cicatrices de Saer, que ya había publicado Responso. Cuando aparece Aira lo primero que hace es pelearse con Saer en un artículo de juventud; después, se produce una especie de pacto de no agresión y, posteriormente, surge Piglia, que me parece un gran crítico, pero no me interesa como novelista.
–¿Y sus Diarios?
–No tengo una visión completa, puesto que todavía me falta leer algunas partes, pero me parece que son agendas comentadas. Este efecto tiene que ver con la voluntad de Piglia de abandonar la ficción. El novelista nace, tiene que tener un punto de ingenuidad, le debe interesar la vida de los demás o, como dice Pla, debe ser una persona tontamente curiosa. Piglia no tenía una mirada curiosa, mientras que Aira la tiene de forma superlativa, tiene una mirada sobre el mundo infatigable.
–En una conferencia que dio en la Universidad de Barcelona, Borges después de Borges, Beatriz Sarlo destacaba que Aira era el autor que había conseguido “matar” al padre, a Borges.
–Sí, eso sí, dejando a Saer como autor canónico. Lo que pasa es que Aira mata a un Borges, no mata a todos los Borges. No mata al Borges que escribe junto a Bioy Casares, porque es un Borges dislocado, paródico y, para mí, Aira sale de este tronco.
–Usted vivió la década de los 60 y primeros de los 70 Argentina, que Ayala Dip describió como “una de las décadas más prósperas en materia intelectual en el país sudamericano”, y llegó a una Barcelona que estrenaba democracia.
–Sí, cuando me fui de Argentina, yo tenía 28 años. Afortunadamente, había conseguido ser adjunta en la Universidad, porque el ser adjunta significaba no estar en la lista de sueldos de la Universidad. Esto me salvó cuando empezaron a matar a compañeros. Por entonces, la Universidad era el centro de todo: de la militancia y del discurso crítico. Y el psicoanálisis lo impregnaba todo desde los años 50, no hacía falta que te interesaras por él, el psicoanálisis llegaba a ti, quisieras o no.
En la Universidad teníamos un grupo de estudio de El Capital, otro de lingüística… y de esta manera completábamos la formación que la universidad del golpe no te daba. Lo discutíamos todo y todo el tiempo. De repente, llega la represión de las Tres A y, en marzo del 1976, decidimos, mi marido y yo, marcharnos. Llegamos a Barcelona sin dinero. Mi marido era psicoanalista y, como aquí no había psicoanálisis, lo primero que tuvo fue grupo de estudio y pacientes. Yo encontré trabajo como secretaria de dirección de una empresa de Sulfato de Aluminio
–Un trabajo completamente ajeno al mundo universitario que usted frecuentaba en Argentina.
–Sí, era Alain Chemical, una multinacional medio norteamericana y medio catalana, puesto que mitad de la empresa pertenecía a una familia del Opus: los Pic Aguilera. Habíamos llegado a un mundo donde nos sentíamos seguros, pero venirse aquí había sido hacer un salto en el tiempo y volver 20 años atrás. A pesar de que era una pésima dactilógrafa, fui secretaria en Alain Chemical hasta que, a los pocos meses, entré a trabajar en una editorial de libros a domicilio que pertenecía a Seix Barral y que estaba dirigida por Jorge Edwards hasta que se fue y vino Carlos Barral. Cuando nos trasladaron a Sant Joan Despí, decidí irme y me puse de freelance y comencé a traducir y a escribir.
–Usted nunca perdió el contacto con el mundo intelectual argentino.
–No, al contrario. De manera militante, mi marido y yo no quisimos romper nunca los vínculos intelectuales con nuestros colegas argentinos. Nosotros colaboramos desde el principio con la revista Punto de Vista y ese fue el vínculo que nos mantuvo durante los años de la dictadura.
–Junto a la Universidad las revistas también jugaron un papel muy importante en aquellos años. Pienso, por ejemplo, en Los libros.
–En Los libros nunca publiqué nada. Yo era una chica del interior y la revista representaba el Olimpo bonaerense. Yo no llegué hasta ahí. Los que sí llegaron fueron los de la generación anterior: Nicolás Rosa, Beatriz Sarlo, Piglia… Mi maestra en Rosario fue Maria Teresa Gramuglio.
–A través de artículos y de su trabajo editorial usted dio a conocer en el campo literario español autores que aquí no se conocían o que solo circulaban a través de ediciones argentinas.
–Sí, pero fue producto del azar. Yo había comenzado a leer a Bajtín en el barco que nos trajo a Barcelona. Había comprado en Buenos Aires Problemas de la poética de Dostoievski, libro que leí durante los 17 días del viaje. En 1982 publiqué el primer artículo que se escribió en esta Península sobre Bajtín y lo hice en la Revista de Libros de Álvaro Delgado. Hice en parte lo mismo, aunque con otros temas, cuando escribía para La Vanguardia.
Tengo que decir que le debo mucho a tres personas: a Ernesto Ayala-Dip, que fue quien me presentó en la redacción de El Viejo Topo, donde comencé a colaborar con un artículo sobre la novela Daisy Miller de Henry James; a Ana Basualdo, extraordinaria cuentista que vive aquí, y a Robert Saladrigas, que era una persona respetuosa como pocas. Robert jamás me corrigió una sola línea, jamás me dijo que no podía escribir sobre algo; como director de un suplemento literario era modélico como también lo era, desde las páginas de cultura de La Vanguardia, Josep Ramoneda.
–Usted colaboró con Esther Tusquets en Lumen.
–Sí, en Lumen publiqué El espacio autobiográfico, hice la selección de los diarios de Virginia Woolf e hice miles de informes de lectura. El otro día estuve con la antigua editora, Carmen Giralt, y me comentó que todos los informes que se hicieron en aquellos años se quemaron cuando Lumen fue vendida a Random House.
–No me lo puedo creer.
–Es así, no queda nada: ni mis informes ni tampoco los informes de Antonio Vilanova, que fue el gran gestor de Lumen y un gran crítico.
–Lumen, junto a Tusquets y Anagrama, fue clave en la definición del campo literario de aquella primera década de la democracia.
–Lo fueron las editoriales y lo fueron sus lectores, de los que nunca se habla. ¿Quiénes eran los lectores de Herralde? Joaquim Jordá y Susana Litjmaer, la viuda de Massotta. Fue Susana quien puso a Piglia sobre la mesa de Herralde. Lo mismo pasaba con Barral, que siempre estuvo rodeado de lectores excepcionales. De Tusquets tengo menos información.
–En sus memorias, Esther Tusquest narra cómo fue dejar la universidad y entrar en el mundo editorial. Su viaje fue al inverso, del mundo editorial a la universidad.
–Yo entré en la universidad con 51 años gracias a Jordi Llovet, pero no era para mí un ambiente nuevo, puesto que mucha gente de la universidad me había invitado a dar charlas: recuerdo que Carme Riera me invitó para que diera una charla sobre Bajtín y que, el día del atentado de Hipercor, estaba dando una clase sobre Paradiso de Lezama Lima invitada por Luis Izquierdo, que fue mi director de tesis y que siempre, como también hizo Llovet, me abrió las puertas de la universidad.
Yo no sentí ningún rechazo, pero esto no quiere decir que no hubiera en la Universidad una enorme preocupación con la llegada de los argentinos. José Carlos Mainer, y esto está documentado por él mismo, en un congreso que se celebró hace cuatro años en la Autónoma declaró: “Cuando empezaron a llegar los argentinos, nos pusimos de acuerdo para que no entraran en la Universidad”.
–¿Veían peligrar sus sillas?
–Éramos una inmigración que no estaba prevista. Llegábamos, pero no para hacer de camareros. Éramos médicos, profesores, dentistas, psiquiatras… Por esto hubo tan pocos argentinos en la Universidad hasta ahora. Yo fui una anomalía gracias a Jordi Llovet.
–¿Expresión de esa endogamia de la que siempre se ha acusado a la universidad?
–Sí, claro. Durante muchos años, el hecho que en literatura hispanoamericana hubiera un profesor hispanoamericano era algo casi inimaginable; ahora, en la Universidad de Barcelona está Edgardo Dobry. En la Universidad de Valencia estaba Sonia Matalía, que murió muy tempranamente y en la UB también entró Gabriela Dalla Corte, una historiadora de América muy buena que, como Sonia, murió pronto. Todas nosotras éramos anomalías, yo entré gracias a Jordi y entré porque iba a ser profesora en Teoría de la Literatura. Mi tesis era una close reading de la expresión americana de José Lezama Lima, sin embargo, nunca hubiera podido entrar en Hispanoamericana.
–¿Entró porque en España no había hasta el momento una formación en Teoría Literaria que, sin embargo, si tenía usted en tanto que, en Argentina, como en Francia o Estados Unidos, era una disciplina asentada?
–En parte es esto. La poca presencia de la Teoría Literaria en las universidades españolas tenía que ver, por un lado, por el rechazo que había al psicoanálisis y por la herencia de la universidad franquista, muy autoritaria: es mucho más fácil pasar del tomismo al cognitivismo y al conductismo que al psicoanálisis, porque tienen esa ilusión de cientificidad: Yo estudio a los ratoncitos y esto es muy tranquilizante si luego aplico este estudio a una persona que quiere dejar de fumar y a la que le doy una serie de tareas.
Por otro lado, el otro motivo, al menos esta es mi hipótesis, es el siguiente: el área de teoría literaria y de literatura comparada solo existe en España. ¿Por qué? Porque ante la amenaza de que tenga que existir para ponerse a la page con las universidades de otros países, los departamentos de filología hispánica la encapsularon. Esto nos convierte en unos seres absolutamente felices pero, al mismo tiempo, permite que el resto siga igual: que se siga dando historia de la literatura española igual e historia de la literatura catalana igual.