Cervantes estuvo en Barcelona en 1610, así lo argumentó Martín de Riquer. El escritor alcalaíno viajó a la capital catalana con la intención de ser recibido por el conde de Lemos, que estaba de paso para tomar posesión de su nuevo cargo como virrey de Nápoles. Aunque fracasó en su intento para que lo aceptasen en el séquito del conde, en esos días de junio Cervantes disfrutó de una Barcelona que, en su novelita Las dos doncellas, denominó “honra de España” y “ejemplo de lealtad”. Sus piropos alcanzaron fama cuando en el capítulo LXXII de la segunda parte del Quijote calificó a Barcelona de “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza única”.
Quizás, como ha dicho Ricardo García Cárcel, estos elogios son demasiado retóricos para ser creíbles. No así las verosímiles andanzas del caballero y el escudero por tierras catalanas, hay cierto encaje de la ficción novelesca quijotesca con la realidad social de aquellos años. Es cierto, la Cataluña del Quijote son caminos infestados de bandoleros y son costas con constantes y fugaces desembarcos de corsarios. A este retrato paradójico de la convulsa y apacible Cataluña se suma que estos episodios han sido considerados por los cervantistas como el triunfo de la realidad. Barcelona es el escenario del final del sueño quijotesco, pero ¿cómo era la ciudad que visitó Cervantes?
Grabado que representa la visita de don Quijote a Barcelona.
“Barcelona no ha estat mai una ciutat morta”, afirmó Pierre Vilar al referirse a la capital catalana de los siglos XVI y XVII. Se ha convertido en un tópico insistir en la ciudad decadente, pero siempre exceptuando algún aspecto, fueran las élites, los gremios, la inmigración, la producción textil, el mercado del libro, las lenguas, etc. James Amelang apuntó que, bajo la imagen de estancamiento, se extendía la fluida realidad de la vida cotidiana, inmersa en un cambio constante. Albert Garcia Espuche ha negado el tópico de la decadencia catalana y concluye que fue una época de reconstitución económica y demográfica, un siglo decisivo que se inicia a mediados del siglo XVI hasta el freno de la crisis de 1640.
La Barcelona que conoció Cervantes era una ciudad en movimiento, activa. Los cuarenta mil habitantes se agolpaban en barrios cercanos al puerto. Los franceses llegaban en oleadas, en su mayoría inmigrantes pobres y jóvenes varones que ocupaban los trabajos menos agradecidos. Barcelona era una ciudad de oportunidades. Muchos catalanes del interior también bajaban a la capital, no solo atraídos por un mejor porvenir sino también en busca de algún negocio. Mercaderes, arrieros, aprendices o estudiantes provenientes de villas y de ciudades catalanas en expansión llegaban a la gran urbe expectantes ante el destino que les podía deparar el concurrido ambiente barcelonés.
En el bullicioso barrio de la Ribera, cercano al mar, las casas aumentaron en altura, los voladizos y los arcos empezaron a unir edificios por encima de las calles. No había sitio para tanta gente. Al ir y venir de arrieros con sus cabalgaduras, de cocheros y carreteros, el sonido de la ciudad se acompasaba al ritmo de artesanos que ocupaban las calles como si de su gremio fueran propiedad. Todos los oficios tenían presencia en Barcelona, aunque los más reconocidos dentro y fuera de ella fueron los vidrieros, sastres, pasamaneros, zapateros y plateros, como los de la transitada calle Argenteria.
Balcones y jardines para los notables, tabernas para los plebeyos
Como si rebosase de tanto trajín, la ciudad se asomaba al mar desde una muralla acabada unos años antes. Las autoridades municipales estaban tan orgullosas de la obra que en 1608 afirmaban que el Paseo de la Marina, que iba del Portal del Mar a las Atarazanas, había embellecido a la ciudad por “quanta gent noble i altre aixi de la ciutat com forasters és frequentat, tant d’estiu como d’hivern”. La Barcelona de comienzos del siglo XVII era, en palabras de Garcia Espuche, “la ciudad del paseo del mar” y comenzaba también a ser “la ciudad de los balcones” y “la ciudad de los jardines”. Las elites barcelonesas optaron por distinguir sus casas con la construcción de balcones, engalanados con tapices para la ocasión festiva, desde donde miraban y deseaban ser mirados.
Retrato de Miguel de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui (1583-1641).
Al distintivo cambio en las fachadas se añadieron en las casas espacios íntimos de singular factura. En las partes traseras comenzaron a proliferar jardines con bancos, fuentes y árboles frutales, incluso grutas de recuerdo italiano. En estos lugares los notables barceloneses compartían gustos y ocio fuera de los ojos plebeyos de la calle. Y junto a la Barcelona privilegiada, civil y conventual, estaba la popular, la de todos, la Barcelona de tabernas y vinos, la de las corridas de toros, las de comedias y fiestas callejeras, la de casas de juegos (triquets), la de tantas prostitutas y no menos concurrencias.
El hostal o casa donde quizás se alojó Cervantes estaba en una de las zonas más bulliciosas, la Marina de Sant Francesc (hoy Paseo Colón), con vistas a la muralla y a todo el ambiente portuario. Muy cerca estaba el Portal del Mar y el Pla de la Llotja donde se realizaba una de las actividades más dinámicas de la ciudad: la venta al encante o en almoneda pública. Fue en esta explanada donde Cervantes pudo ver como se vendían y compraban libros y toda clase de impresos en las subastas públicas de bienes registrados en inventarios póstumos y en pequeños tenderetes que se nutrían, entre otros, de libros robados en bibliotecas y librerías.
Cervantes pudo ver como se vendían y compraban libros y toda clase de impresos en las subastas del Pla de la Llotja
No muy lejos de ese ambiente tan bullicioso, Cervantes pudo curiosear más tiendas y escaparates con libros. “Hay muchos libreros, cerca de la plaza de Santiago [Sant Jaume] en medio de la ciudad, y copia increíble de libros no menos que en París, Tolosa y Salamanca en tanto que la gente forastera se admira”. Con estas palabras, Dionís Jorba elogiaba hacia 1585 el ambiente librero de la calle Llibreteria y aledaños. Años más tarde, en 1603, el viajero francés Bartolomé Joly se refería también a esta calle en términos muy parecidos: “En la Librería se ven allí libros en todas las lenguas y de todas las ciencias, en romance principalmente (es vulgarmente español), y aunque son casos (como no hay nada barato en España), son más baratos que en otras partes”.
Esta calle conectaba el nuevo centro de la ciudad, la plaza Sant Jaume, con el que poco a poco iba dejando de serlo, la plaza del Ángel. La calle estaba situada en un barrio donde también se erigían los principales edificios de la ciudad: el palacio del Virrey, la Casa de la Ciutat, el palacio de la Generalitat, el Tribunal de la Inquisición, la Catedral, la Pia Almoina y el palacio episcopal. Y un poco más adelante, camino de la Rambla, estaba el antiguo Call judío.
En la Barcelona de 1610 las predicaciones ante un público selecto se hacían en castellano, la distinción era la principal razón
Letras y papeles por todos sitios, Barcelona estaba llena de anuncios, oficiales o comerciales, colgados en las paredes de aquellas transitadas plazas y calles, en las puertas de las iglesias o de los edificios institucionales. Fue en ese paseo por el Call donde Cervantes vio el anuncio de una imprenta, posiblemente de Sebastián de Cormellas: “Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: “Aquí se imprimen libros”, de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese”. Y quizás no fue casual que Cervantes pusiese en boca de don Quijote la facilidad y ligereza con la que estaban traduciendo al castellano un librito italiano.
Historia de los victoriossisimos antiguos Condes de Barcelona, impresa en 1603 por Sebastián de Cormellas.
Tanto el toscano como el castellano eran lenguas muy familiares para los barceloneses. Por esos años, los libreros e impresores de la ciudad ya habían comprendido que una parte del negocio estaba en la edición de libros en castellano. Clérigos, abogados, médicos, nobles, mercaderes e incluso artesanos leían y poseían numerosos libros de literatura de ficción y religiosa en castellano. Es comprensible, como demostró Joan Lluís Marfany, que esta familiaridad con el uso del castellano se trasladase por mero contagio a la documentación institucional. Además, las predicaciones ante un público selecto se hacían en castellano, la distinción era la principal razón. Como sugirió el mismo Marfany al comentar esta práctica para el siglo XVII, “no és la nacionalitat la que determina l’elecció de la lengua de predicació: és la classe”.
Ciudad mediterránea, catalana, española y europea
Hablar de la Barcelona del Quijote es decir, a un tiempo, ciudad mediterránea, ciudad catalana, ciudad española y ciudad europea. Mediterránea, porque estaba inmersa desde los siglos medievales en un circuito de intercambios culturales y económicos con las principales ciudades italianas, focos de irradiación y renovación humanista. Catalana, porque la ciudad ejerció desde mediados del XVI como catalizadora e impulsora de los cambios que experimentó la sociedad y la economía del Principado.
Cambios que, en el mundo de la cultura, se apreciaban en su dinámico Estudio General –centro universitario catalán por excelencia- y en la capacidad de surtir a las librerías y a las bibliotecas de las principales ciudades y villas de Cataluña. Española, porque situada geográficamente a mitad de camino entre Francia y Castilla, y entre Italia y el eje Sevilla-Madrid, se convirtió en punto de encuentro de mercaderes, autoridades, profesores, etc. de diversa procedencia, y en un lugar excelente para transacciones económicas y préstamos culturales. Todo un privilegio. Y europea, porque desde fines del siglo XV y hasta mediados del siglo XVII, Barcelona estuvo conectada con las principales corrientes intelectuales que, a través de las prensas lionesas, venecianas o parisinas, convertían sus textos en libros que llegaban a manos de ávidos lectores.
La Barcelona que conoció Cervantes no era una bella durmiente del Mediterráneo ni tampoco el Cap i Casal de un Principado en decadencia, era una ciudad en movimiento, confluencia de culturas y de intereses comerciales, políticos y religiosos. Era una Barcelona tan viva y real que despertó de su sueño a don Quijote, una ciudad inmersa en un proceso imparable de cambio y expansión que se frenó con la revuelta separatista de 1640, cuando la ficción volvió a imponerse a la realidad.