Hubo un tiempo en el que la literatura de terror tenía nombre femenino. En una época, la victoriana, en la que la preocupación por la decencia, la disciplina y la moral alcanzaban cotas inimaginadas hasta entonces y durante la cual las transformaciones políticas y económicas consolidaron el desarrollo y la industrialización de Inglaterra, las mujeres hallaron en las historias de índole sobrenatural el nicho perfecto para plasmar sus tragedias y rebelarse contra la opresión en la que se hallaban inmersas.
Mientras el país se dejaba seducir por la tradición utilitaria encarnada, principalmente, por Stuart Mill y por un racionalismo que condicionó en gran medida el pensamiento de ese periodo, la literatura alumbraba nombres como los de las hermanas Brönte, Louisa May Alcott, George Elliot, que desafiaron las estructuras del sistema mediante la creación de personajes masculinos que nada tenían de la fortaleza y los privilegios que la realidad les otorgaba: en las novelas se hace patente su vulnerabilidad ante lo fantasmal y, en definitiva, su rechazo hacia lo desconocido.
G.K. Chesterton
“Esta es la primera gran verdad sobre la novela: que supuso una innovadora y curiosa forma de arte y que estuvo dominada por las mujeres desde la primera gran novela de Fanny Burney hasta la última escrita por May Sinclair”. Tal afirmación la pronunció G.K. Chesterton en su ensayo de 1913 The victorian age in literature, que en 2017 tradujo al castellano Barlin Libros --La época victoriana en la literatura-- y en el que llega a afirmar que “la novela del siglo XIX fue femenina del modo en que la del XVIII fue masculina”.
¿Cómo se encuentra la literatura de terror en la actualidad? No son pocas las autoras entregadas hoy en día al género aunque, a decir verdad, las mujeres no han dejado nunca de estampar su huella en un ámbito en el que lo gótico, lo oscuro y lo ominoso están presentes en la mayor parte de las obras. Sin embargo, podríamos referirnos sin temor a equivocarnos al auge de escritoras que, de un tiempo a esta parte, han decidido pisar fuerte en este ámbito toda vez que varias editoriales de nuestro país nacidas al albor de la última década se vuelcan con ahínco en la recuperación de grandes olvidadas --y no tan olvidadas-- que en su día produjeron numerosas publicaciones de tan lúgubre materia.
La vertiente desconocida de Alcott y Maurier
¿Sabían, por ejemplo, que la afamada autora de Mujercitas, Louisa May Alcott, también dedicó parte de su obra al terror? ¿O que Daphne du Maurier, conocida por alumbrar la estremecedora Rebeca e inspirar a Hitchcock a la hora de engendrar la película del mismo nombre, escribió perturbadores relatos? Precisamente, Alcott (1832-1888) fue una de las pocas escritoras que se enfrentó a las tradiciones de la época y logró la independencia económica gracias a las más de 300 obras que escribió. Entre ellas, El espectro del abad (1887), que la autora llegó a considerar el resultado de su inclinación hacia lo espeluznante y que se encontraba inédita en castellano hasta que la editorial Pulpture decidió recientemente rescatarla a cargo del traductor Óscar Mariscal. En esta obra, la autora describe un encuentro navideño en una antigua abadía que aúna las preocupaciones y obsesiones de cada uno de los personajes, a las que se suman las historias de fantasmas que todos ellos acabarán hilando sin barruntar el fatal desenlace que aquellas terminarán deparándoles.
El propio Mariscal se afana en remarcar el hecho de que toda su obra, en mayor o menor medida, está penetrada de sus ideas sobre el papel de la mujer en la época victoriana y eduardiana: la escritora considera que las mujeres deben buscar su independencia económica y social, al tiempo que resalta la importancia superioridad de los valores morales, del trabajo y el esfuerzo personal sobre los valores materiales. “La defensa de la templanza y el vegetarianismo también es típica de su discurso”, recuerda el traductor.
Louisa May Alcott, autora de Mujercitas
Hermida Editores publicó, por su parte, Un susurro en la oscuridad, una novela que vio la luz en 1863 y con la que Alcott logra sumir al lector en un continuo estado de terror, el mismo que acompaña a la protagonista de la obra, encerrada en una habitación bajo el control médico y mental del doctor que se ocupa de ella. Mariscal también se ocupó de traducir este thriller gótico que no pasó desapercibido a raíz de los temas abordados en él, tales como el consumo de drogas, la locura y el control mental, aspectos que se alejan de las propuestas habituales vertidas en sus publicaciones así como de su estilo luminoso y puro. Tal fue el legado de Alcott que su obra, afirma Mariscal, influyó notablemente en muchas jóvenes autoras inglesas que se dedicaron a la literatura infantil, como Edith Nesbit o M. L. Molesworth, no sólo por su estilo y los numerosos temas que abordó, sino también por su ejemplo y su actitud beligerante frente al papel adjudicado a la mujer en la época que le tocó vivir.
El regreso de las autoras victorianas
Hay que señalar, no obstante, que Alcott no es la única mujer que ha regresado para sobrecoger a quienes, más de un siglo después, deciden adentrarse entre sus páginas más turbadoras. De hecho, la editorial Impedimenta decidió, en noviembre de 2017, dejar su impronta en la recuperación de las obras de terror por parte de mujeres que, entre 1830 y 1900, optaron decididamente por tomar la pluma y dejar volar la imaginación. El título de la antología, Damas oscuras, una recopilación de nombres y relatos que, subrayan los propios editores, “acabaron hechizando a miles de lectores”.
“Los fantasmas son apariciones que remiten a un pasado muy concreto: el pasado rural, aquel tiempo lejano en el que nadie cuestionaba que el Día de Todos los Santos los espectros cruzaban la frontera entre la vida y la muerte y se paseaban a sus anchas por nuestro mundo”, subrayan desde Impedimenta, capitaneada por Enrique Redel. Y hacen hincapié, especialmente, en cómo, a lo largo y ancho de las obras que germinaron de la mano de escritoras como Elisabeth Gaskell, Willa Cather o, cómo no, Charlotte Brontë, “los hombres son arrancados de la esfera de la razón entonces imperante para ser devueltos a la humildad, al amor, al perdón… todos esos atributos que siempre se impusieron a las mujeres”.
Como afirmaría Chesterton, precisamente, sobre Charlotte Brontë (1816-1855), ésta representa “el afianzamiento del victorianismo en un sentido especial”, pero a su hermana, Emily (1818-1848), le dedicaría una mención especial al manifestar de ella que “su imaginación podía ser sobrehumana, aunque siempre inhumana”. Se refería, en concreto, a Cumbres Borrascosas (1847), que, a su juicio, “constituye el ejemplo más contundente de esas elucubraciones que convirtieron al otro sexo en poco más que un monstruo”. “El fracaso del personaje de Heathcliffe como hombre es tan estrepitoso como rotundo es su éxito como demonio”, asevera, para concluir al cobijo de sus consideraciones: “creo que Emily Brontë se vio limitada por la amplitud de su visión de lo religioso”.
Retrato de las hermanas Brontë / PATRICK BRANWELL
Al margen de las reflexiones que Chesterton pudiera verter sobre ambas, lo que está claro es que la subversión contra los cánones de la época se hizo evidente con ellas, más allá incluso de la agitación promovida por Jane Austen (1775-1817), quien nunca se casó y plasmó en sus obras descripciones mordaces de cuanto la rodeaba y críticas feroces al espíritu humano de entonces, incluso en las novelas en las que llegó a coquetear con el género gótico, como La abadía de Northanger (publicada póstumamente a finales de 1817), o con las intrigas, la mezquindad y la avaricia desplegadas con esmero en Sentido y sensibilidad (1811). Nada de bodas felices ni desenlaces deseados como los que podían esperarse de las publicaciones de la época.
Al fin y al cabo, podría considerarse que tanto las hermanas Brontë como Austen, a quienes habría que sumar a George Elliot --“la fuerza y la sutileza de las mujeres se filtró hasta lo más profundo de las letras inglesas cuando George Elliot comenzó su carrera”, proclamaría Chesterton-- se erigieron en precursoras de las creaciones que más adelante verían la luz.
¿Qué queda de todo esto hoy en día? Obvio es que las circunstancias sociales nada tienen que ver con las limitaciones con las que, en la era victoriana, las mujeres debían convivir y que les condujeron a romper moldes a través de la literatura. No obstante, ello no desmerece la labor de autoras modernas como Elizabeth Hand --cuya obra Wylding Hall también tradujo Mariscal para Editorial Berenice y de la que destaca su imaginería y calidad artística--, Joyce Carol Oates o Anne Rice, por citar sólo a algunas de las escritoras actuales más relevantes del género.
Cuando las autoras de terror tenían más visibilidad
Como nos cuentan María Pérez de San Román y Shaila Correa, editoras de La Biblioteca de Carfax, si algo distingue a las autoras decimonónicas de las actuales es, sobre todo, el hecho de que entonces las mujeres “vendían mucho y tenían más visibilidad que ahora. ¿Por qué? Porque era un género que gustaba mucho, a las mujeres en especial, y a pesar de ser criticado muy duramente por los hombres que consideraban que aquello era baja literatura, se seguía vendiendo”. Y recalcan que, a día de hoy, “aunque afortunadamente las cosas van cambiando, hay pocos nombres femeninos fuertes y reconocidos dentro del género a pesar de que hay muchas autoras”, en su opinión debido a la existencia de numerosos prejuicios sobre lo que una mujer puede aportar al género. Mariscal, por su parte, es tajante al respecto: “la calidad actual del género, que cada vez es menos género, sólo puede explicarse por la afluencia femenina al mismo”.
La Biblioteca de Carfax, editorial especializada en terror que nació el año pasado, presta especial atención a la literatura escrita por mujeres, a quienes las responsables del sello consideran las grandes olvidadas dentro de este ámbito aun habiendo generado una producción “de gran calidad”. Edith Nesbit (1858-1924), por ejemplo. La autora londinense solía firmar como E. Nesbit para no dejar evidencia de que sus obras estaban escritas por una mujer. Y sus relatos de terror, descarnados e irónicos, quedaron relegados al olvido a pesar de que es en ellos donde cataliza las tensiones que vivía en su propia casa --su marido cayó enfermo, fue víctima de una estafa y llegó a llevar a una de sus amantes a vivir con el matrimonio bajo el mismo techo--. Sus Relatos sombríos, publicados recientemente por la editorial y traducidos por Gonzalo Gómez, aúnan nueve de los cuentos de terror que Nesbit escribió entre 1887 y 1910 --entre ellos, La estatua de mármol, Desde el reino de los muertos y En la oscuridad--. En ellos se ven reflejadas sus inquietudes y su pasión por lo sobrenatural.
Daphne du Maurier, entrevistada en Schiphol en 1947 / BEN VAN MEERENDONK
No, no podríamos olvidarnos de Daphne du Maurier (1907-1989). Como parte de esa recuperación de las obras de horror con nombre femenino, ambas editoras también han rescatado a la célebre autora a través de la publicación de No mires ahora y otros relatos, cuya traducción corre a cargo de Miguel Sanz Jiménez. Una escritora en la que también se ha volcado El Paseo Editorial con la publicación, a finales de 2017, de Los pájaros y otros relatos --con prólogo de Slavoj Žižek—y, poco después, Monte Verità, ambos llevados al castellano por Miguel Cisneros Perales. Sus siniestros personajes y su curiosidad por el pasado son algunos de los ingredientes que con maestría vertió Du Maurier en sus novelas y que tanto cautivaron a un Hitchcock embelesado por las tramas narradas en sus obras.
Los personajes de Du Maurier
“Si algo caracteriza a los personajes de Daphne Du Maurier es la obsesión. Su turbulenta personalidad que hace de ellos unos seres sufrientes víctimas de su propia ira y de su frustración, y responsables de actos que, en los momentos previos al delirio, ellos mismos habrían considerado odiosos. Innombrables”. La escritora Pilar Adón así los describe en su prólogo a El muñeco (Fábulas de Albión), una recopilación de cuentos cuyo título principal se creía perdido hasta que la librera de Fowey --pueblo donde Du Maurier vivió durante varios años-- Ann Willmore lo halló, tras una intensa búsqueda, en 2010.
Casi treinta años después de la muerte de Du Maurier, en la actualidad el miedo continúa presente. Y lo hace por medio de autoras como la neoyorquina Carol Oates, prolífica en géneros y estilos y permanentemente candidata al Nobel. Las emociones intensas y contradictorias que su pluma es capaz de pergeñar se hacen patentes, sobre todo, en El señor de las muñecas y otros cuentos de terror (Alba editorial), donde nada es lo que parece y en los que Oates, nacida en junio de 1938, indaga en los territorios más recónditos del subconsciente.
Pero si hay quienes se conservan ad eternum pese al paso de los siglos son los vampiros y si alguien ha sabido recoger la estela de aquellos que a lo largo del siglo XIX popularizaron el mito --John Polidori, médico personal de Lord Byron, con El vampiro, Sheridan Le Fanu con Carmilla y la personificación femenina del muerto viviente y, cómo no, Bram Stoker con Drácula-- es Anne Rice (Nueva Orleans, 1941), quien recuperó en sus Crónicas Vampíricas la leyenda --o no-- de estas criaturas. La tradición literaria en torno a éstas no ha cesado de revalorizarse. Quizás tenga que ver aquello que, con absoluto convencimiento, promulgaría Van Helsing en la obra de Stoker: “la fuerza más importante del vampiro radica en que nadie cree que existe”.