De los grandes escritores creemos que está todo editado hace tiempo, y suele ser cierto el axioma por lo que respecta a sus libros –valga la reducción al absurdo– más conocidos. No obstante, hay papeles que duermen el sueño de los justos hasta que son rescatados de una gaveta, de una punta de documentos variopintos, de algún paquete de cartas olvidadas que yacen en el buró de un destinatario cuyos herederos o investigadores lo hacen ser luego remitente para los lectores. Es lo que sucede con Un bosquejo de familia, libro armado con diferentes textos de Mark Twain, e incluso de una de sus hijas. Se editó en California en 2014, al cuidado de un experto en los archivos twainescos, y ahora circula entre nosotros. Es la primera vez que se traduce el español.
Evidentemente, no estamos ante una de las obras maestras del autor estadounidense, no se trata de Las aventuras de Tom Sawyer ni de Huckleberry Finn, tampoco de Un yanqui en la corte del rey Arturo o de Príncipe y mendigo, joyas de la literatura infantil y juvenil o de la literatura a secas. Pero sirve para conocer más de cerca al escritor, y asistir al día a día de su familia, quedarse prendado del encanto de sus pequeñas hijas o admirarse de los modos, costumbres, peculiaridades de su servidumbre. Todo ello orquestado con el bajo continuo del chispeante talento de Twain.
Las protagonistas son las niñas Susy y Clara (Bay), y el proceso de escritura, el memorialismo que lo sustenta, se desencadenó tras la muerte de la primera, por meningitis, en 1896, a los veinticuatro años de su edad. Su padre, sin seudónimo, se llamaba Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), y aquí, apeado del nombre que rutila en toda biblioteca, lo vemos de carne y hueso, carne herida y hueso maltratado por el dolor de la pérdida. Se nos antoja difícil pensar que la gracia y la inteligencia de Susy, de las que se dan sobradas muestras en estas páginas, dieran en temprana muerte.
La familia del escritor Mark Twain
La traducción es de Borja Aguiló y ha aparecido en Palma de Mallorca en la editorial Sloper, dirigida por Román Piña. Incluye una nota del traductor en la que este señala que se da una alternancia de diversos registros en el libro, “que en el traslado al castellano parece quedar algo mitigada”. También confiesa que “con el objetivo de agilizar la lectura de las partes más dialectales en boca de afroamericanos se ha procedido a estandarizar en cierto grado esas intervenciones cuidando de no perder el idiolecto de esos personajes.” Además, confiesa que una palabra espinosa donde las haya, nigger, que tantas polémicas provoca a menudo, y que ha pasado a ser prácticamente impronunciable, él la ha vertido por negro.
Es cierto que el español carece de una palabra equivalente a nigger, pero desde luego es mucho lo que se rebaja. Y con todo, el lenguaje políticamente correcto ha ido mutilando tanto que hoy, cuando siempre se escribe afroamericano para no causar ultraje a esa parte de la población norteamericana, la mera palabra negro, en desuso, vuelve a tener un carácter casi maldito como el que tuvo nigger hace décadas en tiempos de la lucha por los derechos civiles en los estados del Sur. Quien esto escribe recuerda a principios de los años ochenta una pegatina del Ku Klux Klan con una leyenda tan insultante que se me dispensará que no la traduzca: Nigger you stink. Por ser grosera, hasta le faltaba la preceptiva coma del vocativo.
Hace pocos años una editorial decidió publicar una edición expurgada de Huckleberry Finn en la que sustituyó por otras las más de doscientas veces que aparece la palabrita. También esta obra y Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, fueron retirados como lecturas de los centros de enseñanza de Duluth (Minnesota), la patria chica de Bob Dylan. La excusa, “los insultos raciales”. Algo parecido sucedió en Virginia y en Mississippi. De la censura de esa palabra no se libró ni siquiera Joseph Conrad, cuyo The Nigger of the Narcissus cambió de título en la puritana América para no herir susceptibilidades minoritarias y solamente vulnerar la de la inteligencia.
Un bosquejo de familia reúne materiales de diferente procedencia. Brilla el estilo del autor, perfectamente analizado por Ramón Aguiló Obrador en su cumplido y bien escrito prólogo. En una entrevista en inglés publicada en The Paris Review, Borges declaró (traduzco): “Creo que Mark Twain fue uno de los autores verdaderamente grandes, pero creo que él no fue consciente de ello. Aunque quizá para escribir un gran libro, uno no deba ser consciente de ello.”
En este pequeño gran libro hay anécdotas y episodios de la vida privada, y se da voz a las niñas que con su media lengua nos hacen reír tiernamente; también se revela el bilingüismo que alcanzaron (aprendieron alemán y para reforzar su solidez en esa lengua no se les permitía leer en inglés). No tengo el original delante, pero me temo que hay algunos errores de traducción: librería por biblioteca, guardería por cuarto de los niños, récord por historial… Pese a ello, se lee con mucho agrado. Twain no puede defraudar. No defrauda.