En periodismo, que es una de las formas de la literatura prosaica, no hay más que dos géneros: la entrevista y la crónica. Todos lo demás, incluso el celebérrimo reportaje, que no es más que una crónica extensa y profunda, son variaciones sobre estas dos formas básicas de contar historias. No hay más. Si acaso, menos: porque una entrevista, en el fondo, no es más que el artificio retórico que se construye con una parte del material de trabajo de una buena crónica, un género tan flexible y abierto como en su momento fue la novela, cuya relevancia social –a pesar de ser todavía el corazón de la industria editorial– es bastante relativa. Esto explica que la muerte de Tom Wolfe (Virginia, 1931-New York, 2018), el padre del nuevo periodismo, que en realidad no era tal, se haya leído en clave de endecha generacional. Ya saben: un sinfín de artículos de ilustres colegas, unos más brillantes que otros, elogiando las extraordinarias cualidades periodísticas de Wolfe, el maestro ecuménico.
Tras el empacho de tanta lectura previsible, donde abundan las batallitas a las que tan dados somos los plumillas, cabe hacerse una pregunta categórica. ¿Pero Wolfe era realmente un periodista? Lo cierto es que no. Al menos, desde el punto de vista del scoop, el arte de la exclusiva y la maestría de la confidencia. El escritor norteamericano más bien era un voyeur. Alguien que escribía a partir de lo que le contaban o veía con sus ojos. Un testigo. Su mérito nunca consistió en contar nada primero, sino en contarlo mejor, como nadie, y convertir en noticia lo que es tan evidente como invisible a primera vista.
Esta extraordinaria capacidad sólo se entiende si se tiene en cuenta que bajo el disfraz de su personaje –el periodista dandy que desde 1962 se vestía inmaculadamente de blanco, como la réplica irónica del muñeco de la cabecera de The New Yorker– lo que había era un prodigioso lector y un gran experto en literatura, dos rasgos que lo diferencian entre los de su especie y, al cabo, explican las razones por las que Wolfe fue su propio antólogo, un mérito que nadie de su generación ha igualado.
Los periodistas –es justo decirlo– no somos especialmente eruditos, sino unos tipos hábiles. Wolfe fue lo segundo –siempre– y jamás dejó de ser lo primero, aunque lo ocultó con maestría. Sus dotes escénicas eran antológicas: le bastaba disfrazarse de sí mismo para simular ser un frívolo –siendo en realidad un sabio– al que, como a Wilde, se le podían perdonar todas sus gloriosas impertinencias por presentarlas como chispeantes juegos de ingenio. Lo cierto es que supo criticar a su propia tribu como nadie, que es algo que en este oficio acostumbra a hacerse en privado y por motivos ideológicos o personales, rara vez literarios. No fue su caso. Sin la profunda formación en letras que poseía y el caudal de lecturas que acumulaba no hubiera podido impulsar la revolución que acometió dentro de las letras norteamericanas.
Conviene no olvidarlo: poseía un doctorado en literatura por Yale gracias a una tesis –escrita en los ratos libres que le dejaba sus primeras labores como gacetillero– sobre la influencia del comunismo en los escritores norteamericanos. “Al conseguir mi doctorado en literatura norteamericana en 1957, me hallaba en las garras crispadas de una enfermedad de nuestro tiempo cuyos pacientes experimentan un arrollador deseo de incorporarse al mundo real. Así empecé a trabajar en los periódicos. Yo nunca quise ser periodista porque el periodismo no era el camino hacia la gloria. Pero al graduarme sólo tenía dos opciones: dar clases o empezar a escribir en un periódico”. Su glorioso mito fue pues una autoconstrucción –retórica primero; mediática después– hecha a partir de una firme vocación literaria, más que noticiosa.
Empezó escribiendo obituarios en el Springfield Union, el único medio que lo admitió cuando se le ocurrió pedir trabajo por carta. “El lugar parecía el cepillo de limosnas de la iglesia de la Buena Voluntad... un confuso montón de desperdicios... Escombros y fatiga por doquier…Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en cuestiones literarias, cuando conseguí mi primer empleo en un periódico. Me impulsaba un ansia desatada y artificial hacia algo completamente distinto. Chicago, 1928, y todo lo que eso significaba... Reporteros borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río al amanecer... Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba Back of the Yards un barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche en vez de ojos... Noches enteras en la oficina de los detectives... Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística. Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película entera, sin que le faltase una escena…”.
Más tarde llegaría la escalera en dirección a la cima, con sus correspondientes estaciones en el Washington Post, New York Herald Tribune, Esquire, Rolling Stone y otras cabeceras míticas, un apartamento en el Upper East Side, la casa de Southampton (New York) y las tarifas de 7.000 euros por página que terminó cobrando por sus últimas novelas. Al contrario que otros nombres del periodismo norteamericano, Wolfe nunca quiso dirigir un diario. Consideraba que editar una publicación no era el trabajo esencial de un escritor de periódicos. De esta etapa, en la que el secreto doctor en letras se hizo pasar por un famélico plumilla, dejó escrita la formidable evocación con la que arranca su antología de El nuevo periodismo (Anagrama):
“Esas fraternales, descomedidas, resbaladizas, bañadas-en-alcohol recopilaciones de recuerdos sobre los días del periodismo y los hijos del siglo... esto es, las fantásticas sinuosidades de la competencia por situarse en el periodismo (…) todos ellos consideraban el periódico como un motel donde se pasa la noche en su ruta hacia el triunfo final. El objetivo era conseguir empleo en un periódico, permanecer íntegro, pagar el alquiler, conocer el mundo, acumular experiencia, tal vez pulir algo del amaneramiento de tu estilo... luego, dejar el empleo sin vacilar, decir adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte, trabajar día y noche durante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo final. El triunfo final se solía llamar la novela. No era una simple forma literaria. Era un fenómeno psicológico. Era una fiebre cerebral. Eso sería algún día... Mientras tanto, esos seres ideales continuaban allí batiéndose, en cualquier lugar de los Estados Unidos donde hubiera un periódico, luchando por una diminuta corona que el resto de los mortales ni siquiera conocía”.
Nadie ha retratado mejor el sueño efímero de quienes hemos aprendido a escribir en los diarios, a la vista de todos. En el caso de Wolfe el sendero no fue muy distinto, aunque cuando comenzó a hacer ficción había rebasado los cuarenta y era una firma de prestigio consolidado. Le había dado tiempo a hacer todo lo que debe hacer un escritor para captar el espíritu de su tiempo: mirar, escuchar, pensar. Y algo más: concebir la manera, entonces imposible, de hacer estilo en los periódicos, obsesionados con la acumulación de datos y la narración (falsamente) objetiva y referencial de la realidad. “El problema de la ficción” –dijo años más tarde en una conferencia en la Brown University– “es que tiene que ser plausible; y la realidad, por lo general, es estrambótica”. Ese fue su gran descubrimiento literario: no era necesario inventar nada, bastaba y sobraba con saber mirar alrededor. Trabajar en periódicos calamitosos –“son estupendos, te dejan probar cualquier cosa. No hay nada mejor para un reportero que un periódico en crisis”– le permitió experimentar la forma de quebrar el monocorde discurso del periodismo de su tiempo.
La solución fue introducir la subjetividad, que es un recurso lírico, más que narrativo. Hunter S. Thomson lo hizo sublimando la primera persona con su periodismo gonzo, donde el protagonista era su personaje público, el célebre politoxicómano de Miedo y Asco en Las Vegas. Wolfe, aunque al principio cometiera el error de nombrarse en sus relatos, se dio cuenta pronto que era mucho más efectivo retratar a los demás. La fábula era innecesaria: la sociedad norteamericana cambiaba en la década de sesenta a una velocidad tal que ni los mejores novelistas podían imaginar. “Son mucho mejores los reportajes que las novelas americanas de la segunda mitad del siglo XX”, repitió hasta el final. El periodismo reflejaba el espíritu de su tiempo mejor que la ficción. Enseñaba cómo era el mundo y lo resumía (para todos: pobres y ricos, honrados y diablos) en diez folios a triple espacio. Un día tras otro.
La cuestión era cómo ponerle letra y música –la escritura no es más que una forma swing– a esta transformación cultural. “Cada época tiene su tono moral y no puedes escapar de él”. La religión de su tiempo era la hipocresía, que retrató bajo las formas prosaicas de la sátira, el humor irónico y la caricatura realista. Algunos decían que era un escritor pop, pero Wolfe, básicamente, lo que estaba haciendo era el gamberro, sólo que disfrazado de gentleman. Su tendencia a la impertinencia, que en periodismo es la cualidad más meritoria, dio a algunos la impresión de que era un periodista progresista, del mismo modo que, cuando comenzó a mostrar las contradicciones de la izquierda exquisita, le tildaron de conservador. La corrección política nunca fue de su agrado. Es una traición al oficio: la verdad no tiene que ser amable, sino cierta. “Si no sigues el rumbo marcado te meterás en problemas. Me declaro independiente, signifique lo que signifique la palabra”, proclamaba.
Votó a Bush y admiraba públicamente a Reagan, pero nunca escribió al dictado de nadie que no fuera él mismo. Su única profesión de fe era el realismo y una sinceridad que le generó notables detractores, entre ellos muchos colegas de profesión, obsesionados con convertir su intimidad en materia narrativa. El consejo de salir a la calle a hablar con la gente no es una recomendación para los periodistas de su tiempo –casi todos lo hacían– sino un consejo malévolo dedicado a los novelistas de su era. Su poética sobre la novela, que consideraba un género casi difunto, superado por la no ficción, dibuja una línea de realismo intencional que comienza con Henry Fielding y continúa con Dickens, Dostoievski, Balzac, Zola y Sinclair Lewis. Escritores que no se miran a sí mismos. Que retratan a los demás. Y que aprendieron a escribir en devastadas redacciones de periódicos, igual que los viejos bisontes de las praderas.