Ayer en la cuesta de Moyano me llevé una alegría al encontrar tirado de precio un ejemplar de Un hombre en apuros, subtitulado La Odisea de un caballero moderno, de Jorge Berlanga (1958-2011). Ese libro es “una estupenda humorada” como lo definió en su día Marcos Giralt, que apreciaba mucho el buen talante, la generosidad y la prosa de J.B.
Anoche leí el libro de un tirón. Consiste en una serie de capítulos sobre la noche de Madrid, sus bares, sus chicas, sus taxistas, etcétera, parecidos en tono y anécdota a los artículos que prodigaba en la prensa diaria y que describen las noches de farra desde el punto de vista de un señorito calavera un poco blasé, que nunca vuelve a casa sin asistir antes al extraño espectáculo del amanecer a la salida de un bar, y que lo primero que hace en cuanto entra en casa es tirar al cubo de la basura la corbata manchada.
Este detalle de la corbata que no sobrevive a la fiesta retrata al autor, que desde muy joven vestía clásico: chaquetas de excelente tela y mejor corte, corbatas de seda de muy buen gusto, una gabardina clara que nada más estrenarla ya lucía en el faldón, mecachis, el agujero de ribetes negros de una quemadura de cigarrillo. Cotidianos sabotajes del descuido, que en J.B. conjuraban cualquier peligro de narcisismo. Pero él vestía bien como si no le quedase otro remedio. Lucía una mata de pelo muy airoso, la tez siempre un poco enrojecida, los rasgos del rostro grandes, ojos entornados, boca de payaso trágico que sonríe y dice “qué más da, déjalo estar”.
Un hombre en apuros fue, creo, su único intento de escribir un texto de cierta longitud. A menudo el columnista, aunque sea excelente como él, tiene en poco su propia virtud, pues cree que la celebrada tribuna de hoy sirve mañana para envolver el bocadillo, y que lo serio es la novela. Hay que reconocer que el intento de Un hombre en apuros, a pesar de los buenos ratos que nos depara, no está del todo logrado, pues no da para tanto el tema ni el personaje que él se había creado de señorito dandi, observador desencantado, ingenioso, un poco poeta, que no se permite ni moral ni moralina ni confesiones, pero que a la vuelta del párrafo menos pensado te deja seco con la bofetada de un adjetivo, con una vaga alusión a otra cosa que no se deja atrapar, un anhelo, un misterio de la vida, el otro lado de una puerta verde.
En esto era, en los tiempos de la movida y en los años posteriores, como Ruano en el franquismo, cuando hizo virtuosismo de sacarle punta a los fenómenos más insignificantes, por ejemplo las rejas del Retiro, absteniéndose de opinar sobre las cosas de la política, no digamos ya polemizar. También Jorge Berlanga podía contar una y otra vez la noche de anoche y ser siempre ingenioso, renovado, fresco. Antes de cualquier bajeza o vulgaridad sabía poner el punto final. Lo resumió mejor Beatriz Cortázar, que le conoció mejor que yo: “Jorge se reía de todo, de sí mismo incluido, dejando siempre un poso agradable, dulce y sutil”. Es verdad.
Berlanga se atuvo a su personaje, muy bien perfilado, y la máscara la llevaba tan ajustada al rostro que se confundía con éste. Tuvo desde muy joven un talento notorio, cuya forma ideal era la brevedad del artículo. Es verdad que probó también su suerte en el cine y en otros medios pero sea por una pereza del corazón sea por cualquier otro motivo no perseveró.
Me gastó algunas bromas inolvidables en algunas noches de Walpurgis. No le oí nunca jactarse de lo que pensaba, hacía o escribía. Estaba siempre con algún whisky encima, por lo menos en la época en que le traté, y tenía los ojos húmedos, la sonrisa un poco burlona, la mirada perdidiza. Ni se quejaba ni alardeaba. No sé si era consciente de su talento, quizá no, porque aún siendo un hombre tan social era un tímido. Sostengo que tenía la mejor pluma de la prensa de su tiempo. Y ahora que se tiende a rescatar del olvido los escritos de periodistas con valor literario ¿por qué nadie nos presenta una antología de sus artículos?
Ya hace siete años que murió, prematuramente.