Vicente Molina Foix fue uno de los nueve Novísimos, los integrantes de aquella antología de Castellet que enseguida llegó a los manuales de literatura. Además de poeta, Molina Foix es narrador. Su última novela, publicada por Anagrama, conecta con sus anteriores “novelas documentales”: El abrecartas y, coescrita con Luis Cremades, El invitado amargo. Hablamos sobre El joven sin alma en una terraza, mientras cenamos. Salen los nombres de Terenci Moix, su hermana Anna, Guillermo Carnero, Pedro (ahora Pere) Gimferrer, de Leopoldo María Panero...
–El joven sin alma lleva el subtítulo de Una novela romántica. ¿Por qué esa matización?
–Hay algo irónico en que un libro diga que el alma y el romanticismo están unidos, ¿no? Uno de los libros que de joven más me impactó --de Albert Béguin, el teórico francés próximo a los surrealistas-- se llamaba El alma romántica y el sueño. Mi libro, aparte de hacer un pequeño juego paradójico, es una novela romántica en la cual el romanticismo de los personajes intenta cambiar el mundo, romper barreras, saltar muros, conquistar territorios. Eso es lo que cuenta la historia a través del Grupo de los Seis. Yo diría que es un grupo protorromántico.
–¿Qué hay de fabulación en el libro?
–No son unas memorias. Soy gran aficionado al género, pero no he escrito ningunas, aunque no descarto hacerlo. Este es un libro en el cual, a partir de la memoria que yo tengo de mí mismo, y de un grupo de gente con la que me he cruzado en la vida, he hecho un dispositivo narrativo con todas las libertades de la novela. Es decir: la intriga, la creación de personajes, contar la vida de un grupo y hacerlo con las libertades del fabulador. No hago ni memoria, ni biografía ni un estudio de esos personajes, algunos de los cuales son conocidos. Me permito la fabulación mezclando sucesos reales, algunos versos y fragmentos de cartas que en efecto se escribieron y que las escribieron otros, de manera que el lector no es necesario que sepa cuándo es verdad y cuándo es mentira lo que se cuenta en la novela. Es un libro en el que la fabulación supera a lo sucedido y presenta que lo que parece más inverosímil es lo que pasó, y lo contrario: las cosas más fabulosas están inventadas por el autor.
–¿Cómo era aquel joven [con respecto] al Vicente Molina Foix real?
–Por suerte o desgracia no he podido revisar las cartas que ese joven sin alma escribió en el momento en que se cuenta la historia, sobre todo en su relación con Ramón Moix, que es una relación amorosa, y que surge como una relación de admiración hacia un escritor de cine −entonces él no había publicado ninguna novela− en Film Ideal, muy admirado, aunque menos admirado que el otro, por eso el críptico juego de “El Crítico 1º” y “El Crítico 2º”… Tengo el recuerdo de Vicente, pero no tengo la capacidad de reconstruirle a él, y por tanto me lo he inventado. Con la ventaja de saber que he vivido junto a él, y esa es una de las razones del desdoblamiento del personaje. Yo soy los dos, pero a uno lo tengo que recrear porque naturalmente no me puedo servir de los testimonios que a veces me podían servir.
Recuerdo a Vicente Molina, tan católico al principio y luego tan digamos abierto, como creo que he sido siempre, a las aventuras. Rara vez he dicho que no a cualquier cosa que se me ha presentado en la vida. A veces me he equivocado; otras, no. Un carácter que me define bien es la curiosidad en lo amoroso, en lo literario, en las propias aventuras. Siendo un señor mayor hice una cosa que en mi vida había querido hacer, que era dirigir una película. Y han sido dos. Eso forma parte de la curiosidad. Ese aventurero, el joven con o sin alma, pero romántico, es el protagonista de este libro. [Lo he] reconstruido sabiendo quién es pero inventándolo.
–Has contado cómo era el joven Vicente Molina Foix. ¿Cómo era la España de la época?
–Muy deprimente. Sin romanticismo, salvo el que se creaba artificialmente. En Alicante no tenía conciencia política, ni sexual, ni literaria. En Madrid tuve un cambio notable por la relación con grupos de izquierda. Mi verdadero descubrimiento de España, en negativo, se produjo en Francia. Como se cuenta en el libro, iba realmente a París a estudiar francés, como se hacía en aquella época. Me iba todos los meses de verano a ver películas prohibidas, el primer año iba a misa (el segundo año, ya no), conocí a españoles progres que me decían que España no era el país que se decía… Fui a una manifestación en protesta por la muerte de Grimau. En Madrid continué esa educación. Esa España era negra, sobrevivíamos.
Tuve la suerte de encontrar unas islas en las que me refugié. La primera de ellas fue, gracias a Gimferrer, entrar en Velintonia y conocer a Aleixandre, del que fui amigo hasta su muerte. Fue una amistad intensa, con intercambio epistolar, personal y confidencial. La otra isla fue, aparte de la universidad, el grupo reflejado en el libro, que a mí me moldeó. Había gente como Ramón (Terenci) o Pedro (Gimferrer), más cultos que yo. Con alguno de ellos hubo algo más. Eran interlocutores en una epopeya que no [consistía] solo en querer acabar con la España de Franco, cosa que ninguno consiguió, y menos nosotros. La España de aquel momento era espantosa. Uno quería escaparse. Éramos venecianos, escapistas, esteticistas y progresistas. Íbamos contra Franco, pero eso no nos impedía estar a favor de Minnelli, John Ford o Hitchcock. Esa era la contra-España en la que me refugiaba.
–¿Cómo era Barcelona entonces?
–Una antítesis de Madrid --no como esas antítesis falsas que ahora se están creando muy interesadamente desde allí, en las cuales no creo en absoluto--. Barcelona tenía una ventaja. Era la gran ciudad de España junto con Madrid, y al mismo tiempo era una ciudad a la que le beneficiaba no solamente la proximidad con Francia, el carácter más europeo, sino que no tenía el peso terrible del poder, que estaba en Madrid. Ahí vivía Franco, estaba el Gobierno. Barcelona era como salir a una ciudad que, aun estando dentro del mismo régimen y en el mismo país, tenía una mayor aireación --esa es la palabra--.
También es cierto que Barcelona para mí tenía el Mediterráneo, que yo había perdido al venir a Madrid (nací en Elche pero estuve en Almería unos años de mi infancia, y luego en Alicante). El Mediterráneo, claro, siempre ha sido una referencia. En Madrid me faltaba pero lo recuperaba en Barcelona. Esta estaba ligada al Grupo, a este microclima que se creaba entre la casa de Terenci, la casa de Guillermo, porque Pedro nunca recibía en su casa. Esa Barcelona era como la imagen mejorada de una gran capital que no sufría tan de cerca el yugo del franquismo como lo sufría Madrid. En Barcelona uno lo podía olvidar un poco más. Sobre todo si caías en grupos que eran de izquierda libertaria, no de izquierda dogmática.
–¿Y qué diferencias aprecias entre aquella Barcelona y la de hoy en día?
–Es pronto para decirlo. Yo espero que no sea irreparable, pero ahora hay un impulso de cerrazón. Si algo era Barcelona entonces era acogedora de todo lo que llegara: lo más diverso, y eso explica por ejemplo el atractivo que tenía para los latinoamericanos. No hay que olvidar que en los años veinte los intelectuales latinoamericanos venían a Madrid, no iban a Barcelona. Alfonso Reyes, Rubén [Darío], todos ellos venían a Madrid porque entonces Madrid era la gran capital cosmopolita --la capital de la lengua--. Y eso después desapareció, y en los años sesenta y setenta iban de visita, pero no se establecían en Madrid. El único que vivió en Madrid fue José Donoso con su mujer, y enseguida se fue a Teruel. García Márquez, Vargas Llosa iban a Barcelona porque representaba lo que hemos dicho. Estos movimientos de supremacismo que uno detecta en personas del Gobierno catalán y de ciudadanos que están viviendo esta especie de ilusión, que es una quimera, pues probablemente acabaría con ese espíritu. Yo ya he oído hablar de escritores que están pensando dejar Barcelona.
–Félix de Azúa, otro de los 'Novísimos', ya lo hizo.
–Fue uno de los primeros, pero hay más. Ignacio Vidal-Folch se ha instalado en Madrid. Hay más gente. Corre en Madrid la broma de que están subiendo los precios inmobiliarios por los [escritores] catalanes. Debe de ser un chiste.
–Respecto de la coyuntura catalana, ¿cree que habrá un happy ending?
–No lo sé. Hay personas que te dicen que les miran mal en las tiendas. Lo que me preocupa es que se rompa la complicidad, una cosa que nunca se había roto antes. En Sevilla, en Extremadura y en Madrid, desde luego, había chistes de catalanes, pero nunca había desconfianza. El cine catalán, la literatura catalana, el teatro catalán triunfaban en el resto de España. Los grandes éxitos de Els Joglars, del Teatre Lliure, las compañías de Barcelona, el cine catalán. Yo he traducido, he prologado y he presentado más de una vez a un gran poeta catalán, Narcís Comadira, que pertenece, y lo digo con estupor, al ala dura del independentismo. Eso va contra la esencia de la cultura, que es compartir. La casa de la cultura es solo una.
La compartimentación de una cultura en la cual hay, por así decirlo, culturas secundarias, que en este caso, de triunfar las tesis independentistas, una de ellas sería la castellana, a mí me parece una pérdida. Nunca ha habido desdén por lo catalán. Que haya habido errores en la política, por supuesto, pero a Rajoy lo sufrimos todos, no solo los catalanes. No caigamos en el espejismo de pensar que el hecho de que Rajoy cometiera errores y fuera un político detestable no hace buenos a los que están cometiendo disparates. Cataluña fue oprimida, naturalmente, bajo Franco; pero la idea de que estamos aún bajo el franquismo, eso no se lo cree nadie. Que entre personas vinculadas a la cultura se creen de repente desconfianzas mutuas, recelos, exclusiones o sospechas me parece una tragedia para las dos culturas.
La cultura catalana por lógica natural, no solo geográfica, está destinada a ser entendida y leída y degustada en primer lugar por España. Compartimos muchas historias y la lengua común, aunque no se quiera reconocer, nos une a todos. Cualquier cosa que desafíe esto, que abra un nuevo capítulo del que no sabemos su final, me parece preocupante. Estoy hablando de la separación que ya empieza a existir entre unas culturas que nunca han sido rivales. Desde Maragall, desde Unamuno, eso no ha existido, ese desdén, ese colonialismo cultural que algunos mencionan, no ha existido.
La cultura es muy frágil, en España fundamentalmente, pero también en todas partes. Ojalá fuéramos franceses, pero hemos nacido aquí y no estoy descontento de ello. La cultura en España, que ha contribuido a unirnos, es muy frágil y se puede romper con una estupidez política. Madrid fue en un tiempo la capital del fascismo, pero es como si dijéramos que Berlín sigue siendo el Berlín de Hitler. Madrid ha evolucionado y la Cataluña que algunos tienen en la cabeza, no digo que toda la población ni muchísimo menos, no es una Cataluña independentista exactamente, sino segregacionista, lo cual es muy distinto.