“En el pasado, el derecho internacional ha afirmado en cierta medida que hay un límite a la omnipotencia del Estado y que el ser humano individual, la unidad última de toda ley, no pierde el derecho a la protección de la Humanidad cuando el Estado pisotea sus derechos de un modo que ultraja la conciencia del género humano”. Aunque fue Sir Hartley Shawcross, fiscal jefe del Reino Unido durante los juicios de Nuremberg, quien pronunció estas palabras en su alegato contra los responsables nazis de las atrocidades que antes había ido enumerando, el artífice de la nueva idea según la cual quienes ayudaban al Estado a cometer un crimen contra la humanidad no podían eludir su responsabilidad era Hersch Lauterpacht, un catedrático de Derecho Internacional nacido en Polonia y exiliado en Cambridge, buena parte de cuya familia había sido exterminada.
Lauterpacht es uno de los protagonistas de Calle Este-Oeste, de Philippe Sands (Anagrama, 2017), un abogado y profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres que ha llevado a cabo una investigación exhaustiva en torno a la concepción del delito de crímenes contra la humanidad y también del de genocidio, acuñado por otro jurista polaco, Rafael Lemkin, que también quiso influir denodadamente en Nuremberg y en la configuración del derecho internacional.
Hasta cierto punto, Lauterpacht y Lemkin, judíos ambos, defendieron visiones opuestas de cómo enjuiciar el exterminio masivo. Para Lauterpacht, la unidad última del derecho era siempre el individuo, fuera cual fuera su procedencia, fe o raza, mientras que para Lemkin prevalecía la pertenencia a un grupo, de ahí su insistencia casi paranoica en introducir el concepto de genocidio en el vocabulario penal de los tribunales internacionales, cosa que finalmente consiguió, menoscabando, como temía Lauterpacht, el delito de lesa humanidad, que ha terminado por verse como un mal menor frente a la espectacularidad del genocidio, algo que ha podido comprobar el propio Sands en su labor como abogado en la Corte Penal Internacional de La Haya, donde ha intervenido en los casos de Pinochet, la guerra de Yugoslavia o del genocidio de Ruanda.
No es sólo un interés profesional lo que llevó a Sands a escribir este libro, sino también un poderoso deseo de desvelar algunos secretos de su familia y las incógnitas tras las que se escondían las razones de la supervivencia, por ejemplo, de su propia madre, que siendo niña fue traslada de Viena a París, salvándose así de las cámaras de gas. Durante el curso de su investigación, Sands se dio cuenta de que la ciudad de Lviv –donde está la calle que da título a su libro– era el lugar que unía las vidas de su abuelo Leon Buchholz, padre de su madre, con las de Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin, tres individuos judíos cuyas familias fueron víctimas de la Shoá.
Los jefes del régimen nazi durante una sesión de los juicios de Nürnberg.
Hasta la ocupación nazi, Lviv fue un crisol de culturas, mitologías, religiones y lenguas –con influencias polacas, ucranianas, austríacas–, una ciudad intelectualmente muy viva donde Lauterpacht y Lemkin empezaron a estudiar los fundamentos del derecho que luego utilizarían en la justicia internacional para defender los principios universales que habían sido violados en su patria. Tanto Lauterpacht como Lemkin tuvieron por cierto como profesor a Maurycy Allerhand que, como todos los judíos de Lviv, fue internado en el campo de concentración de Janowska.
Allí, en 1942, al ver cómo un alemán estaba matando a un judío, Allerhand se le acercó y le preguntó: “¿Es que no tiene usted alma?”. El nazi se sacó la pistola y lo mató de un tiro. Lauterpacht, ya en Viena, tuvo también como profesor a Hans Kelsen, el filósofo del derecho que había ayudado a redactar la revolucionaria constitución de Austria, la primera con un tribunal constitucional que debía velar por los derechos inalienables de los ciudadanos, por encima de la omnipotencia del Estado.
Tanto Lauterpacht como Lemkin y Leon Buchholz pudieron exiliarse (Lauterpacht en Inglaterra, Lemkin en Estados Unidos y Leon en Francia) y escapar del control totalitario de Hitler, que en Polonia nombró gobernador a Hans Frank, otro de los protagonistas del libro y contrafigura de Lemkin y Lauterpacht. Frank era el abogado personal de Hitler y siendo uno de los juristas más destacados del nacionalsocialismo puso sus conocimientos al servicio del Führer y actuó contra individuos y grupos motivado por una ideología que anteponía el culto a la comunidad nacional a todo lo demás. Frank fue quien ayudó a Hitler, en su campaña para hacerse con el poder, a crear la ilusión de que él sólo acabaría gobernando por medios legales. Fue el responsable del exterminio perpetrado en Polonia y que acabó por tanto con la vida de los padres de Lauterpacht, Lemkin y del abuelo de Sands.
Antes de escribir el libro, Sands realizó un documental titulado What Our Fathers Did: A Nazi Legacy (Lo que hicieron nuestros padres: un legado nazi, 2015), en el que conversa con Niklas Frank, hijo de Hans, y también con Horst von Wächter, hijo de Otto von Wächter, el gobernador de Galitzia (una región que ocupaba partes de Polonia y Ucrania) a las órdenes de Frank. Parte del material de la película se incorporó luego al libro. Niklas y Horst representan dos maneras opuestas y radicales de enfrentarse al pasado.
Portada de East, West Street.
Mientras que Niklas execra a su padre hasta el punto de llevar siempre encima una foto de su cadáver, tomada justo después de que le ahorcaran tras ser condenado en Nuremberg por crímenes contra la humanidad, Horst, un hombre con pocas luces y emocionalmente disfuncional que vive arruinado en un castillo, no deja de defender, pese a las incuestionables evidencias en contra de ello, que su padre fue un hombre decente que se vio atrapado en la burocracia del Tercer Reich. Otto Wächter, que también era abogado, murió en el Vaticano en 1949, protegido por un obispo austríaco.
Aunque Philippe Sands no es un escritor profesional, su libro rebasa con mucho los límites del documental que lo inspiró y demuestra hasta qué punto la prosa sigue siendo un instrumento de exploración y de precisión mucho más eficaz que el cine. Con un estilo frío y sin concesiones, Sands construye un relato tenso y riguroso, de lectura compulsiva, en el que la inicial curiosidad periodística acaba transformándose en una indagación moral de primer orden en la que resuenan las grandes preguntas.
Es admirable cómo siempre controla el pulso, sin perder la paciencia, por ejemplo, ante la ceguera del hijo de Wächter. Tampoco la emoción le vence cuando, poco a poco, va descubriendo detalles de la vida de sus abuelos, sobre todo de cómo su madre fue salvada cuando tenía sólo un año de la Austria anexionada por una mujer, Elsie Tilney, de la que nada se sabía hasta que Sands empezó a preguntar y que resultó ser una ferviente cristiana que ayudaba a judíos por motivos humanitarios y teológicos.
La irrupción angélica de la señorita Tilney en la vida de la madre y los abuelos del autor supone la aparición de algo que escapa al poder del derecho y a su capacidad de definición y que es la naturaleza inaprensible del bien, un misterio que actúa como una forma de gracia y que es reconocido de inmediato por algunos cuando se produce. En el otro extremo, los jueces y los fiscales de Nuremberg, asesorados por Lauterpacht y Lemkin, no consiguieron alterar la conciencia de los jerarcas nazis. Hay una escena espeluznante al respecto. Durante el juicio, se proyectaron películas con los montones de cadáveres de los campos de exterminio ante las que los responsables del horror ni siquiera se inmutaron. En cambio, en cuanto aparecieron imágenes de los discursos de Hitler, todos los acusados se echaron a llorar.
Philippe Sands.
Niklas Frank, que odia a su padre sin descanso, sólo se permite al final un pequeño atisbo de comprensión. Es cuando le cuenta a Sands cómo Frank, antes de ser ahorcado, recibió al sacerdote de rodillas en la celda y le contó que de niño su madre le hacía la señal de la cruz cada mañana antes de ir a la escuela. Le pidió entonces al cura que le hiciera lo mismo. Niklas reflexiona y dice que quizá es el único momento de su vida en que su padre se arrepintió y quiso volver a ser un niño inocente que no había cometido ninguno de aquellos crímenes.
La grandeza de este libro estriba en la capacidad de Philppe Sands para escuchar, más allá de sus convicciones profesionales y del historial de su familia, dejando que esa Humanidad que comete crímenes contra sí misma, los tipifica en los códigos penales, se protege contra ellos en las constituciones y se arriesga moralmente para evitarlos, aparezca con toda su complejidad, su espanto y su maravilla, obligándonos a tomar conciencia de los peligros que nos rodean en las sociedades del siglo XXI.
En las últimas páginas, Sands, más cercano a las tesis de Lauterpacht, termina por comprender –que no significa aceptar– la obsesión de Lemkin por proteger a los grupos durante un paseo por un bosque donde yacen los restos de las familias de uno y otro jurista, asesinados porque pertenecían a un grupo equivocado y porque se habían vulnerado sus derechos individuales. Hace apenas setenta años de ello y el mes de junio pasado, Matteo Salvini, el ministro de interior italiano, proponía hacer un censo de gitanos en su país.