“En los últimos catorce años en los que vosotros, queridos estudiantes, habéis tenido que soportar en silencio el oprobio y la humillación de la República de Weimar, las bibliotecas se han llenado con los libros mugrientos e inmundos de los literatos de asfalto”. Estas palabras son parte de la arenga que el doctor en filología Joseph Goebbels dirigía a los jóvenes que quemaban libros el 10 de mayo de 1933 en la plaza de la Ópera de Berlín. Los literatos del asfalto –Heinrich Mann, Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Jospeh Roth, Kurt Tucholsky, Elsa Lasker-Schüler, entre muchos otros– eran los que habían escrito durante los años de la República de Weimar, una época canalla, económicamente convulsa y artísticamente efervescente cuyo final se celebraba con piras de libros en veintidós ciudades universitarias alemanas, pocos meses después de la llegada de Hitler al poder.
Lo cuenta Francisco Uzcanga Meinecke en su excelente ensayo El café sobre el volcán (Libros del K.O., 2018), una crónica detallada, rigurosa y amenamente narrada del Berlín de entreguerras, la mejor monografía que se ha escrito en español sobre esa época mitificada –ha sido incluso objeto de una reciente serie de televisión, Babylon Berlin, sobre la que lo ignoro todo– a la que volvemos una y otra vez en busca de respuestas para tratar de entender lo que vino después, el exterminio que anunciaba alegremente el doctor Goebbels, ese pésimo escritor que acabó siendo ministro de Propaganda de Hitler. Cuánto horror ha generado la mediocridad intelectual.
El Romanisches Café / DANIEL ROSELL
El café al que hace referencia Uzcanga, profesor en la Universidad de Ulm y responsable también de una estupenda antología de clásicos del periodismo alemán titulada La eternidad y un día (Acantilado, 2016), es el Romanisches, un local que se encontraba al final de la avenida Kurfürstendamm –la Ku’Damm, coloquialmente–, muy cerca de la Iglesia de la Memoria, cuya torre en ruinas agrieta el cielo de la ciudad y recuerda tanto los estragos de la guerra como la vida que había tenido aquel barrio del Berlín Oeste. Fue al lado de la Iglesia de la Memoria, por cierto, donde tuvieron lugar los atentados islamistas del 2016.
En las mesas del Romanisches Café se cruzaron novelistas, poetas, pintores, cineastas, periodistas y músicos, toda la bohemia de Weimar, sin duda uno de los últimos relámpagos de la inteligencia europea. Con habilidad dramática, Uzcanga nos va presentando a todos los personajes y sus circunstancias. El pintor Otto Dix conoce a su modelo, la joven alcohólica y drogadicta Anita Berber.
Bertold Brecht empieza a dominar la escena berlinesa con sus primeras obras teatrales, rodeado de colaboradoras y amantes. La poeta Else Lasker-Schüller oficia como maestra de jóvenes escritoras y periodistas (“esto lo podría haber escritor Goethe”, les decía cuando algo le parecía mediocre). La escultora y dibujante expresionista Käthe Kollwitz (cuya pietà, inspirada por la muerte de su hijo Peter en la primera guerra mundial, puede verse, abierta a la intemperie por un óculo cenital, en el edificio de la Neue Wache de Schinkel) defiende el derecho de las mujeres al aborto.
El escritor alemán Bertold Brecht.
Josep Pla, corresponsal de La Veu de Catalunya y del Ahora, conoce allí a su novia judía, Aly Herscovitz, que acabará en Auschwitz. Un joven Billy Wilder, llegado de Austria, se dedica al periodismo y empieza a escribir guiones. En las páginas de la revista Die Weltbühne –en la que colaboran todos los literatos del asfalto–, Kurt Tucholsky denuncia, con impresionante valentía visionaria, las mentiras de su época y la responsabilidad de la prensa en el desastre que se avecina: “¿Habéis mostrado alguna vez toda la verdad, aunque sólo fuera una única vez, la verdad desnuda, repulsiva y sangrienta? Noticias es lo que quieren los periódicos, noticias es lo que quieren todos ellos. La verdad no la quiere ninguno”.
Al mismo tiempo, Uzcanga relata el avance lento, sostenido y estratégico del nazismo, nacido al calor de la terrible inflación y la debilidad política de los demás partidos, de la inestabilidad institucional. “El poder se gana primero en la calle” era una de las consignas de Goebbels, que fue organizando la resistencia popular contra la heterodoxia y la libertad de juicio propias de tantos clientes del Romanisches. En 1930, consiguió sabotear una conferencia de Thomas Mann, a quien se le acababa de conceder el Nobel, en la sala Beethoven de la Academia de las Artes de Berlín.
Cada vez que Mann se refería críticamente al nacionalsocialismo, unos veinte miembros de las SA infiltrados por Goebbels pataleaban y silbaban. Al final, consiguieron reventar la conferencia y Mann tuvo que irse por la puerta de atrás escoltado por el director de orquesta Bruno Walter. En otra ocasión, los lacayos de Goebbels interrumpieron la proyección de la película Sin novedad en el frente por su pacifismo. Y así hasta que lograron hacerse con todo el espacio público y dominar las conciencias de millones de ciudadanos.
Muchos de los protagonistas de este libro acabaron muertos, suicidados o asesinados. Los más afortunados sobrevivieron en el exilio. Walter Benjamin decidió que debía marcharse de Alemania el día en que se dio cuenta de que en la calle la gente ya solo miraba los abrigos de los demás, para comprobar si llevaban el distintivo político adecuado. Sus últimos años, antes de su suicidio en Port Bou, fueron penosos y siguen siendo una vergüenza. Lo cuenta Vicente Valero en un libro complementario al de Uzcanga e igualmente excelente: Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza (Periférica, 2017). Desde la cárcel, el teólogo Dietrich Bonfoeffer escribía que uno puede todavía combatir al mal, pero que la estupidez no atiende a razones y que es incluso peligroso tratar de persuadirla y negociar con ella. Bonhoeffer acabó siendo ejecutado por los nazis.
Walter Benjamin trabajando en una biblioteca.
Paseando por Berlín, uno siempre acaba reflexionando sobre lo mismo. Cómo pudo ser que tanta estupidez terminara por imponerse y provocar tanto horror. A cada paso hay recuerdos de deportaciones y masacres. “Su muerte es la verdad de nuestra vida”, como escribió Horkheimer. Al mismo tiempo Berlín es hoy una ciudad llena de vida e inquietud, una ciudad maravillosa para ser joven –y para empezar a dejar de serlo–, dueña de una libertad y una alegría que parece mantener viva la leyenda de Weimar, cuando era considerada la Sodoma de Alemania.
La música que los nazis consideraron “degenerada” suena en sus salas magistralmente interpretada. Daniel Barenboim, por ejemplo, ofreció el sábado pasado en el auditorio de la Filarmónica una interpretación perfecta y euforizante de La consagración de la primavera de Stravinsky, al frente de la orquesta de la Staatsoper, de la que es titular y que ha convertido en una de las mejores del mundo. Uno diría que la ciudad se ha recuperado de todos sus traumas, de sus divisiones y heridas, pero quizá esa alegría –los amaneceres en bares todavía llenos de humo, inmunes a la asepsia estadounidense– vuelva a ser una danza sobre el volcán.
Como sabemos, la ultraderecha –es decir, el nacionalismo– ha ganado mucho terreno en Alemania y en toda Europa, comportándose de la misma previsible manera que hace cien años. La voz de Goebbels se vuelve a oír, aquí y allá. Con esa estupidez no hay nada que dialogar. La inteligencia –la capacidad crítica, la complejidad, el periodismo arriesgado, el arte que busca y expone la verdad– sólo puede perseverar, hasta el último aliento, a despecho de la propaganda. La idea del bien está íntimamente asociada a la del coraje. Ese es el legado del Romanisches Café.