Cena de entrega de un premio literario. La mayoría de asistentes son hombres de empresa, políticos, banqueros, periodistas; también unos cuantos escritores de diferentes generaciones, entre ellos varios veteranos. Uno de ellos es el poeta Joaquín Caro Romero, premio Adonais 1965. Junto a él se sienta el director de una revista de poesía que por enésima vez le pide una colaboración. Es providencial la falta de conectividad, digamos así, del poeta mayor. No tiene perfil en ninguna red social, por supuesto, pero ni siquiera se ha abierto jamás una cuenta de correo electrónico. Por no atender, no atiende ni al teléfono. Que se le escriba a la Academia, dice, aunque en esta ocasión comenta que su hija sí usa ese invento del milenio pasado, el e-mail, y anota el de su interlocutor para que ella se ponga en contacto con él. Llega a preguntar cómo se pone el símbolo de la arroba, y en vez de escribir ese carácter se extiende en consignar una por una las seis letras de su nombre: a-r-r-o-b-a. Cuando termina, traen los postres.
El poeta no integrado (por usar la terminología de Umberto Eco) pertenece a un mundo en vías de extinción en el que el trato personal se regía por reglas bien distintas de las que imperan hoy. Conoció a Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y Dámaso Alonso, y mantuvo relación epistolar con ellos. Mediante cartas en papel, claro, con su franqueo. ¿Cómo se relacionan hoy los autores con las tecnologías de la comunicación? ¿Quiénes y por qué usan, o no, Facebook, Instagram, Twitter? La casuística es amplia, y muchas las razones para una cosa u otra.
El semiólogo y escritor Umberto Eco
Marina Perezagua, premio Sor Juana Inés de la Cruz, tuvo cuenta de Facebook, que canceló, y mantiene una sin actualizar en Twitter, aunque sí comparte muchas fotografías en Instagram. Parece este un buen ámbito para quien quiera mantener algún contacto con sus seguidores y distraerse de vez en cuando poniendo un recuerdo de un viaje, una presentación, la complicidad con una mascota. Como Perezagua, el poeta mexicano afincado en España Jorge Díaz-Valdés solo emplea Instagram, y de una manera concreta: colgando imágenes de fachadas, puertas, edificios de los lugares que visita y que van ya formando una notable colección. Sara Mesa, la autora de Cicatriz, echó el cerrojazo a Facebook, y no asoma a ninguna de las redes. Gana con ello tiempo para sus cuentos y novelas una vez terminada la jornada laboral en un organismo público. A Juan Bonilla, el autor de Nadie conoce a nadie, no se le conoce cuenta alguna, y a lo más que llega es a emplear Whatsapp.
Es frecuente que los autores más profesionalizados mantengan una actividad frenética cuando sacan una novedad y después, pasado un tiempo, vuelvan a bajar el periscopio hasta otra vez publicar algo. Es la única manera de conseguir cierta concentración. De hecho, el tiempo que roban las redes es uno de los motivos que más aducen quienes se retiran de ellas, a veces de manera tan súbita como sorprendente, como fue el caso del crítico Fran G. Matute, quien de la noche a la mañana declaró que abandonaba Facebook, donde había sido tan activo, para concentrarse en Twitter.
Horas después de anunciar su decisión, iba más allá y compartía desde su cuenta del pajarito: “Hoy he comenzado un proceso de “analogización” que, por sus bondades terapéuticas, recomiendo a todo el mundo: quitarse de Facebook, quitarse de Twitter, salir a la calle sin el móvil (salvo extrema necesidad).” La primera y la última de las recomendaciones las marcaba con un tic, ya realizadas; una x o aspa indicaba que aún estaba por hacer lo relativo a la red desde la que emitía el mensaje. Con humor añadía: “En breve me veo recuperando mi walkman”.
Imagen corporativa de Twitter en la bolsa de Nueva York
Unos días antes, Sergio del Molino lanzaba una especie de ataque preventivo de la URSS, tomando la delantera: “Lo digo aquí porque me parecía mal decirlo en otro sitio: estoy hasta el smartphone de apocalípticos tecnófobos. La adicción a internet o no sé qué, dicen. Uuuuuuuh, qué miedo”. “¿No se dan cuenta”, se preguntaba a continuación, “de que es el mismo terror supersticioso de siempre, repetido con cada tecnología? Que somos adictos al móvil y no podemos vivir sin él, dicen. Pues fíjate tú qué problema. ¿Por qué nadie habla de la adicción a otras tecnologías? A la electricidad, por ejemplo. O al agua caliente en casa. Es terrible cómo nos hemos vuelto dependientes de los frigoríficos, ya no sabemos vivir sin frío industrial, no como nuestros abuelos. Y a la ropa. Hay que ver cómo nos hemos distanciado de la naturaleza de ir desnudos. Por no hablar de la adicción a los cubiertos y a los platos: ni un triste bisonte a mordiscos nos podemos zampar ya.” Aquí podría hablarse de la incontinencia de algunos, como se le acusa a Sergio del Molino, que desarrolla gran actividad en Facebook y Twitter con una cifra de 12.237 seguidores.
Por las mismas fechas, Jorge Carrión escribía en su cuenta de la red de Zuckerberg: “En los últimos meses he leído varias despedidas de Facebook, pero ninguna que señalara un camino alternativo. O, al menos, una declaración de intenciones: fundar una tertulia en un café, organizar paseos conversacionales por la ciudad, enviar ahora largas cartas por e-mail, recuperar el viejo hábito del blog, quedar más con los amigos para hablar en persona...” Y proseguía: “Tal vez esa ausencia de proyecto se corresponda con que el propio muro de Facebook de esa persona tampoco lo tenía. Es importante saber por qué está uno o no en una determinada red social, cuál es su posicionamiento, cuál es su estrategia, su ética, sus límites, sus placeres. […] Igual que escogemos un barrio donde vivir, un colegio para nuestros niños, un tipo de supermercado o de tienda, un lugar de vacaciones, según qué lecturas, según qué bares o películas o puestos de trabajo, también hay que tomar elecciones virtuales.”.
Tiene razón Carrión en lo del bar. Cada red social es como un bar de nuestra preferencia. Hay quienes van a todos, sin remilgos. También, quienes tienen uno de cabecera y en cuya barra se sienten mejor, incluyendo la decoración del local, sus usos y la calidad de los parroquianos. En el fondo, las bebidas son las mismas en todos lados: vanidad, deseo de estar comunicado, información, chismorreos. Cambian las tapas, sus recetas, la elaboración y el género. También los ritmos propios, y las necesidades de poner la vista en un objetivo que demasiadas horas de pantalla alejan y hacen borroso. De ahí las deserciones temporales o definitivas.
El novelista norteamericano Stephen King
El escritor mexicano Antonio Ortuño, ganador del Premio Ribera del Duero que publica Páginas de Espuma, también anunciaba hace poco desde su cuenta de Facebook que haría menos uso de ella en lo sucesivo, pues acaba de comenzar una residencia de escritura en Berlín. “Andaré menos por estos lares virtuales (y eso espero, porque hay mucho por ver y conocer allá)”, escribía. Ciertamente, ha ido poniendo menos posts, casi todos ahora fotos de sus perros, reservándose el ingenio que derrochaba y que tantos seguidores tenía para el proyecto creativo que tiene entre manos en la capital de Alemania.
Uno de los escritores más populares de Irlanda, Roddy Doyle, mantiene desde hace años un género propio que bajo el título Two Pints reúne charlas de pub de dos dublineses típicos que por el acento tan bien transcrito deben de ser de uno de los barrios del norte de Dublín que tan bien reflejó en su novela (luego película) The Commitments. Son tan buenos esos diálogos, tan agudo su humor hipersurrealista, que han ido a formar parte de un libro, como otros, aquí, de Manuel Vilas integraron el desopilante Listen to me, en el que el autor de Ordesa hablaba con Dios.
El escritor Arturo Pérez Reverte
Hay escritores que son, además, periodistas o colaboran con asiduidad en medios de comunicación, y suelen tener numerosos seguidores en Twitter. Espigados un poco al azar, el mexicano Juan Villoro tiene 346.182, pero siendo muy alta la cifra no es nada comparada con la de Arturo Pérez-Reverte, que alcanza los 1.975.459. Por cierto, que este tiene (últimamente sin uso) un perfil con su nombre que más que falso es paródico. A Vargas Llosa también le han salido cuentas falsas
Muchos escritores de éxito, también por el hecho de que ya alcanzan una edad que significa además una obra extensa y con reconocimientos, no tienen Facebook ni Twitter, aunque sí perfiles no oficiales llevados por fans o personas cercanas. Así, Javier Marías tiene un twitter que alguien alimenta con su blog, que también será puesto al día por esa persona en la sombra, porque el autor de Todas las almas es de quienes siguen tecleando en una máquina de escribir, como lo han hecho tantos, entre los cuales se puede mencionar, tantas veces retratado ante ella, Francisco Umbral.
En Canadá y EEUU, Margaret Atwood tiene en Twitter 1.953.375 seguidores, y Neil Gailman 2.730.687. La cifra más terrorífica, como su literatura, es la de Stephen King, con 4.843.928. Pero hay que volver a la metrópoli para encontrar una cifra muy superior, la de la británica J. K. Rowling: 14.476.020. Paulo Coelho ostenta el récord con 15.641.275, más que la población de tres o cuatro regiones españolas, como Cataluña, el País Vasco y Galicia juntas. Como es habitual cuando hay éxito, el brasileño tiene cuentas fake. Con cifras más modestas, Salman Rushdie ha vuelto a publicar a finales de junio tras una larga ausencia de casi dos años para anunciar que su novela Hijos de la medianoche será una serie de Netflix.
Las redes son una buena herramienta de mercadotecnia, pero hay informes del sector que quitan importancia a los resultados contantes y sonantes que puedan tener. Está por otra parte el inconveniente de lidiar con pelmazos y malintencionados, y de estar al albur de que una opinión cause un revuelo peligroso, como analizó Juan Soto Ivars en Arden las redes, donde se ocupó de los linchamientos digitales. En el acto II, escena 3 de Otelo, Yago dice a Casio: “La reputación es un abuso frívolo y muy falso; a menudo se obtiene sin mérito, y se pierde sin merecerlo.” Sergi Bellver anotaba también hace poco: “Por supuesto que me "autocensuro" en las redes sociales, y cada día más, pero no por miedo a que alguien se ofenda, me aleccione con su pureza moral, se dé por aludido o me monte un pollo, sino simple y llanamente para que me dejen en paz.”