Contaba Antonio Palau y Dulcet que un día intentaron venderle como original un facsímil de la prínceps de El Quijote que había publicado en 1897 la editorial barcelonesa Montaner y Simón. La osadía del vendedor fue más que notoria puesto que Palau era por aquellos años uno de los mejores y más cualificados bibliófilos españoles. No debió ser su única experiencia sobre fraudes librescos. En sus Memorias de un librero catalán, 1867-1935 dedicó varias páginas a los peligros que los facsímiles causaban en el mercado de libro viejo y de ocasión: “Siempre debemos sospechar de hojas y opúsculos de pocas páginas y de un valor comercial extraordinario. Es sabido que en los libros de los siglos XV y XVI hay hojas en facsímil tan bien ejecutadas, que si el librero no lo advirtiese al comprador, este lo ignoraría toda la vida”.
Francisco Mendoza en su espléndida obra La Pasión por los Libros (2002) explicó muy bien que no es lo mismo contrafacturas, falsificaciones y facsímiles. Cuando lo caro genera un irrefrenable deseo de posesión, esos tres modelos de reproducción de libros antiguos pueden confundirse interesada y lucrativamente. Pero no todas las reproducciones se han hecho o se hacen sin cumplir la ley. Ilegal es una edición contrahecha porque imita una edición legal anterior, ilegal es también una edición que se publica sin permiso o licencia de impresión o que reproduce en la portada datos falsos (autor, impresor, año o lugar de publicación). Por tanto, son ediciones piratas porque no poseen el permiso para imprimir o, en siglos más recientes, porque tampoco han pagado al autor. Nunca sabremos a ciencia cierta si un libro que poseemos es ilegal o no si, por ejemplo, el editor incumple el contrato con el autor y edita más ejemplares de la cantidad acordada para la primera o sucesivas ediciones.
El facsímil puede ser considerado un libro falso pero no necesariamente es ilegal. En sentido estricto es una imitación o reproducción idéntica de un escrito o impreso, con idea de conservar todas sus características de forma, color, trazos y calidad del libro y sin propósito de fraude. Se trata de hacer pasar por hecha a mano, y por tanto más cara, una obra salida de la estampa, o de reproducir una primera edición sin necesidad de hacerlo constar. Se suelen reproducir manuscritos raros, cotizados incunables o primeras ediciones con el fin de facilitar su conocimiento y divulgación, y acercarlos a estudiosos y amantes del arte en todo el mundo. En principio no hay engaño, salvo que a posteriori –como advirtió Palau– se cometa el fraude de hacer pasar por original un facsímil.
Portada y página del facsímil que el catalán López Fabra hizo del Quijote
La primera edición facsimilar que se conoce se hizo en Amberes en 1626 en la Officina Plantiniana de Moreto cuando se reprodujo, mediante unas trabajadas planchas de cobre, un manuscrito del siglo VI: el Martyrologium Hieronymianum. Pero no fue hasta el último tercio del siglo XIX cuando la edición facsimilar alcanzó su primera época de esplendor. A los avances técnicos con la impresión fotográfica se sumó el impulso de las sociedades de bibliófilos que reaccionaron contra la mecanización y el descenso de la calidad por la popularización de las impresiones, como el Roxburg Club de Londres, la Académie des Bibliophiles de París o la Bibliophile Society de Boston.
En España también se fundaron a finales del siglo pasado importantes sociedades bibliófilas en Madrid, Valencia y Barcelona. El primer facsímil hispano fue el del manuscrito autógrafo de Lope de Vega, El bastardo Mudarra, publicado en Madrid en 1864 por la Sociedad Foto-Zincográfica impulsada por Salustiano de Olózaga, a la sazón Presidente del Congreso y académico de la Lengua y de la Historia. La impresión salió del taller de Agustín Zaragoza que estaba casualmente en la calle Desengaño nº 29. Los originales lopescos los preparó Francisco López Fabra, coronel y geógrafo catalán que en 1871 también publicó la primera y celebrada edición facsímil de El Quijote. Entusiasmado con su proyecto lo presentó a Juan Eugenio Hartzenbuch, director de la Biblioteca Nacional, con este comentario: “que no haya español, amante de la mayor gloria literaria de su país, que no pueda ser dueño del Quijote, en los mismos caracteres, dibujos y forma que lo vio por primera vez salir de la prensa el inmortal Cervantes”.
Esta labor de reproducción facsimilar continuó hasta conocer en los últimos años del siglo XX una auténtica edad de oro. Vicent García Editores y el Club Conrad Haebler, Patrimonio Ediciones y la Asociación de Bibliófilos y Amigos de los Beatos, la Editora Internacional de Libros Antiguos y Concentus Libri , Moleiro Editor, Scriptorium Ediciones Limitadas, etc., son algunas de las sociedades y editoriales que han tenido o tienen como objetivo reeditar textos antiguos –en su gran mayoría, manuscritos-, a la vez que producir verdaderas joyas bibliográficas a precios bastante elevados. Destacan, por poner algunos ejemplos, las ediciones facsímiles de Los Triunfos de Petrarca, Libro de la Montería, De materia medica de Dioscórides, Libro del Caballero Zifar, Beato de Liébana, De balneis puteoli de Pietro da Eboli, el Breviario de Isabel la Católica o el Libro de Horas de Felipe II.
Manuscrito de El bastardo Mudarra, de Lope de Vega, publicado en Madrid en 1864
El siglo XXI ha conocido una popularización del facsímil menos costoso. Un grupo de estas ediciones baratas corresponde a títulos agotados y de difícil localización, publicados en siglos anteriores pero de gran utilidad para estudiosos de cualquier materia y que son impresos digitalmente a demanda. Otro grupo de facsímiles baratos se hallan a mitad de camino entre el coleccionismo y la nostalgia de la infancia perdida. Los mejores ejemplos son, sin duda, los libros de textos educativos del franquismo, como la Enciclopedia Álvarez, a la venta en quioscos y pocas librerías.
A diferencia de esta vulgarización, el coleccionismo privado de exquisitos facsímiles responde a otra peculiar interacción humana con el libro raro y valioso. En cierto modo se trata, como un bibliófilo ha sugerido, de una (im)posible relación erótica con el facsímil por ausencia del original. Más extraño es aún, como sucede con cierta frecuencia, la exposición en notarías de carísimos facsímiles como objeto de colección y distinción. Toda una paradójica lección sobre lo falso y lo verdadero en el espacio del “doy fe”, donde el facsímil se expone como apología de cómo se debe hacer una excelente falsificación. A fin de cuentas, los facsímiles son la mejor representación de una de las tensiones más comunes en la historia del libro, de las lecturas y los lectores: ser y aparentar ser o si, se prefiere, poseer y aparentar saber.