Decía Cernuda que “una cosa es lo que se piensa, otra lo que se dice, otra la que se escribe y otra distinta la que se publica”. Al poeta sevillano se le olvidó el matiz “y otra diferente lo que se traduce”. Resulta curiosa esa ausencia en tan lúcidos versos cuando Cernuda había sido traductor pro pane lucrando de poemas de Hölderlin, Eluard, Keats, Blake, Marwell o Yeats, incluso de la tragedia Troilo y Crésida de Shakespeare. Fue en la versión de esta obra cuando hizo la inevitable confesión que, a menudo, acompaña a las traducciones: “he pretendido, ante todo, fidelidad al texto original, combinadas literaridad y equivalencia, tratando de que el lenguaje no choque al lector o auditor por una modernidad extemporánea”.
Cuatro siglos atrás, los traductores castellanos habían experimentado similar inquietud y también habían justificado por qué no podían o no querían cumplir de manera ortodoxa dicha literalidad y equivalencia. ¿Actuaron como una suerte de censores los traductores de libros de Erasmo, de Bocaccio o de clásicos griegos y romanos? El tarraconense Felipe Mey al traducir los siete libros del Metamorfoseos de Ovidio advertía en el prólogo de 1586 que había “callado alguna cosa de poca importancia o por respeto de la honestidad o de nuestra religión”. En la práctica lo que realizó fue una adaptación cristiana de personajes y contenidos, cambiando el sentido del texto o del pensamiento filosófico.
Estatua del poeta Ovidio en Roma
En el Renacimiento los traductores reconocían, sin problema alguno, que manipulaban los textos. Pero no suprimían, añadían y cambiaban el orden a su parecer, sino conforme a la doxa de la que también eran partícipes. Ese traducir cristianamente quedaba justificado por la necesidad de captar la benevolencia del lector con el fin de complacerle según el gusto de la época. Los discursos sobre los peligros por leer sin control alguno calaron en los traductores, que también explicaban sus cambios por la necesidad de tutorizar al lector. El anónimo traductor del De praeparatione ad mortem de Erasmo (Burgos, 1535) justificaba la no literalidad de sus pasajes, porque si bien no hay doctrina “más sana ni más cathólica” que la de Erasmo, la “rudeza de los simples” le obligaba a “no sólo hacer oficio de intérprete, mas aun de exponedor, porque en libro tan provechoso ninguno pudiese hallar cosa en que tropezase por falta de no entender el sano entendimiento del autor”.
No debe extrañar que para justificar esos cambios algunos traductores se amparasen, incluso, en su comunicación directa con Dios, el primer censor. En 1533 un jerónimo de Talavera de la Reina tradujo del catalán al castellano Spill de la vida religiosa (Barcelona, 1515) para “corregir los vicios que en esta obra andaban (…) y así lo he hecho que Nuestro Señor me lo ha dado a entender”. Otros aludían a los nuevos tiempos, lo que antes era apropiado ahora no era útil, católica o políticamente correcto. Thámara en el prólogo al Libro de apotegmas de Erasmo (Amberes, 1549) avisaba que “en la interpretación no se ha seguido tanto la letra, ni la orden del autor, cuanto la brevedad y utilidad. Porque en los dichos y sentencias yo he dejado algunos, que para el tiempo no son tan convenientes ni tan a propósito dichas”.
El humanista Erasmo de Rotterdam
Los traductores actuaban también –decían ellos– como correctores de estilo o, incluso, como adaptadores a contextos nacionales que condicionaban las apropiaciones que de los textos hacían las comunidades de lectores. Así lo hizo Diego de Cisneros al explicar como tradujo los Ensayos de Montaigne entre 1634 y 1636. Para este excarmelita su traducción depuraba el original de proposiciones malsonantes y conseguía que Montaigne no apareciese ante los lectores con un autor de descrédito: “desechando lo malo y menos bueno nos quedamos con lo escogido y perfecto”. Sería una simpleza interpretar aquellas traducciones en función de la amenaza de la Inquisición. No olvidemos que el mismo Erasmo había propuesto en De ratione studii la interpretación eufemística y moralizante para ocultar los pasajes obscenos y, sobre todo, los irreverentes de los clásicos. Traducir censurando no era una práctica inquisitorial, sino humanista y europea.
En ocasiones, las diferencias entre el original y la versión eran tan enormes, que muy pronto surgieron las quejas. Diego Gracián, en el prólogo al lector de su traducción de los Morales de Plutarco (Alcalá, 1548) ironizó con los ejemplares que circulaban hasta ese momento de las Vidas del mismo autor, que bien podían llamarse “muertes o muertas (...) que están oscuras y faltas y mentirosas que apenas se pueden gustar ni leer ni entender por estar en muchas partes tan diferentes de su original griego, cuanto de blanco a prieto”. Nada había cambiado un siglo más tarde. En 1633 González de Salas también se lamentaba del descrédito en que habían caído los traducciones “siendo empresa tan dificultosa (…), solo se halla acometida, por la mayor parte, de la turba más incapaz”.
Pero no siempre esta forma de censura supone una traducción incompleta en comparación con el texto original. Se conocen casos al contrario, es decir, que la traducción se transforme en una forma de resistencia a la persistente censura. La novela del escritor egipcio Tawfiq al-Hakim, Yawmîyât nâ’ib fî-l-aryâf, fue publicada en 1937 y sus sucesivas ediciones fueron sustancialmente expurgadas. Sin embargo, las traducciones española de García Gómez (Diario de un fiscal rural) e inglesa de Abba Eban (Maze of Justice: Diary of a Country Prosecutor) utilizaron la primera edición. Así, estas versiones son más completas que todas las ediciones posteriores en su lengua original que se encuentran disponibles en bibliotecas y librerías del Mundo Árabe. Otro caso es el de la escritora siria Samar Attar, que traduce sus propias obras al inglés, aunque estén censuradas en su país natal.
Michel de Montaigne, creador del género del ensayo
No necesariamente al desaparecer institucionalmente la censura la traducción como forma de censura se extingue también. En ocasiones por la simple lógica del aluvión material de lo ya impreso. Así, cuando se implantó la libertad de expresión en la Constitución de 1978 no desaparecieron los libros permitidos pero censurados en sus traducciones. Como ha recordado Sergio Vila-Sanjuán, la acción de la censura se prolongó mientras se mantuvieron “en el mercado -y en las librerías- aquellas obras que habían sufrido su efecto”.
Las censuras nunca desaparecen sino que se transforman. Ejemplos no faltan. En las intervenciones textuales de los traductores se puede hablar, además, de una censura “cotidiana”, como sucede con el texto del etiquetado de productos de mercado. “Vino” o “manteca de cerdo” son eliminados como ingredientes de la etiqueta cuando estos productos son vendidos a países árabes.
Los estudios de la llamada Escuela de la Manipulación han recordado que traducir censurando ha sido y es una práctica habitual, en la medida que los traductores afectos a la facción en el poder manipulan los textos para esconder aquellos datos que puedan ser “peligrosos”. El resultado no es otro que una traducción encrática, conforme a la doxa, sometida a códigos. Sin embargo, la censura en la traducción no ha de entenderse únicamente como una iniciativa individual. André Lefevere ha destacado la interrelación de dos elementos: el patronazgo y la poética. En la reescritura intervendrían los poderes personales o institucionales y la aplicación de códigos dominantes –morales o políticos– a la traducción.
Un reciente episodio de traducción manipulada en función de la doxa dominante la ha protagonizado el presidente del Institut de Estudis Catalanas, Joandomènec Ros. En su versión castellana de Sapiens. De animales a dioses: Breve historia de la humanidad de Yuval Noah Harari tuvo a bien traducir Oxford por Madrid y Cambridge por Barcelona. Un cambio sin importancia si no fuera por que en el original en inglés se está refiriendo a ejemplos de bandas de cazadores que vivían hace 30.000 años en lugares próximos (unos 100 kms) y en el original en hebreo apenas a 50 kms (monte Carmelo y mar de Galilea). Ros realiza una traducción tan descaradamemte ideologizada que asigna el lugar de Madrid a los belicosos y el de Barcelona a los pacíficos. La editorial Debate justificó dicha traducción por un deseo del autor israelí de introducir ejemplos locales. De hecho en la versión catalana los ejemplos han sido Barcelona y Lérida.
En definitiva, las traducciones pueden imponer censuras difusas que alteran contenidos y sentidos y que reafirman a los agentes censores como traductores culturales, fieles al servicio de sus convicciones y del discurso ortodoxo de su fe o de su nación. Aunque siempre se podrá justiicar, tal y como hizo el valenciano Justiniano en su traducción de la Instrucción de la mujer cristiana de Vives (1528): “Hallarás muchas cosas añadidas en el romance que no están en el latín. No te escandalices, que si no me hubieran parecido bien no las hubiera puesto”.