El señor Shahnour Vaghinag Aznavourian, el auténtico nombre armenio de Charles Aznavour, ha traspasado la puerta del ánima mundi. Uno se lo imagina paseando por la Habana Vieja, flaneur de media tarde, silbando alguna de las miles de melodías que se le venían a la mente. Pues fue así, hace más o menos una década, cuando Aznavour grabó un disco en el estudio de Chucho Valdés, de donde entraba y salía para poder pasar por debajo de las arcadas desconchadas que glosó la letra de Alejo Carpentier. También cubrió, no se lo pierdan, alguna soiré de “triste tigre” en el Tropicana de Guillermo Cabrera Infante. Vio los viejos templos convertidos en lupanares, mientras alternaba paseos con estancias en el estudio de Chucho, hijo del compositor Ramón Bebo Valdés. Puede que entonces reprodujera Qui, un tema propio de 1963, recompuesto por Yuri Bonaventura al que respondió la tentación poética de Serrat, con Si la muerte pisa mi huerto. Es cosa de genios; ellos se entienden en un lenguaje sin palabras y nosotros nos deleitamos con sus notas.
Chucho, un músico que nació con el piano pegado a la piel, empezó a tocar a los tres años las canciones de Ignacio Villa, el Bola de Nieve, lo que no es ningún disparate, si se detienen ante una de las piezas lentas del llamado jazz afrocubano, un arte de malabares innatos. También lo era Aznavour, que aprendió de su padre, Mischa Aznavourian, un barítono que huyó junto su madre, la actriz Knar Baghdassarian, del genocidio armenio en 1915. Aquel jazz del malecón es como un son cubano que, a medio camino del mambo, se enrabieta de repente, a base de sostenidos y redobles, interpretados por Los Machucambos, instrumentistas de la tele del blanco y negro, teloneros del primer Aznavour y maestros del bolero movido. Al gran cantante, todo aquello de la música-fusión le parecía el cielo. Sus canciones desprendían siempre la nota inimitable, dulcemente inestable como las que dominan los cantantes de copla. “Su voz no era buena y tampoco era guapo”, se decía y se ha vuelto a decir esta semana; ¡vamos hombre!, también se dudó de Juanito Valderrama o de Manolo Caracol.
En su momento habanero (el que todos tenemos algún día), el autor de La boheme era ya embajador permanente de Armenia ante la ONU. Le habían levantado estatuas por media Francia y tenía un museo dedicado a su vida artística, en su país de origen. Hoy, en la despedida, la añoranza se apodera de la entraña de Paris. La capital francesa es una ciudad volcada en el recuerdo puntilloso como los músicos de septiembre, el saxofonista Ram Bowen (Paul Newman, en el cine) y Eddie Cook (Sidney Poiters), en Un día volveré (Paris Blues). “Se ha marchado el último chansonnier”, se dice (“como cuando nos dejó Gerorges Brasens”, comparación extemporánea). Pero Aznavour no se ha ido de vacío; se lleva la investidura de los mismísimos Prevért y Charles Trainer, con sus feuilles mortes, mil veces revendidas en los mercadillos, junto al Sena.
De una cosa podemos estar seguros: Aznavour fue coronado algún día con hojas de laurel, como lo hacían nuestros antepasados medievales con los maestros de juglaría. El presidente Macron lo había invitado, hace solo dos semanas, a la recepción ofrecida en el Palacio de Versalles al príncipe heredero de Japón. El primer ministro armenio, Nikol Pachinian, no halla consuelo: “calentó los corazones de cientos de millones de personas durante 80 años”. La voz de Aznavour (París, 1924) se apagó en la madrugada de este lunes en el sur de Francia a los 94 años, con templanza, como aquel que quiere y no quiere. Y con este bagaje: Más de 1.400 canciones grabadas, 800 de ellas compuestas por él mismo, casi 300 discos publicados, más de 100 millones de álbumes vendidos y salas de conciertos llenas para escucharle bien pasados los 90 años, además de una extensa carrera en el cine. Escribió y cantó en más de seis idiomas. La Asamblea Nacional al completo le ha rendido homenaje esta semana; desde el secretario general del PC francés, Pierre Laurent, hasta la líder de Frente Nacional, Marine Le Pen, pasando por el rigorista Jean-Luc Mélenchon.
Cuando lo de Chucho en la Habana, dijo que estaba a punto de retirarse y compuso J’abdiquerai (Abdicaré); pero no, los viejos nunca mueren y, diez años después, tenía previsto un bolo en Bruselas el próximo día 26 de este mes. Es bien seguro que su público de aquel día ya frustrado pensaba escuchar Venecia sin ti, La mamma, y Emmenez-moi , y además se daba por hecho, como tantas veces, que iban a pedirle los bises interminables de La bohème . “No me leen. Vienen a escuchar mis interpretaciones, pero no leen mis canciones”, se quejó a menudo. Todos tenemos el corazón partido y Aznavour especialmente, porque se consideraba a sí mismo como un cantante ágrafo, que sin embargo había escrito más de mil baladas. Hace ya muchos años escribió para la Piaf, la mismísima Edith Piaf, rarita ella y siempre en colère, tristemente enojada. En 1998, la cadena CNN lo declaró el “artista del entretenimiento del siglo”; en EEUU le llamaban el Frank Sinatra de Francia. Y él apechugó con estas rarezas pusilánimes y ñoñas del público y los medio norteamericanos. Qué remedio, si dependes del corazón mercantil de la música planetaria.
Participó como actor en más de ochenta películas. Lo intentó veces y veces, desde sus inicios artísticos, cuando vivía con su padres, dueños de un restaurante en Paris que, al trasluz de los testigos, tenía un aire Modiano en El bistró de la juventud perdida. Aznavour perteneció a un linaje de cómicos y cantantes callejeros. Cantó con Liza Minelli en el Palais des Congrès de Paris de 1991, justo el día que Alain Resnais rescató el momento para la banda sonora de su penúltima película Vous n’avez encore rien vu (2012). Supo ser actor, o lo fue desde el primer día. El público teatral francés aplaudió a rabiar La cage aux folles ( La jaula de las locas) con un Aznavour soberbio en el intrincado tema de la bisexualidad y el travestismo. Perteneció a la generación de impronta rancia llamada Salut le copains, en la que inventó esencias estéticas de dudoso gusto, junto a Johnny Hallyday . En el cine de acción nos acostumbramos a verlo de secundario y, sin embargo, sus cameos en la pantalla se parecieron más a los inesperados planos de Hitchcok, que a los de cualquier aspirante. Digamos que Aznavour hizo cientos de pruebas, pero más por afición y amistad con los directores que por necesidad.
Aunque saliera a hombros, Aznavour nunca conquistó el Olimpia de Paris, como Brassens, Raimón o Wolf Bierman, pero la educación sentimental está hacha de ráfagas multicolores. Y en las últimas horas, el mundo de la cultura en el sentido amplio, descontados los del morro retorcido, comparte las lágrimas de del músico y jugador de pocker de origen judío, Patrick Bruel, “Qué tristeza estar sin ti…”, secundado por la ministra del ramo, Françoise Nyssen: “Aznavour cantó el amor, el tiempo que pasa.. ”. Y con la veterana Brigitte Bardot, antigua novia de Gilbert Bécaud; ( el copain de Et maintenent, aquella canción mantra) cerrando el penúltimo círculo íntimo: “Aznavour ha sido Francia”.