La historia oficial la escriben los historiadores; la real, los seres anónimos. Unamuno acuñó el concepto de la intrahistoria para referirse a la existencia pedestre que sirve de decorado a los episodios categóricos de una época. Una corriente de la investigación histórica moderna denomina vida cotidiana a los hechos sociales que, por debajo de la historia con mayúsculas, desvelan los valores y muestran las costumbres de un tiempo y un lugar. Todas cuentan básicamente lo mismo: hechos. Pero lo hacen de forma diferente. La literatura, en cuanto ejercicio de ficción, no está sujeta a la verdad. De hecho, miente constantemente para relatar otra certeza: la verdad subjetiva.
Esto es precisamente lo que hace en su última novela –El rey recibe (Seix Barral)– Eduardo Mendoza, autor de larga tradición, presente en los manuales de literatura del antiguo bachillerato desde su estreno con La verdad sobre el caso Savolta, e indiscutible maestro de nuestras letras –Premio Cervantes incluido– desde que dio a la imprenta La ciudad de los prodigios. El escritor barcelonés, residente en Inglaterra, hombre pausado, sencillo y, al mismo tiempo, un ciudadano del mundo, inicia con esta obra una trilogía –que bien puede convertirse en tetralogía– a la manera de Baroja, bautizada provisionalmente con el nombre de Las tres leyes del movimiento. En ella ha decidido narrar, a través de la voz de un personaje de ficción –Rufo Batalla–, los cambios de mentalidad de las sociedades occidentales desde los años sesenta hasta nuestros días, representados en espacios urbanos tan transformados como Barcelona y Nueva York.
En realidad, el nuevo proyecto literario de Mendoza, que en esta primera entrega llega hasta bien entrados los años setenta, no es tanto una crónica sobre el tiempo que se ha ido sino un cuento –a ratos cómico, en ocasiones devastador– sobre la incertidumbre que acompaña a la vida, algo así como esa sensación de vivir por accidente de la que sólo somos conscientes a partir de cierta edad. El escritor ha explicado que, alérgico a escribir una memorias formales, prefirió novelar determinados pasajes de su vida, trastocándolos. El rey recibe, sin embargo, no es una novela autobiográfica: el protagonista, que es también el narrador del cuento, tiene un nombre inverosímil –que no concuerda con el del autor– y tampoco mantiene fidelidad alguna al pacto autobiográfico que enunciara Lejeune al respecto del género.
Estamos, pues, ante una suerte de autoficción, término tan manoseado –y tan bien estudiado por investigadores como Manuel Alberca o Ana Casas– que en muchos casos termina por no significar nada más –y nada menos– que una de las múltiples formas contemporáneas de contar un viejo cuento. Mendoza fabula, pero también enuncia con sinceridad su verdad, que es la experiencia compartida de vivir sin reparar en que las cosas que realmente cambian el mundo son invisibles a la mirada de quien las experimenta en primera persona, de la misma manera que los hechos solemnes que jalonan una existencia dicen poco –o únicamente una parte– de lo que somos.
Los individuos, nos guste o nos desagrade, estamos encadenados a nuestro tiempo. Vivimos atados a dos fechas del calendario (nuestro nacimiento y el inevitable deceso). Entre ambas, lo que queda atrapado en el paréntesis, es nuestra vida, que se desarrolla como un espectáculo en sesión continua. La historia de Rufo Batalla, un aspirante a escritor que, fiel a la tradición, se hace periodista por eliminación y falta de talento, permite conectar episodios dispersos –en España, en Europa, en América– que muestran el cambio de mentalidad de la humanidad en este quicio exacto del tiempo.
El narrador no es un historiador, sino alguien implicado en los hechos, aunque –como todos los mortales– no sea capaz de percibirlos en toda su trascendencia. Entre otras cosas, porque la vida auténtica es tan inverosímil como algunos de los episodios que se cuentan en esta novela, guiada por un inequívoco aire cervantino que actualiza los principales atributos de nuestro escritor mayor: la humanidad y la ironía. Mendoza hace suya también la máxima del chileno Nicanor Parra –“la verdadera seriedad es cómica”– y cuando sitúa a su protagonista en trances burlescos lo que hace en realidad es retratar –con la elegancia que le caracteriza– lo tontos que somos –todos– precisamente cuando más inteligentes nos soñamos.
El rey recibe tiene, igual que El Quijote, generosas dosis de parodia a la manera de Mendoza: humor inteligente, bastante absurdo cotidiano y una sabiduría más bien parda. Pero, al mismo tiempo, se trata de una narración completamente seria sobre lo que fuimos, evocada con una distancia que tiene algo de melancolía sobria. Mendoza, probablemente el escritor más británico de cuantos han nacido en Barcelona, tiene el detalle de evitarnos el castigo del costumbrismo –darnos da la brasa con sus vivencias de adolescencia y juventud– y utilizar sus experiencias como material de ensayo para ser deformado a voluntad, lo que supone un acto de generosidad hacia sus lectores, a los que nos suministra una gavilla de sensaciones con el único objeto –cosa siempre loable en literatura– de que lo pasemos bien.
Su Rufo Batalla es un antihéroe clásico, un ser sin excesivos atributos nobles cuyas aspiraciones –siempre modestas– no consigue ver realizadas nunca. Sin embargo, esta falta de cualidades, propias de un tiempo en el que la vulgaridad es la nota predominante de la condición humana, es la cualidad que le permite contemplar cómo la vida se sucede, exactamente igual que en un teatro donde cada uno de los caracteres sociales representan su correspondiente farsa, bien sea en el orden político, social o artístico.
El narrador forma parte de este cuadro sociológico que comienza en Barcelona y se extiende, tras un divertidísimo episodio de Mallorca, situado en el hotel Formentor, a Estados Unidos. Es su presencia la que vincula espacios y episodios prosaicos. Y es su voz –la clave que sostiene toda la narración– donde percibimos, a través de las digresiones, distribuidas mediante interludios en distintos idiomas, sacados de frases de otras obras artísticas, que Mendoza es uno de los escasos escritores españoles capaces de hacer una literatura tan inteligente como para reírse –igual que Cervantes– de la propia literatura, siendo fiel al espíritu goliardesco de la literatura medieval y extraordinariamente moderno, al crear un narrador irónico cuya mayor virtud no es tener gracia, sino haber descubierto (a través de un viaje lleno de accidentes) que la vida tiene tanto de chiste como de decepción.