A Kiko Veneno alguna vez se le ve por Sevilla (o por donde toque) con el compás de las piernas algo abierto y remolcando un pelo blanco en punta, cuando no directamente revuelto. Luego trae los ojos pequeños. Las camisas rumbosas. Las manos rápidas de sanador. La voz algo resignada por algunas noches de más y otros tabacos. No es alto, ni mucho menos, pero tiene una de esas voces singulares que otorgan más estatura. Es un tipo con algo de gato furtivo. Un icono de la música desde que hizo patrulla con los Pata Negra, con Martirio, con Santiago Auserón y, algo antes, junto a Camarón en La leyenda del tiempo, aquel disco que puso del revés el mundo curvo del cante jondo.
De su rastro sale, por tanto, un músico afortunado a la contra de los heroísmos de la fortuna. Un animal salido del alambre de las madrugadas al que se le caían por ahí rimas con sabor a LSD y carne de puchero. En 2012 le asestaron desde el Ministerio de Cultura el Premio Nacional de Músicas Actuales, pero a él nunca le han afectado esas inmediaciones de la gloria. Parece que sigue en la vida con el corazón apache del que pisa mejor los empedrados que las alfombras. Es un moderno con mucho pasado. Lo suyo dispensa todavía una onda única: la mezcla, la bastardía de géneros, la alquimia de fundir lo raro con lo viejo y hacer magia con ello.
“Las obras de arte nacen con dolor, luchando por hacer realidad tu visión contra las circunstancias”, le soltó a Luis Clemente en el libro Kiko Veneno: flamenco rock (La Máscara, 1995) este medio catalán, medio andaluz que vino a dar a luz en 1977, a la vuelta de un viaje por California, el disco Veneno, cumbre de la música en español. Allí, este tipo nacido en Figueres se enroló con dos gitanos, Rafael y Raimundo Amador, salidos de la barriada sevillana de las Tres Mil, para levantar un sonido nuevo a medias flamenco, funk o lo que fuera surgiendo de un ejercicio improvisado donde se fundía todo: rock, zen, blues… con ayuda del humo, el polvo blanco y las pildorillas.
Raimundo Amador, con un puro en la boca, tocando una guitarra.
“Él era un payo anárquico teórico, pero los gitanos eran anarquistas de verdad, supervivientes en medio de un campo muy chungo de perdedores”, ha explicado sobre aquella extraña reunión Ricardo Pachón, el productor de ese trabajo considerado hoy legendario, subversivo, surrealista, provocador, pero sin brillo entonces salvo en lo que suponía de locura. “Cuando salió nuestro primer disco no se enteró casi nadie; la gente no empezó a valorarlo hasta tres o cuatro años después cuando ya nos habíamos separado. Pero se puede decir que dimos con una vía nueva, y los primeros alucinados por cómo salió el disco fuimos nosotros mismos”, confesaba Kiko Veneno a la revista Boogie en 1989.
Es cierto: aquel álbum tenía mucho de lumbre inédita, una mezcla de guitarras flamencas sobre bajo y batería enganchada a letras de humor surrealista y cachondeo contracultural, salvo el tema No pido mucho, basado en un poema de Miquel Martí i Pol. No se vendieron más allá de unos pocos centenares un disco que llevaba en la carátula de los ejemplares el nombre del grupo grabado a fuego en una tableta de hachís. La osadía, lógicamente, no pasó la censura y la casa discográfica, la multinacional CBS, optó por dejar solamente la palabra “veneno” sobre un fondo que se asemeja a la arena de la playa. “Una porquería, vamos”, en palabras del productor Ricardo Pachón.
Con todo, alguna crítica sí celebró el trabajo. “Su música, plena de frescura, espontaneidad, garra y desvergüenza está asombrando a los críticos sometidos al ímprobo esfuerzo de situar mínimamente el trabajo de Veneno en unas coordenadas asequibles”, comentaba Diego Carrasco en la revista Vibraciones. José Manuel Costa valoró que “el elepé es una muestra perfecta de dadaísmo rock aflamencado”. “Veneno es la sorpresa más agradable proporcionada por la música hispánica en el Año de Gracia de 1977”, apuntó Diego Manrique. Jesús Ordovás vaticinó que “este plástico va a ser fundamental para el despertar definitivo del rollo en nuestros lares.
Kiko Veneno, con Raimundo Amador, durante un concierto.
Precisamente, Ordovás relata en Fiebre de vivir. Apocalípticos y desintegrados en el rock español de los 70 (Efe Eme, 2017) algunos episodios delirantes de la promoción del elepé. Pero, acaso, ninguno como el choque de Kiko Veneno con Vicente Mariscal Romero en Radio Centro de Madrid. “Allí está tras el cristal de su cabina, una especie de mono con el alma llena de pelos diseñado por El Papus, llenando las ondas de groseras y sucias emanaciones tontas”, contaría el músico en Disco Exprés. Por la misma vía, el locutor dio su versión de los hechos: “Le dije, eres un pasota de poca clase y tienes muy poco estilo. Eres un perfecto imbécil. Yo me cuelgo como tú… y follo como tú”.
Pero este disparate sólo vino a ser una extensión de la anarquía vivida en la grabación del álbum, un episodio con tintes casi míticos que ha revisado Ignacio Díaz Pérez en su reciente Historia del rock andaluz (Almuzara, 2018). Ricardo Pachón tuvo que expulsar del estudio a los familiares allí presentes, quienes llegaron a abrir y comer una sandía sobre un piano de gran cola Steinway para escándalo de los técnicos. Como medida drástica, al día siguiente, el productor optó por disolver un tripi en un tazón de té que repartió y dio de beber a los músicos. “Y de esa forma se grabó el disco entero en un solo día. En una sola sesión. Del tirón”, recuerda. “En ácido total”.
La aventura, no obstante, acabaría poco tiempo después, con los conciertos en la Sala Villarroel de Barcelona, donde se presentaron sin ensayar durante más de dos meses. La culpa, allí, la tuvo la mezcalina, una sustancia alucinógena obtenida a partir de las flores de los cactus. “Al final, Raimundo rompió su guitarra, una Telecaster de la Serie L de Fender que hoy costaría lo que vale un coche. Cogió la guitarra por el mástil y, ¡bum!, la destrozó –evoca Pachón-. Recuerdo una crítica muy graciosa de un periódico que decía que el grupo Veneno había decidido suicidarse y había elegido la bella ciudad de Barcelona para consumarlo. Y así fue. Ya después de aquel concierto no hubo más. Ése fue el final”.