En Mogambo, la película de 1953 dirigida por John Ford, la censura española hizo que dos de los protagonistas, matrimonio en la cinta, pasaran a ser hermanos para evitar el adulterio entre la esposa (Grace Kelly) y el cazador de safaris (Clark Gable). A la confusión provocada por esa pacatería, que rebaja muchos grados la tensión del filme, se une el enredo de los apellidos. Una de las dos mujeres protagonistas, Ava Gardner, se apellida en la película Kelly, como en la vida real la otra protagonista. Algo así sucede con la autora de Frankenstein, a quien muchos habrán considerado hermana del poeta Percy B. Shelley, cuando en realidad fue su esposa, que adoptó el apellido de su marido. Así que nada de incestuosa relación (algo peor que el adulterio) entre los “hermanos” Shelley.
La hermana que no fue viene aquí, fantasmal, como anillo al dedo para ahondar en el misterio de su más célebre creación: la novela de cuya publicación se acaba de cumplir el segundo centenario. Vio la luz −muy oscura− el 1 de enero de 1818, cuando comenzaba un año nuevo; es decir, un día representado por Jano, el dios bifronte que mirando con uno de sus rostros al año pasado y con el otro al que comienza da su nombre al mes de enero (más evidentemente que en español, en el January inglés). Esa jornada bisagra presenta a la perfección la ambivalencia que preside todo el mito de Frankenstein, en el que tantas polaridades se pueden establecer.
Mary Wollstonecraft Shelley era hija de Mary Wollstonecraft, adalid de los derechos de las mujeres, y de William Godwin, un antecesor del movimiento anarquista que, sin embargo, se comportó como rígida persona de orden cuando su hija comenzó relaciones con el poeta Shelley, discípulo suyo. Hay elementos góticos en esta relación: Mary, huérfana de nacimiento, se citaba junto a la tumba de su madre con Shelley, y al parecer hasta perdió su virginidad en ese cementerio. Luego, nacido prematuramente, perdió también el niño fruto de aquella unión, y este no dejó de visitarla en pesadillas. En 1816 la pareja (aún no casada) y la hermanastra de ella se trasladaron a Suiza, donde coincidieron con lord Byron y con el médico de este, John Polidori, en Cologny, cerca de Ginebra.
Retrato de Mary Wollstonecraft Shelley / SAMUEL JOHN STUMP
Padecieron muy mal tiempo aquel junio tristemente famoso por lo desabrido, que fue un claro ejemplo de cambio climático (la erupción del volcán Tambora en Indonesia provocó unas lluvias persistentes que dieron lugar a aquel “año sin verano”), de modo que para entretenerse leyeron juntos historias de fantasmas y acordaron que cada cual escribiera un relato de terror. El de Mary, acerca de un engendro procedente de huesos y restos de disección al que se insufla vida, surgió de un sueño que emborronó su vigilia, obsesionada por no dar con el tema de su cuento. Este, una vez pergeñado, fue creciendo a instancias del que sería su marido, quien también colaboró en la escritura a modo de editor literario, hasta convertirse en la novela que conocemos (en tres ediciones diferentes con leves modificaciones). De la electricidad creadora de aquellas jornadas da cuenta también otro fruto: inspirándose en el relato que sin finalizar urdió Byron, Polidori escribió su novela El vampiro (1819).
La vigencia de la novela
Pero no es simplemente una efeméride lo que hace que tengamos hoy presente la creación de Mary Shelley. Frankenstein apela a la imaginación y las preocupaciones contemporáneas porque el tema que trata es, en suma, el de los límites de la ciencia, con las implicaciones que ello tiene en la ética. Pocos asuntos tan de actualidad como este. El protagonista, Victor Frankenstein, es un “filósofo natural” que experimenta en su laboratorio, y de algún modo constituye el paradigma del científico que sin saberlo puede abrir la caja de Pandora. Porque la Criatura, el “Adán de los afanes” de Victor Frankenstein, ese ser al que se le llama con un It que retomará Stephen King para una de sus novelas, se revuelve contra su creador y amenaza a la humanidad entera. No es, con todo, este un “malo” absoluto, sino un ser capaz de sentimientos y vulnerable. La gente huye del monstruo por miedo y él siente el mismo temor por la gente. El miedo mueve montañas. Y aquí hay cataclismos. También aparece en la novela de Shelley el tema de la destrucción de lo que se ama cuando la criatura prende fuego a la casa de la familia de la que ha querido ser amigo tras esta rechazarlo horrorizada (solamente el padre ciego aceptó su amistad inicialmente, sin conocer su temible aspecto).
Boris Karloff en Frankenstein.
Mary Shelley utilizó como apostilla al título El moderno Prometeo, recordando al titán que robó el fuego de los dioses para dárselo a los hombres. Por su parte, el poeta Shelley compuso también un poema que llamó Prometeo liberado (título que tomó de Esquilo). La criatura de Frankenstein es una especie de amalgama de elementos dispares, una composición de chatarra humana tuneada que tiene mucho que ver con el collage o el patchwork. Esta lectura también conecta con uno de los rasgos del hombre actual: la identidad fragmentada. Ahora es fácil decirlo, cuando tenemos la historia de la literatura a nuestra disposición, pero esa coincidencia en el monstruo de piezas muy heterogéneas recuerda también a Ulises, la novela de Joyce que transcurre con tantos estilos diferentes como capítulos el 16 de junio de 1904. La madrugada del 16 de junio de 1816 fue cuando a Mary se le ocurrió la idea de su relato.
Frankenstein es una especie de amalgama de elementos dispares, una composición de chatarra humana tuneada que tiene mucho que ver con el collage o el patchwork
Victor Frankenstein es epítome del científico que se horroriza ante su creación o descubrimiento, como sucedió con Oppenheimer, director del proyecto de la bomba atómica y llamado a menudo su padre (sobre las secuelas de esta hay sendas novelas recientes de Marina Perezagua y de Andrés Neuman: Yoro y Fractura, respectivamente). Con un arrepentimiento como el del Frankenstein, el físico nuclear diría que después de la doble hecatombe de Hiroshima y Nagasaki pensó lo que Krishna en la Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Como consecuencia de ello, se mostró contrario al uso con fines militares de la energía atómica y fue defenestrado.
Metamorfosis del mito
La novela ha sido adaptada numerosas veces al cine, al teatro, al cómic. Con todo, el personaje del monstruo se asocia inevitablemente al actor Boris Karloff, que protagonizó en 1931, 1935 y 1939: Frankenstein, La novia de Frankenstein y El hijo de Frankenstein. El influjo llegó también al cine español con Remando al viento (1988) de Gonzalo Suárez, que recrea la génesis del libro. En la cultura popular el personaje de Shelley, formado de elementos variopintos, se deshace a su vez en mil caras, fragmentos, recreaciones, y en casi todas ellas se subraya el control de la tecnología. Lo ha explicado con tino el crítico Christopher Domínguez Michael: “el libro es una reflexión sobre los límites del conocimiento y no un cuento de terror, pues la criatura fue inventada sin la intervención de lo sobrenatural, como resultado de una posibilidad seriamente debatida en aquella alborada de la ciencia moderna.”
Fotograma de Remando al viento, de Gonzalo Suárez.
La rebelión de la criatura tiene su correlato con la revuelta de la máquina contra el hombre. Su alargada sombra llega, por ejemplo, a 2001: Una odisea del espacio, el largometraje de Stanley Kubrick basada en un cuento de Arthur C. Clarke, donde el robot Hal toma decisiones para su propia supervivencia en contra de los humanos. Esta problemática colinda con la de los ciborgs y autómatas (hay una espléndida novela de Adolfo García Ortega, El autómata, que indaga en ello).
El complejo de Frankenstein es una expresión acuñada por Isaac Asimov para referirse al temor que nos acecha a los humanos de que los robots nos reemplacen
No ya ciencia ficción (Shelley es iniciadora del género), los implantes, los trasplantes, los injertos, las prótesis avanzadas, la creación de órganos con impresoras 3D, el Proyecto Genoma, la biotecnología, la biónica, la inseminación artificial y el sueño de alguna feminista de procrear sin el concurso del hombre son realidad hoy. Los humanoides nos rondan, y Frankenstein comparte mucho con Sueñan los androides con ovejas eléctricas, la novela de Philip K. Dick que dio lugar a la película Blade Runner de Ridley Scott. También es posible pensar en el Golem, criatura torpe y cabalística a la que Meyrink dio carta de naturaleza y Borges un poema. El miedo que puede producir “eso” que creó el científico tiene menos que ver con el horror que suscite un posible ataque concreto que con la aprehensión más general y terrible de haber llegado al final del recorrido y tener que ceder el testigo a algo que nos es ajeno.
El complejo de Frankenstein
El complejo de Frankenstein es una expresión acuñada por Isaac Asimov, el autor de Yo, robot, para referirse al temor que nos acecha a los humanos de que los robots nos reemplacen: sería el mismo temor que hizo que Victor Frankenstein se negara a dar una esposa a la criatura a petición de esta para evitar que su progenie pudiera acabar con la humana.
Hay soberbia en la actitud del robot o del monstruo que compite con nosotros, aunque ambos tengan su corazoncito (de hecho, el lector llega a apiadarse de la creación de Frankenstein). Pero también hay que atribuir la soberbia, en primer lugar, al hombre que confiado no repara en las consecuencias de su acción. Es lo que los griegos llamaban hybris y nosotros desmesura o soberbia, que en las literaturas antiguas y medievales europeas es defecto atribuible al gauta Beowulf, al galés Llywarch Hen, al franco Roldán. A veces por motivos religiosos y otras veces meramente morales, para muchos la clonación, la ingeniería genética, la inteligencia artificial no son muestras de progreso sino por el contrario causas de riesgo, indicios de que esto, el orden natural, “se nos va de las manos”.
La novela de Shelley también pone el foco sobre el tema de la diversidad. El “hijo” de Frankenstein es el diferente por antonomasia, el que no encaja, el marginal. En lo social e histórico, también se ha leído Frankenstein como la historia de un esclavo, desde una postura abolicionista que compartió Mary Shelley. Hasta ha sido leída y reinterpretada desde las trincheras del postcolonialismo: Victor Frankenstein se asemeja así a las potencias coloniales que crean países luego abandonados a su suerte y a cuyos nativos impiden vivir en la metrópoli.
Y es que si hay infinitas lecturas de Frankenstein es porque su criatura está hecha de trozos de todos nosotros.