El 25 de septiembre de 844 una holgada flota vikinga teñía de ocre el Guadalquivir. Unos 80 navíos remontaban la desembocadura hasta llegar a la Isla Menor de las marismas. Desde el asentamiento dirigieron sus operaciones, hasta que un 3 de octubre cayó Sevilla. Cuando las noticias llegaron al emir de Córdoba, Abd al-Rahman II (792-852 d.C.), reunió sus ejércitos cerca de la ciudad de Carmona. Allí tuvo lugar el encuentro. Unos 1.000 vikingos dieron con los cuernos en el suelo, mientras que 400 acabaron en el predio.
Tras la derrota, el monarca vikingo Horic I (m. 854), mandó una delegación para pedir la paz y establecer relaciones comerciales. A la misiva respondió Abd al-Rahman enviando a la vuelta de los normandos a uno de sus mejores hombres. El nombre de este jienense, interminable, Abu Zakariya Yahya ben Hakam al-Bakri al-Jayyani (772-852 d.C.), apodado al-Ghazal (la gacela), lo que en poesía andalusí viene a ser sinónimo de belleza. Pero la elegancia de aquel visir y también poeta, no sólo residía en el físico, poseía además el don de la elocuencia. Una gran virtud que le permitía saber cómo entrar y cómo salir. Para al-Ghazal las artes diplomáticas no tenían secreto. Años atrás había representado al emir ante el mismísimo emperador Teófilo de Bizancio (813-842 d.C.).
Hombre de ciencias además de letras, contaba entre sus allegados con la compañía del astrónomo rondeño Ibn Firnas (810-887 d.C.), el primer hombre pájaro, inventor del ala delta, y del visir Tammam ibn Alqama, a quien confió los avatares de su último viaje. En 1159, el valenciano Ibn Dihya basándose en los testimonios de Alqama puso por escrito el fascinante periplo por tierras vikingas.
Un hispanoárabe entre rubios
La expedición se inició en la primavera del 845. Las naves partieron de Silves, un bello fondeadero al sur de al-Gharb (El Algarve), rodeado de bosques de pino y nogal, materia primordial para la construcción de barcos. La expedición la constituían varios navíos impulsados con puño férreo y la vaga ayuda de un solo trapo. Los drakkars, pintados de rojo con su proa curva en forma de dragón y sus escudos centelleantes colgados de la borda, constituían una estampa de alto contraste al lado de la modesta safina del visir.
Siguiendo el texto de Ibn Dihya, varias jornadas después de salir a mar abierto, al pasar por un gran promontorio denominado Aluwiyah (cabo de Finisterre), cerca de la frontera más occidental del emirato, se desataron vientos de componente noroeste que elevaron olas como montaña, cortaron cuerdas y rasgaron velas. Al-Ghazal llegó a temer por su vida: “Y el ángel de la muerte trataba de agarrarnos, sin escape alguno, y vimos la muerte al igual que el ojo ve un estado tras otro”. Superado el temporal llegaron a lo que para el argonauta se trataba de una gran isla, aunque la mayoría de las tesis apuntan a que se trataba de la península de Jutlandia (Dinamarca).
A su llegada, el viajero descubre una tierra verde, fértil, con ricos cursos de agua y un pequeño caserío junto a la costa. Nada que ver con la Córdoba del emirato que, según los hallazgos arqueológicos, llegó a albergar a unos 500.000 habitantes. La capital era pequeña pero el reino extenso. Los mayus, como así denominaban los árabes a los primitivos adoradores del fuego, eran “demasiado numerosos para ser contados” cuando se agolpaban en torno al poeta para admirar sus anchas vestiduras y su tez moruna. El choque de culturas tuvo que ser grandioso.
Danesas en la Costa del Sol
Una de las cosas que más sorprendió a al-Ghazal era cómo aquella manada de fieras con ropas ajustadas dejaba plena libertad a aquellas mujeres corpulentas de largas trenzas pajizas. Libertad para elegir marido e incluso para abandonarlo. En palabras de la reina Nud los celos no existían en su comunidad. Las mujeres permanecían con sus maridos en tanto éstos le agradaran, pero podían separarse en cuanto estos dejase de cautivarlas. Esa fue la respuesta a la preocupación del poeta de causar agravio al rey por las continuas visitas a la reina Nud. Al-Ghazal quedó prendado de la monarca en tanto que llegó a dedicarle un poema: “Estoy enamorado de una mujer vikinga / que no dejará que se ponga el sol de la belleza, / que vive en los confines de lo creado por Allah, / donde no encuentra el camino el que hacia ella va”.
En septiembre del 846 llegó la hora de retornar. El rey Horic I quedó complacido por la visita. Entregó cartas de amistad al emir de Córdoba y ciertos tratados de paz para el rey leonés Ramiro I. Nud quedó satisfecha por haber conocido a hombre de costumbres tan singulares. Al-Ghazal elogió al pueblo vikingo, alabó sus hazañas en sus testimonios y la safina zarpó rumbo al sur. A partir de esta embajada, las relaciones comerciales se intensificaron. Los mayus habían abandonado sus primitivas creencias y abrazado la fe cristiana, lo que les permitió fijar nuevos mercados con los seguidores de otras religiones abrahámicas, e incluso posibilitaron los matrimonios mixtos con musulmanes. De hecho, el flujo de danesas a la península fue tan constante que, se creó en Málaga cierta academia para educarlas en las tradiciones islámicas.
Más comerciantes que guerreros
El texto de Ibn Dihya es una historia bastante fidedigna. Salpicado con alguna que otra anécdota del género tradicional con el objetivo de entretener al lector, pero está exento del gusto por los prodigios que suele darse en otros relatos de viajes. Se trata de una pieza de gran valor documental no sólo para conocer algunas de las costumbres de los nórdicos, sino para entender sus relaciones comerciales con otros pueblos. Según las fuentes históricas, Europa occidental se veía de continuo asaltada por estas hordas del mar, que quemaban y saqueaban a sangre lo principales puertos del Atlántico e incluso del Mediterráneo, pero la realidad era algo más compleja.
En sus orígenes esas expediciones respondían a viajes comerciales combinados con la piratería, como atestigua el viaje de al-Ghazal. Sólo gradualmente se convirtieron en expediciones de conquista. Noruegos y daneses se dirigirían hacia el oeste, fundando los reinos vikingos de Irlanda y Escocia, e incluso penetrarían en el Sena para sitiar París (845). Los suecos en cambio, optaron por los ríos rusos, el mar Caspio y el Negro, llegando a comerciar con Constantinopla y el califato árabe.