Jan Fabre es un tipo de condimento genético extremo. Un hombre confeccionado en las lindes del Código Penal. De adolescente, cuando ejercía de salvaje con el cinto suelto y destacaba en el uso de los puños por las calles de Amberes, terminó dos veces en coma sobre la cama de un hospital. Enrolado en una banda con nombre de pirata, robaba radios y cafeteras en el puerto y asaltaba las mansiones de los barrios ricos para pagarse con el botín los materiales del curso en la Real Academia de Bellas Artes. Hasta los catorce años pudo terminar de cualquier cosa –preferentemente, en la cárcel o en el cementerio–, pero su padre le metió dentro el virus del arte en sus visitas al zoo y a los trabajos de Rubens cuando le obligaba a dibujar en casa todo lo visto en el día.
Podría decirse que, a partir de ahí, la energía nuclear del muchacho no asumió más autoridad que la de una imaginación desbordada dispuesta a saltar por encima de las imposiciones. Pronto quedó instalado en ese estado de convulsión que se registra en su teatro y en sus venas. Hoy, rebasados ya los sesenta años, el dramaturgo se encuentra en ese punto de ebullición en el que sólo es posible vivir desde una libertad sin vigía, fuera de cualquier magistratura que no aliente lo inaudito, el disparate, el exceso y la fraternidad de la diferencia. Ha demostrado sobradamente que es capaz, sobre un escenario, de convertir una menestra de cuerpos en un lenguaje de muchos voltios que desemboca en radiografía de un mundo –éste– y de una sociedad –la nuestra–.
Porque lo suyo no trata exactamente de incomodar, sino de hacer pensar por vía del estupor, allí donde otros sólo aceptan la morfina de una estampa burguesa. Es lo que sucede con la exposición Estigmas: acciones y performances, 1976-2017, donde derrapa por el lado del arte efímero, convertido en laboratorio de todo lo demás. “Si miramos mi obra como si fuera una mariposa, las artes visuales serían un ala y el teatro, la otra. Pero el cuerpo son las artes performativas. Mi experiencia en este campo en los setenta y ochenta me ayudó a formarme como dramaturgo. Puede decirse que ahí ya están las reglas de mi teatro”, explica Jan Fabre a su llegada al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), en el monasterio de Santa María de las Cuevas de Sevilla.
Fabré no trata exactamente de incomodar, sino de hacer pensar por vía del estupor, allí donde otros sólo aceptan la morfina de una estampa burguesa
Para la inauguración, el belga llega vestido como un belga: el pantalón de corte raro con la cintura alta, el zapato de piel fina y acabado en punta suave, la camisa bajo el abrigo con esa suave ráfaga de descuido. Su muestrario textil va del blanco al negro, sin matices. Luego está la expresividad al hablar. Y las manos de gesto rápido. Y las palabras precisas que no admiten grietas ni puntos de fuga. Fabre, el creador de la potente obra teatral de 24 horas Mount Olympus, regresa para abrir un delirio de más de ochocientas piezas, entre dibujos, fotografías, películas, grabaciones de vídeo, elementos de vestuario y materiales de archivo, que fijan la mayor retrospectiva hasta la fecha dedicada a su trabajo en España.
Inteligente y fascinado por los márgenes, el líder de la compañía teatral Troubleyn parece inmolarse aquí para aplacar otros dolores. El nihilismo y la radicalidad de su trabajo es una forma de entrar en apnea en uno mismo. Como si toda su obra fuera un largo autorretrato. Una forma de cuestionarse. De dudarlo todo. Ahora que hace ya demasiado tiempo que abandonó el mundo de las normas. De ahí la pureza. De ahí el temblor. De ahí la belleza en crudo de lo que está destinado a ser frenético. Al mirar alguna de estas performances suena algo que se parece al miedo y está alojado dentro. Hay violencia. Hay dolor. Hay repulsión. Como se ve en Goya. En Bacon. En Zoran Mušič. Es el testimonio de un fracaso. De una belleza de lo devastado.
Jan Fabre observa la pieza ‘Me, dreaming’ (1978), elaborada con chinchetas y puntillas. CDAEA / ANA ZONALETTY
“Yo hice performances antes de ser saber qué significaba aquella palabra”, explica Fabre en el catálogo al comisario de la exposición, Germano Celant. Y añade: “La primera razón que me llevó a interesarme por ellas fue mi experiencia en la calle: la poesía de las peleas, la fuerza física y mental, el código de honor. La segunda, la sensación de vivir un tiempo prestado tras los dos comas. La tercera está vinculada a los ejercicios en el Instituto de Artes Decorativas de Amberes sobre el montaje de escaparates en grandes almacenes. Allí me inspiré para reemplazar con mi cuerpo los maniquís. Y la cuarta es la visita, por esa época, de una exposición en Brujas de maestros flamencos sobre los estigmas y las flagelaciones. Aquello me provocó un shock mental y físico”.
Inteligente y fascinado por los márgenes, el líder de la compañía teatral Troubleyn se inmola para aplacar sus dolores. En su obra hay violencia, dolor, repulsión
De la revelación en el Museo Groeninge surgieron sus primeros dibujos en 1978 de la serie Mi cuerpo, mi sangre, mi paisaje, realizados con su propia sangre tras hacerse cortes en el cuerpo con una cuchilla de afeitar. Pero no es la única. En Performance del dinero (1979), el artista rompió el dinero que el público había pagado por asistir a la representación y, directamente, se lo tragó, mientras que en La muerte de JFK (1980) se dedicó a dispararle a una moneda de un dólar con la imagen de John F. Kennedy. “A mí me fascinó mucho tiempo el dinero porque no lo tenía. Además, ya se sabe que la relación del arte con la economía es tan estrecha como ambigua”, dice Fabre para explicar de dónde le viene tanta penumbra, tanta angustia de cielo, mundo y tiempo.
Vista general de la exposición ‘Estigmas: acciones y performances’ de Jan Fabre. CDAEA / ANA ZONALETTY
Así, Estigmas: acciones y performances, 1976-2017 reúne sus delirios en cinco movimientos temáticos, distribuidos en simples mesas de trabajo. En Ciencia y experimento está su fascinación por los insectos, que llevó al extremo en el Museo Historia Natural de Londres en Consiliencia (2000) para disfrazar de bichos a todos los investigadores, mientras que en Arte Bic explora el empleo del bolígrafo como técnica artística alternativa a los grandes maestros: “Son baratos y manejables; los podía robar de cualquier parte”, señala. Finalmente, la sección Homenajes agrupa colaboraciones y homenajes a artistas como Marcel Duchamp y Marina Abramović, deportistas como Eddy Merckx y científicos como Edward O. Wilson y Giacomo Rizzolatti.
De toda esta expedición se deduce, al final, que Jan Fabre es un artista en llamas. Que viene de la combinación que dispensa el caos y la inconsciencia. Llega al alero de la locura. Pasa por el alambre de la poesía. Y asienta, de salida, un poco de rabia y un algo de incomodidad. Hay que anotarle a su favor el arrojo de levantar un catálogo de cicatrices como forma de escrutar la realidad. Casi como un morse animal aparejado de arrebatadora clarividencia. “En toda Europa, los nacionalismos están alentando una regresión, actitudes que son muy peligrosas. Antes éramos todos mucho más aperturistas, más libres...”, explica el dramaturgo belga mientras huye ensayando otra provocación. Sin duda, uno de los actos humanos con más descarga de libertad.