Hubo tales momentos de colisión entre la vida de Adriana Georgescu (1920-2005) y la Historia que es difícil identificar el más significativo, el que resume la heroica, la admirable figura de una mujer que había nacido para triunfar y para deslumbrar con su inteligencia, con su encanto y su carisma a cuantos la rodeaban, y que fue sometida a un largo suplicio. Pasó a la clandestinidad durante el dominio nazi de su país, y luego fue perseguida, presa y torturada por los comunistas. Dejando como modesta huella de su paso por este bajo mundo el libro testimonial Al principio fue el fin, cuya versión en español presenté esta semana en la Feria del Libro de Madrid.
Quienes hayan leído, por ejemplo, La confesión de Artur London, ministro checoslovaco purgado por “cosmopolita”, o hayan visto la película de Costa-Gavras con guión de Jorge Semprún, o conozcan los libros de Chentalinski sobre los documentos de la KGB, estarán familiarizados con la obsesión de los comisarios soviéticos por conseguir de los presos, antes de ejecutarlos, una confesión firmada de sus imaginarios crímenes. Aunque medio mundo supiera o sospechase que esas confesiones eran arrancadas mediante la tortura, los verdugos de la NKVD, y los verdugos de los cuerpos de represión gemelos en los países satélites de la URSS, las codiciaban, en parte debido a la gran importancia que atribuían a la palabra escrita pero sobre todo, naturalmente, porque en esas confesiones el “abajo firmante” siempre había que incluir los nombres de algunos “cómplices” a los que a partir de ese documento se podía ya perseguir.
Los condenados que militaban en el partido comunista a menudo firmaban por convicción ideológica: para no dañar al partido, que por definición no podía equivocarse ya que estaba imbuido del espíritu de la Historia, y que si había decidido sacrificarles no podía ser sino por un bien superior: de modo que firmaban porque comprendían que ser eliminados era una exigencia del progreso y un último, sublime sacrificio personal que se les exigía en bien de la causa de la redención de la Humanidad. Otros firmaban por un motivo mucho más prosaico y sencillo: para no perjudicar a sus familias, acabar con las torturas a las que se les sometía, pasar de una vez al paredón y descansar.
Adriana Georgescu, joven profesional del derecho, del periodismo y de la política, sabía que la autoacusación que los verdugos formados en los calabozos de Moscú le exigían que firmase serviría para poder encausar a los líderes de los partidos democráticos rumanos, y se negó a ceder, con una tozudez y una resistencia al dolor formidables.
Años después, ya fugada de Rumanía --de forma, por cierto, novelesca y rocambolesca--, cuando Adriana participaba en un juicio en Suiza y el juez, viéndola tan joven, lozana y atractiva, puso en duda sus acusaciones al Estado rumano, ella se acercó al estrado, se sacó de la boca la dentadura postiza --en la cárcel además de haber sido golpeada hasta el desmayo, de haber contraído la sarna, de ser violada, de haber sido obligada a compartir la litera con una presa tuberculosa y de otros horrores, había perdido doce dientes-- y depositó sobre la mesa, como “prueba conclusiva”, la tétrica sonrisa artificial.
Del régimen comunista rumano (1946-1989) son conocidos algunos hechos destacados, algunos excesos de la década de los ochenta: cómo el dictador Nicolae Ceaucescu, que tenía la obsesión de cancelar a toda velocidad la deuda exterior, lo cual para él era la condición sine qua non de la independencia económica de la nación, sometió a sus súbditos a una penuria extrema, hasta provocar el levantamiento popular que acabó con su televisado fusilamiento.
Es menos conocido el origen de ese horror, o sea el periodo inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial, cuando el muy minoritario partido comunista rumano, compuesto por unos cientos de militantes pero financiado y amparado por la Unión Soviética cuyas tropas ocupaban el país ante la indiferencia de Occidente, que en Yalta lo había cedido a Stalin a cambio de quedarse con Grecia, asaltó rápidamente el poder, amañó groseramente las elecciones de 1946, forzó al rey Miguel a dimitir, ilegalizó los demás partidos políticos e instauró un régimen implacable de terror bajo la dirección de Gheorghe Gheorghiu-Dej y Ana Pauker, luego víctima ella misma del régimen que tan activamente había contribuido a instaurar.
El libro de Georgescu es excelente para sumergirse en la atmósfera de aquella época a través de la peripecia personal de la autora, que antes de ser apresada fue jefa de Gabinete del último primer ministro de la monarquía, el general Radescu (quien por cierto logró evadirse a tiempo y después de reencontrarse con Adriana en el exilio de París falleció en Estados Unidos. Sus restos mortales fueron repatriados en el año 2000).
El libro de Adriana, publicado en París en 1951, fue recibido por la prensa de derechas como lo que es: el testimonio sobrecogedor de un momento y un lugar muy parecidos a unas dependencias remotas del infierno. Pero circuló poco, es posible que la embajada rumana comprase toda la edición a cambio de que no se imprimiesen más ejemplares, según una práctica habitual, y en seguida cayó en el olvido. Ahora llega en versión española, en la competente traducción de Garrigós, aunque saboteado por una portada desdichada. Una lástima.
Adriana alcanzó a regresar a su país, de visita, después de que cayese el régimen comunista. Tuvo esa pequeña satisfacción. Es posible que en las calles de Bucarest se cruzase con el jefe de sus verdugos de 1946, Alexandru Nikolski (1915-1992) que dos años después murió de un ataque al corazón, el mismo día en que recibió una citación judicial para responder por sus crímenes de medio siglo atrás.