Este señor de Carabanchel asistió con dieciséis años a una función de Doña Rosita la soltera, de Lorca, en un montaje de Jorge Lavelli con Núria Espert al frente del reparto y de la descarga no llegó a recuperarse del todo. Del calambrazo en la butaca del María Guerrero de Madrid saltó directamente al caldero de la literatura y, en la menestra de las letras, comenzó a inventar diálogos y escenas que le acercaron de frente a la sonoridad del teatro. Ahora acaba de poner un pie en la Real Academia Española (RAE) para ocupar el sillón M. Con su llegada, la institución ampliará su raquítica escudería de cómicos, apenas representada por el actor y director José Luis Gómez.
Juan Mayorga (Madrid, 1965) está encaramado hoy en lo más alto del teatro español desde otras coordenadas. Está fuera de la gloria convencional de los autores pasajeros y del rigor de los dramaturgos con polilla. Porque viene de un astillero intelectual insólito en los escenarios. Él estudió Matemáticas. También Filosofía. Bajo la dirección de Reyes Mate, dedicó su tesis doctoral (Revolución conservadora y conservación revolucionaria, publicada por Anthropos en 2003) al pensamiento de Walter Benjamin. Este derrape, claro, explica el cinturón de dinamita política que ciñe toda su obra: “La memoria del pasado fallido nos da fuerza en el combate con las injusticias presentes”.
Con su llegada la Real Academia de la Lengua, donde ocupará el sillón M, ampliará su raquítica escudería de cómicos, apenas representada por el actor y director José Luis Gómez.
“El teatro fue probablemente el primer modo de hacer historia. Antes de que hubiese escritura e incluso palabra, el hombre utilizó el teatro para compartir su experiencia. Probablemente, el primer hombre que vio el fuego mimó su encuentro con éste para dar cuenta de él a otros hombres. En este sentido, el teatro fue el primer medio que el hombre halló para representar su pasado”, explica Juan Mayorga en El dramaturgo como historiador, una de las piezas teóricas reunidas en el libro Elipses (La Uña Rota, 2016). “Contar lo que los historiadores no han visto, y contarlo desde abajo”, remata a modo de mapa para recorrer su obra dramática.
El dramaturgo Juan Mayorga ocupará el sillón M de la Real Academia / ENTRECAJAS PRODUCCIONES
En la polémica. O, quizás mejor, en el conflicto. En los lugares de colisión del pasado es donde encuentra el perímetro creativo este autor. Ya en su primera pieza, Siete hombres buenos (1989), llevó a escena al gobierno de la República española reunido en un sótano en su exilio mexicano. En Cartas de amor a Stalin (1997) fijó las vivencias de Mijail Bulgákov, a quien el régimen soviético condenó al silencio. Himmelweg (2003) recrea la visita real a un campo de exterminio de un delegado de la Cruz Roja que redactó un informe positivo sobre las condiciones de vida de los judíos concentrados. Su protagonista no reconoció –o no quiso hacerlo- que había asistido a una mascarada.
Estudió Matemáticas y Filosofía y dedicó su tesis doctoral (Revolución conservadora y conservación revolucionaria, publicada por Anthropos en 2003) al pensamiento de Walter Benjamin
Con estos mismos materiales de derribo, Mayorga ha escrito El sueño de Ginebra (1993) alrededor de Jackie Kennedy Onassis; El Gordo y el Flaco (2001), sobre Laurel y Hardy o sobre dos tipos que creían ser ellos; Últimas palabras de Copito de Nieve (2004), cuyo protagonista es el gorila albino del zoo de Barcelona; La tortuga de Darwin (2008), levantada a partir de la noticia de que aún vivía uno de los animales que el científico investigó en las Islas Galápagos, y Reikiavik (2012), construida sobre el duelo que se desarrolló en el verano frío y lluvioso de 1972 entre el campeón del mundo de ajedrez, el soviético Boris Spassky y el retador norteamericano, Bobby Fischer.
Pero en la gimnasia de su teatro también está el recurso permanente a la memoria y a la inteligencia del espectador, al que pretende convertir en cómplice necesario para la interpretación de la obra. “La razón última del teatro es la de convocar a la asamblea para, en asamblea, representar posibilidades de la existencia humana”, aclara Mayorga en otro de sus textos teóricos, Razón de teatro, enclavijándose así en esa cofradía necesaria que a veces sabe cómo hacer de un texto un espejo colectivo. Porque, en ocasiones, el teatro es lo más vivible de la vida. Un aquelarre o una plaza desde donde lanzar verdades inflamables del tipo: “Una sociedad nunca será mejor que su escuela”.
José Luis García-Pérez y Blanca Portillo, en ‘El cartógrafo’ de Juan Mayorga / ENTRECAJAS PRODUCCIONES
En su opinión, el lenguaje es la cuestión política por excelencia. Quién escribe las palabras. Hasta qué punto están ocupadas por frases e ideas del poder... Son preguntas que parece plantear asiduamente en sus textos este autor, quien desliza al escribir toda la poesía macerada dentro de ese silencio científico del que se puso a mirar alrededor y sabe fijarse en aquello que no se ve de la gente o de sus demonios. En esta línea, alguna vez ha confesado que nunca sale de su casa sin un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo por si a la vuelta de la esquina se encuentra con una escena, un diálogo, un papel, una escenografía, un conflicto.
Para Mayorga, el lenguaje es la cuestión política por excelencia. Su discurso de ingreso en la Academia lo dedicará, probablemente, al silencio, "una palabra muy teatral"
A día de hoy lleva acumuladas una treintena de obras, la mayoría reunidas en el libro Teatro 1989-2014 (La Uña Rota, 2014), donde es posible descubrir una fuerza crítica común que lo emparenta con los sulfurosos, con algunos de los mejores creadores, aquellos que se hacen sitio armando una diatriba con algo de signo esperanzador al modo de Walter Benjamin (otra vez). De la lectura de toda su producción --con sus ecos, senderos y pasadizos comunes-- se deduce que Mayorga concibe el teatro como un espacio en el que decir de otro modo las cosas que tienen que ser dichas. Que cree en la palabra como una forma sana de sublevación. O incluso insana. Pero necesaria.
El nuevo académico de la RAE ha anunciado que, probablemente, dedicará su discurso de ingreso al silencio, “una palabra muy teatral”. Lo ha dicho apoyando la paradoja en un saber recrudecido por muchos años de oficio, como el que descansa el rifle contra la tapia. Él, que también ha realizado versiones de Eurípides, Shakespeare, Lope de Vega, Calderón, Chéjov e Ibsen, concibe el teatro como algo más que lo ya dicho. Casi una forma de alumbrar, aunque sea el horror, como en la reciente El cartógrafo. Varsovia 1:400.000 (2017). “Para mí, un relato es una percha donde colgar un silencio, que se tiene que escuchar y ver”, concluye.