Contestemos rápido a dos de las preguntas más manidas sobre el viaje en la actualidad antes de que surjan. ¿Ha muerto el viaje? ¿Todo viajero es turista? No, el viaje no ha muerto y todo viajero no es turista. Para entenderlo, habría que definir la categoría viaje o, mejor dicho, la forma cultural del viaje; esa palabra bajo cuyo paraguas se ampara una buena parte de las figuras del pensamiento contemporáneo. Nomadismo, errancia, exilio, diáspora, desplazamiento. El viaje consta de tres partes: salida, traslado y llegada (Eric J. Leed). En la salida, el viajero se aleja de sus referentes culturales. En el traslado, se halla en la posición más vulnerable, a medio camino entre la pérdida de referentes y su reencuentro, y se somete al movimiento. En la llegada, se encuentra por fin con lo extraño y, de ese acto, surge o no una reflexión, un cambio y una mirada y voz diferentes.
Según Friedrich Wolfzettel, el viaje se caracteriza por una estructura mítica o iniciática. El viajero se sitúa frente a unos límites o pruebas, lo diferente, y se reconoce a sí mismo gracias a ellos. Creo que es Dennis Porter quien habla de viajes endocéntricos y excéntricos, definiciones que retoma Claudio Magris en unas de las páginas más espléndidas sobre el viaje contemporáneo, el prólogo de Il infinito viaggiare. El endocéntrico tiene lugar cuando el viajero vuelve sin haber alterado sus referentes y el exocéntrico, cuando vuelve o se queda en el destino pero transformado. A mí también me gusta aquella (y mía es) de la búsqueda y el encuentro. El viajero prepara su itinerario, porque los viajes se preparan y preparan, y sale a la búsqueda de algo. Sin embargo, se encuentra con cosas que no preveía: lo inesperado, la sorpresa, el caos… Es en la intemperie del encuentro donde el viaje da más de sí y se hace viaje. Por eso no ha muerto. Porque basta evitar las rutas acostumbradas para tener encuentros y, también, por qué no, elegir ser turista para dejarse llevar por un itinerario conocido, y el murmullo y la seguridad del grupo.
Los motivos del viaje desde la Antigüedad han sido infinitos, si bien es cierto que coinciden en el tiempo y en las geografías. Descubrimiento, paraíso perdido, peregrinación, conquista, conocimiento, huida, etc. Característica es del viaje y los viajeros, como sabemos, seguirse uno a otros. Lo he dicho en otras ocasiones, si trazásemos en un mapa el recorrido de los itinerarios veríamos que tienen formas casi iguales. Porque para visitar lo desconocido hay que agarrarse a lo conocido. De hecho, cuanto más diferente es el destino más se aferra el viajero o, mejor, lo interpreta a partir de sus referentes. ¡Qué fascinantes las descripciones de las jirafas, los hipopótamos, los seres sin cabeza, etc. entre los siglos XII al XVIII! Qué esfuerzo de lenguaje para hablar de lo que no se ha visto nunca. El lenguaje se tensa, se ensancha e intenta recoger con mil sustantivos y frases subordinadas lo visto por primera vez. Cuanto más extraño, más minuciosas y arqueológicas las descripciones. Como si el detalle alejara del miedo de lo extraño y la dificultad de representarlo. Se podría llamar algo así como: “conocer lo desconocido por lo conocido”.
Kiosco del Palacio de Gezireh / Ebers, Georg Moritz (1837-1898)
Desde que el viaje es viaje, es una forma de la cultura. Es decir, habla y describe las mentalidades y las sociedades del hombre y de la mujer por los siglos de los siglos. De allí, que el estudio del mismo no deba centrarse solo en la biografía del viajero, la descripción del viaje y, si hay suerte, las aportaciones estilísticas del libro (si se escribe), sino lo que puede aportar al estudio de la mentalidades y a la historia de las ideas. Por ejemplo, cómo era el miedo en la época antigua; cuándo dejó la curiosidad de ser negativa para convertirse en un motor del conocimiento; qué valor tienen el movimiento y la velocidad a lo largo de los siglos; dónde se sitúan hoy las utopías.
Asimismo, uno de los motivos del viaje ha sido el cultural. Aunque no estaría de más recordar los significados que ha tenido la cultura a lo largo de la historia, entiendo esta en términos generales de educación y conocimiento. Hay que llegar a mediados del siglo XVII y al conocido Grand tour para hablar de cómo los dos rigen el viaje. Hasta entonces son motores del desplazamiento. Se viaja para conocer aunque con el objeto último de conquistar, comerciar o convertir. Va a ser en los viajes por Europa de su burguesía cuando el objeto sea el conocimiento por el conocimiento y la educación por la educación. Se viaja para tener una mayor educación pues, entre otras cosas, las universidades inglesas, país de donde proceden una gran parte de los viajeros, están en decadencia y, en el viaje, además de percibir in situ las grandes obras artísticas, se pueden aprender lenguas extranjeras. No me detendré más en el Grand tour, ha sido uno de los viajes más estudiados aunque quedan temas por ampliar. Por ejemplo, ¿qué significa para España e Italia que los viajeros europeos se fijen casi exclusivamente en el Renacimiento y la llamada época clásica? ¿Por qué es necesario desplazarse para adquirir conocimiento y ya no basta con los libros, como en épocas anteriores.
Si el viaje significa continuar con rutas anteriores, qué siguieron los viajeros que buscaban el conocimiento y la educación. En primer lugar, la comprobación. Querían comprobar si lo que habían leído y aprendido coincidía con lo que veían. El sentido de la mirada se convirtió así en el órgano rector de la verdad. De tal modo que la comprobación pasó a ser verificación. Además, se hicieron con objetos o pruebas de los destinos. Las colecciones científicas aumentaron, y se crearon las de objetos raros y curiosos. Así se podían mostrar a la vuelta, y asegurar mejor su veracidad pues la percepción se ampliaba al tacto y al olfato. Más allá, la comprobación y verificación hizo realidad uno de los sueños preferidos de los viajeros científicos: identificar los errores de lo leído y corregirlos. ¿Se viajaba para aprender o, finalmente, solo para buscar lo que decían los textos y corregirlos?
Cantores ciegos. Sepulcro egipcio (1882) / KARL WERNER
Poco a poco, el objeto de viaje cambió y se pasó a seguir los testimonios de hombres y mujeres. ¿Qué habían aprendido y conocido? ¿Podía el viaje generar el mismo conocimiento que en viajeros anteriores? O, mejor, ¿sería capaz el destino de contestar a las preguntas, silencios y dudas que plantearon los escritores de los libros de viaje y quedaron sin respuesta? Es así cómo el viajero deja de seguir la palabra escrita y busca aproximarse, incluso ser, sentir, las mismas emociones y experiencias que otros y otras. Otro aprendizaje y educación. Se puede ser igual que el viajero que se admira, viendo lo mismo que él. Por ejemplo, hay que ir a las faldas de Damavand para sentir, frente a lo sublime y exótico de la cordillera, los límites de uno mismo, como le ocurre a Annemarie Schwarzenbach. O viajar al Rif para entender por qué guardan silencio los combatientes de la guerra de África cuando se les pregunta por la contienda, como le ocurre al del escritor Lorenzo Silva.
El viaje no ha muerto. Se viaja a la búsqueda de la experiencia cultural que provoca. Una vez democratizados viaje y cultura, se repara más (y en algunos casos mejor) en las representaciones culturales. Viajar puede devolver la realidad de las obras maestras y, con ellas, quizá, revivir la experiencia de sus autores. Uno de los motivos de los últimos viajes. Llegar a Delft para encuadrar el cuadro de Vermeer, Vista de Delft. Ir a Alejandría para leer a Kavafis. A Londres, para conocer las casas donde vivió Virginia Woolf. A Roma, para pasear por los exteriores de las películas de Passolini (ya hay carteles del ayuntamiento para seguir el itinerario). A Japón, a la búsqueda de los faros del cine de Yasujiro Ozu.
Miniatura del libro Los viajes de Marco Polo (1254).
También hay viajes que buscan otro tipo de experiencias culturales. Existen y resultan extraños, sorprendentes y muy perturbadores y, de nuevo, tienen una voluntad testimonial. Tratan de arrancar al lugar las respuestas de hechos y acciones que no las devolverán jamás. Por ejemplo, la visita al área de Chernóbil; ir a Auschwitz o Mauthausen; ver la zona cero de Nueva York o las ruinas de Hiroshima.
El viaje no ha muerto y tiene en la búsqueda de experiencias culturales uno de sus últimos motivos. ¿Puede ser además objeto del turismo cultural? Por supuesto. Siendo la cultura una de las últimas cosas en las que se ha fijado la economía para obtener beneficios, cada vez se desarrollará más. No pienso solo en los cruceros que recalan en las costas del país para visitar las sedes y subsedes de los museos, ni en los grupos de Extremo Oriente que inundan las pinturas budistas de Seguiriya en Sri Lanka.
Pienso en un turismo cultural que busca cada vez más la diferencia y la exclusividad, cuyos viajes existen hace años y comienzan a ser imitados para ganar, ganar y ganar más dinero. Por ejemplo, japoneses que hacen coincidir sus viajes con la llegada de las cosechas de vino en Europa y escuchar a los mejores directores de orquesta del mundo, cuyos conciertos se organizan en exclusiva para ellos. O turistas a quienes se les reproduce batallas en tiempo real (Waterloo, por ejemplo) con actores y artillería en EEUU. Sin embargo, no todo está perdido, siempre quedará alguien que intente atrapar la luz del color del vino, que citaba Homero, en el mar o alguien que cierre los ojos ante una ciudad que no le gusta e imagine como sería la de sus sueños.