Caminar es, desde las primeras figuraciones del flâneur, una forma de ensayo. Una forma de ensayarse a sí mismo. Pero también de ensayar al otro y, consecuentemente, de ensayar la ciudad, entendida no sólo como un escenario, sino como imagen y, a la vez, metáfora de la sociedad o, en términos más generales y utilizando la terminología de Raymond Williams, el “todo social”. Ensayar(se) es una forma de construir(se), una forma de escribir(se) a partir de una página que no está del todo en blanco; la ciudad es esta página. En ella encontramos los trazos de una historia, de un relato, que ya está escrito y que nosotros actualizamos. Ya lo decía en 1996 Paul Virilio cuando afirmaba que el paisaje no tiene un sentido impuesto, sino que se orienta según el recorrido de los paseantes y lo afirma, en parte, también Alberto Manguel: “los seres humanos podemos ser definidos como animales lectores” que “nos preguntamos acerca del porqué de las cosas”.
En cuanto animales lectores, leemos el espacio que habitamos, porque habitar un espacio es una forma de leerlo o, como dijera Heidegger en una afamada conferencia, habitar es una forma de pensar y, por tanto, también de construir el espacio. Todos somos paseantes, todos recorremos las ciudades que habitamos. En parte, todos somos flâneurs, si entendemos el flânear solamente como una forma de apropiarse del espacio habitado. Sin embargo, la figura del flâneur es algo más que un mero paseante y lo es porque entiende el caminar no solo como una actividad física, sino como un ejercicio crítico. En efecto, Janet Wolff, define el flâneur como “el crítico –el escritor, el ensayista, el sociólogo” y en sus Confesiones, Rousseau escribe: “Nunca pensé tanto, ni existí tan vívidamente ni experimenté tanto, nunca he sido tanto yo mismo –si puedo usar esta expresión- como en los viajes que he hecho solo y a pie”.
Dibujo de Physiologie du flâneur (1841) / LOUIS HUART
De la misma manera que el crítico italiano Franco Rella sostiene que el ensayo es la única forma de escritura capaz de enfrentarse a la ciudad, espacio de conflicto donde la posibilidad de llegar a ser –la posibilidad de afirmarse desde el propio yo– está en tensión con la solidez de un espacio que impone un “deber ser”, es posible afirmar que el caminar es la forma física de este ensayo: “El modo bipedal de caminar del hombre es potencialmente catastrófico porque solo el avance rítmico de una pierna y luego la otra evita que este caiga de bruces”. La descripción de John Napier del acto físico del caminar puede también aplicarse a la forma del ensayo, que no deja de ser un proceder a tientas, en equilibro, sin la seguridad de llegar a un conclusión. El ensayo, en realidad, debería ser precisamente esto, un continuo pensar que, lejos de buscar una sólida respuesta, se cuestiona y cuestiona en un eterno movimiento continuado. Decía Starobinski que el ensayo “supone riesgo, insubordinación, imprevisión, peligrosa personalidad”. Caminar, flânear, debe suponer lo mismo. ¿Es realmente así?
Una forma de contestación
Podemos pensar el flâneur como el caminante libre que recorre ociosamente la ciudad abandonado al placer –¿hedonista?– de quien, sin preocupaciones, camina, quién sabe si buscando la inspiración para unos versos. Sin embargo, sería erróneo considerar así o solamente así al flâneur, aunque, desgraciadamente, su figura se ha ido vaciando del elemento crítico y ha sido utilizada por imitadores o aspirantes a imitadores como tópico carente de toda profundidad y complejidad. El hecho que Walter Benjamin escogiera a Baudelaire como el poeta y al flâneur como la figura paradigmática no sólo para construir la gran obra sobre el París del XIX, sino para poner las bases de lo que debe ser la crítica cultural, no es casual como tampoco lo es que la trasformación de París esté al centro de su obra como lo está también en los versos de Baudelaire, que no pueden comprenderse en su complejidad sino se entienden como una contestación al París de Haussman.
“¡París cambia, más nada en mi melancolía/se ha movido! Andamiajes, palacios, horizontes, / viejos barrios, ya todo se me hace alegoría…/ Son mis caros recuerdos más pesados que montes”, escribía el autor de Las flores del mal, inscribiendo en sus versos la ciudad desaparecida y la ciudad que aparece entre esos mismos andamios en los que se detiene Balzac en Ferragus, donde París aparece como “el más maníaco de todos los monstruos”. Balzac como, poco tiempo después, Baudelaire testimonian un tiempo en el que “todo el mundo construía y demolía algo, no se sabe qué. Había pocas calles que no vieran el andamio de largos puntales, adornados con tablones puestos sobre travesaños y fijados en cada piso por medio de roblones”.
Cuando en 1936 el periodista Jules Janin declaraba la muerte del flâneur, no estaba solo constatando el agotamiento de una figura literaria, ni tan siquiera se refería a un cambio de hábitos con respecto al caminar, sino que apelaba a una transformación del modelo urbano que, inevitablemente, conllevaba una redefinición del caminar, entendida como forma de interrelación con la ciudad. “La nuestra es una época dura para los flâneurs, no sólo porque nos hemos tomado en serio el viejo lema norteamericano Time is money, sino porque las propias condiciones de vida hacen de la flânerie algo poco agradable”. En su artículo de Le Temps, Janin hacía referencia a una expulsión del caminante de la ciudad, que había dejado de pertenecerle, si es que alguna vez le perteneció realmente, para pensarse –y en este sentido, la reforma Haussmann es clave– como un espacio controlado panópticamente desde el poder, tanto político como económico que, dándose de la mano, implantaban un orden social, en el que incluso la subversión estaba controlada.
Dibujo de Physiologie du flâneur (1841) / LOUIS HUART
En este sentido, la constatación de Janin es la constatación que se puede tener hoy del espacio urbano, convertido en aquel centro comercial que describía en los años ’90 la teórica Beatriz Sarlo: un espacio donde es imposible perderse, un espacio de trayectos predefinidos que convence al transeúnte-comprador de una libertad de elección –libertad que comienza, como en el centro comercial, con la ilusión de creer que toda la mercancía expuesta es asequible, con el simulacro de la igualdad teorizado por Enzensberger– de la que carece. La ciudad está “continuamente bajo escrutinio, supervisada por sistemas de reconocimiento de matrículas, moviéndose por Uber y motorizando a las multitudes en el Metro” afirma Deyan Sudjic en su ensayo El lenguaje de la ciudad, sin embargo este escrutinio no es algo nuevo y, si bien es cierto que las nuevas tecnologías han conseguido elevarlo a su máxima potencia, viene de antes, como bien observaba Janin, y tiene que ver con una doble lógica.
Por un lado, la imposición de un statu quo burgués en el que –y así volvemos a Enzensberger– se convierte al individuo en un replicante de un modo de vida que tiene que ver con el orden y con el consumo. La idea es que todo individuo debe ser sentirse un cliente/ciudadano, privilegio no solo tiene que ver con una cuestión monetaria o de consumo, sino la asunción de un modelo de vida, en el que toda contestación no sólo queda prohibida, sino castigada. Por otro lado, la lógica contraria es la de la expulsión: ya no es necesario hablar solamente de cárceles o manicomios, los espacios heterotópicos son los propios espacios urbanos, que permanecen en el extrarradio, allí donde, como apuntaba el sociólogo Pierre Bourdieu, se esconde la miseria que no queremos ver, allí donde se aglutinan los excluidos de unas ciudades atrapadas en la lógica de la gentrifricación, de la especulación, del orden institucional y económico.
Portada de Physiologie du flâneur (1841) de Louis Huart / EDITORIAL GALLO NERO
“El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejilla infladas arrastrados por los perros en traíllas, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza”, así describe Baudelaire el interior de un café burgués de la segunda mitad del XIX. "Afuera estaba plantado un hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso”.
La mirada de aquellos tres niños hambrientos frente a la ventana incomoda a la joven sentada en el bar --“¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras!”-- que no tarda en pedir a su acompañante: “¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?”. Baudelaire narra la exclusión social y, sobre todo, la consolidación de un espacio social solo apto para algunos y al que solo es posible acceder si se respeta el orden social y, por tanto, económico, que la ciudad fastuosa, tal y como la definiría Napoleón III, exige. Desde entonces, la lógica que gobierna las ciudades es la misma y la constatación de Janin de la muerte del flâneur se hace todavía más llamativa. ¿Es posible el flâneur en una ciudad que impone un orden, excluye al pobre y sofoca al disidente?
Ser 'flâneur' hoy
Para el sociólogo Erwin Goffman, la ciudad es un “espacio recinto”, cuyos espacios pueden ser reivindicados a través de su uso, pero nunca pueden ser poseídos por quienes los habitan, porque pertenecen al Poder, tanto político como económico, un “poseedor putativo” cuya presencia se manifiesta a través de “señas” o “signos” que regulan la práctica urbana. Es decir, para Goffman, los signos son un elemento panóptico que codifican las prácticas urbanas, desapropiando al habitante del espacio que transita: producen y reproducen las prácticas, sirven a la reivindicación del espacio en cuanto lo conforman y configuran las prácticas que allí deben realizarse. En un mapa tan codificado, ¿dónde es posible hallar al flâneur, esa mirada crítica, subvertida, que se apropia del espacio y lo reivindica?
Afirmar que flânear en tanto que experiencia crítica ya no es posible es asumir una derrota, asunción que no nos podemos permitir. “Reclamamos nuestro derecho de enturbiar la paz, de observar (o no observar), de ocupar (o no ocupar) y de organizar (o desorganizar) el espacio en nuestros propios términos” escribe Laura Elkin para quien, actualmente, la pregunta sobre el flâneur debe ser, ante todo, la pregunta sobre la flâneuse, sobre la mujer y su ocupación de la ciudad y del espacio público. Si, por un lado, la historia de las flâneuse ha sido relegada a un tercero y cuarto plano, por el otro la presencia de la mujer en el espacio público siempre ha estado bajo sospecha; basta pensar en el significado de una expresión como “mujer de la calle” o leer las memorias de Josephine Butler, una de las primeras defensoras de los derechos de las prostitutas, que cuenta como en una visita a la cárcel Saint-Lazare “pregunté cuál era el crimen que había llevado a la mayoría a prisión y me dijeron que era caminar por calles prohibidas a horas que estaban prohibidas”.
Gustave Caillebotte, Le Pont de l'Europe, oil on canvas, 1876. Musée du Petit Palais, Geneva.
En su ensayo, L’éducation femministe des filles, que la flâneuserie, Madeleine Pelletier “una flânerie de las mujeres –una flâneuserie- no solo cambia la manera en que nos movemos entre los espacios, sino que interviene en la organización de los espacios” y es precisamente esta intervención la que ahora es necesario reivindicar. Alguien podría preguntarse cómo llevar a cabo una reivindicación cuando se han vetado los espacios y la pregunta no es censurable, pero, si bien asumiendo la fragilidad de la idea de una plena libertad de deambular, si bien asumiendo la imposición y represión que todo espacio urbano conlleva, si bien asumiendo la banalización de la figura del flâneur, vaciada de todo elemento crítico, es necesario no reclamar nuestro derecho a la ciudad y repensar la idea de flâneur como metáfora de un posicionamiento crítico ante la sociedad.
Como señala Rebecca Solnit debemos pensar el caminar como “una herramienta y un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de resistir ante la violencia, el miedo y la represión”. Consecuentemente, debemos buscar la manera de que el pensamiento crítico se convierta en una expresión de constante insubordinación al discurso hegemónico y al poder que lo representa. Caminar es no solo el primer gesto de insubordinación, no solo es el primer movimiento hacia la ocupación ciudadana del espacio público. También y sobre todo es la metáfora de un pensamiento crítico que no queda relegado a los márgenes, sino que baja a la calle y ejerce de resistencia: “Lo que desean algunos tiranos de almas es que los hombres a los que enseñan tengan el espíritu falso” escribió Voltaire en su Diccionario filosófico, a este “espíritu falso” es al que debe oponerse el pensamiento crítico.
Si caminar es una forma de ensayar y si el ensayo es la forma discursiva del caminar, recorrer las calles, flânear, solo puede y debe pensarse como un constante ejercicio de ensayo crítico, como una forma permanente de contestación. Janin declaraba muerto al flâneur. No lo está, pero urge repensarlo, reconvertirlo en el paseante incómodo que nunca debió dejar de ser.