Zeus sigue en plena forma, aunque la misa (solemnis) se impartiera esta vez detrás de un hermoso piano negro de cola que le servía de defensa (ante el público) o como aquel barco a la deriva, azotado por la furiosa tempestad nórdica, del famoso cuento de Edgar Allan Poe. Bob Dylan, el poeta popular (sin libro sancionado) al que la academia sueca situó hace dos años para escándalo de los puristas en la misma estirpe sagrada de Homero y Shakespeare, reapareció en Salamanca el sábado pasado después de tres largos años de ausencia en las Españas con la misma pose que un venerable Dios griego. Puntual como el tiempo, hierático como una estatua y poderoso como una criatura mitológica.
El músico más influyente del siglo XX, que en mayo cumplirá 77 años, estuvo dos horas tocando con una banda de músicos asombrosos, a los que cambiaba el patrón sin cesar, y haciendo que su público --una mezcla entre fieles y neófitos atraídos por los ecos de su leyenda-- subiera al Parnaso y descendiera hasta el abismo sin que mediara prácticamente interrupción. Todo de un tirón. Desde la cima a la sima. Como Picasso, Dylan reinterpreta su cancionero entero cada vez que cambia de época, despistando a los ilusos que aún esperan encontrarse con el cantautor folk, el músico eléctrico que fraseaba igual que Rimbaud, al cantante con sombrero de Nashville o al cristiano renacido que a finales de los setenta cambió el gospel --esa música que te permite bailar mientras rezas-- con tres discos prodigiosos. Muchos van a sus conciertos al calor de estos mitos y se encuentran con un tipo empeñado en derribar su estatua del pedestal. Es una eminencia que no desea fotos --están absolutamente prohibidas en sus conciertos--, ni luces, ni por supuesto quiere escuchar a su audiencia hacer coritos estúpidos. Sólo pide que le oigan como lo que es: un músico que, tras más de cinco décadas, continúa en la carretera, waiting for another joint.
Poesía en estado puro
Su fórmula consiste en no dar nunca lo que se espera de él. Dylan deconstruye sus canciones hasta hacer irreconocibles las versiones grabadas en su discografía --que registra una sola de todas las opciones posibles de su obra-- y despista a quienes buscan referencias para refugiarse en los recuerdos personales o enredarse con la nostalgia. En sus conciertos no tolera ni los mecheritos ni las palmitas. “Charlie” --como dicen en una escena de Apocalypse Now-- “no hacer surf” y los dioses nunca van de campamento. Bajan desde el Olimpo, te miran con los ojos llenos de sangre y te desafían a alcanzar la inmortalidad, ese patrimonio de los únicos poetas ciertos. Eso es lo que vivimos en Salamanca y esperamos que suceda en Madrid y Barcelona: poesía en estado puro. Hecha allí, así, a una hora precisa e irrepetible.
El nuevo espectáculo del premio Nobel, que pone en escena el método abierto con el que compone sus discos, está surcado de una intensísima carga dramática --perceptible desde Things Have Change, la pieza con la que inicia los conciertos-- que un poco más tarde matiza con una deliciosa elegancia. Su recital alteró la furia del profeta bíblico con el glamour del salón de un hotel sureño de Nueva Orleans, donde el tiempo es tenue y las luces se han vuelto amarillas. Sobre un escenario negro iluminado solamente con focos indirectos, iguales a los que había en los estudios de las antiguas películas de Hollywood, el Dylan más crepuscular canta mejor que nunca tras sus distintas reencarnaciones como crooner galáctico. Grita su desesperación por el tiempo que se le escapa de la manos y congela, a la manera de los mejores cantantes melódicos, la época de los años 50, cuando tenía algo más de once años y descubrió por primera vez la magia de la música popular gracias a la radio, donde Fats Domino, Buddy Holly y las grandes orquestas de jazz entretenían a la Norteamérica del Medio Oeste.
Momentos inesperados
Su música contiene aún la rabia de la juventud, mantiene la ira de su madurez y destila la sobriedad de la vejez. Las canciones que interpreta suman décadas de historia pero se desprenden de su vieja piel para encarnarse en odres nuevos. El poeta lo advierte desde el principio: canta que las cosas han cambiado --“estoy fuera de juego”-- y advierte al público que ya no es aquel al que todos buscan. No se puede decir que mienta. De Dylan no cabe esperar ni un saludo impostado ni que repita dos notas iguales, sobre todo en el piano, donde prefiere tocar las teclas negras antes que las blancas. Los beatniks, ya se sabe, no creen en las obras cerradas ni en las vidas ordenadas. Para ellos la conciencia es un cofre abierto y la existencia un sendero que no termina hasta que termina. Nunca antes.
Dylan todavía camina por su propio pie, aunque en Salamanca apenas se levantara tres veces del piano --dos para cantar standars del cancionero clásico norteamericano y una más para despedirse sin palabras-- y surcara como nadie la Highway 61, la autovía del blues que une el Mississippi rural con el Chicago industrial, la histórica columna vertebral de la emigración Sur-Norte en Norteamérica. El concierto de Salamanca nos dejó algunos momentos inesperados: una nueva versión folkie-irish de Summer Days, grabada como un blues arenoso en Love & Theft, o la destilación luminosa de dos hermosas baladas de amor y desamor, como Simple Twist Of Fate y Make You Feel My Love. El poeta no usó la guitarra ni la armónica. Los solos salían rotundos del piano mientras su banda arrancaba fuego a los instrumentos y contemplaba cómo la llama eterna del genio se consumía en Why Try To Change Me Now o Once Upon a Time, dos joyas minimalistas donde el poeta reflexiona sobre lo efímero de la existencia.
Atmósfera fantástica
Ver a Zeus cantar Spirit On the Water, con su juguetón aire jazzy, contar al ritmo de un riff de Muddy Waters la historia de los antiguos reyes romanos --Early Roman Kings-- o desbrozar el dolor del alma de Love Sick, su particular cántico espiritual, la epifanía negra que lo resucitó como bardo airado tras varios largos años de búsqueda y una misteriosa enfermedad cardiaca, fueron instantes memorables. El sonido era perfecto, afuera el cielo lloraba y aquel venerable anciano, vestido con sus mejores galas, botas color vainilla, pantalón negro y chaqueta clara, quemaba en público sus memorias. Después de llevarnos varias veces hasta el remolino del Maelström y dejarnos en el ojo de huracán nos salvaba oírlo pronunciar, igual que en Las Mil y una Noches, el verso que anuncia el pacto ficcional con el que comienzan todas las fábulas del mundo desde la Antigüedad, incluida Like a Rolling Stone: “Érase una vez...”.
El tiempo entonces se detuvo. El mundo, azotado por el oleaje de las horas, se transformó en un paisaje onírico. La atmósfera, entre irreal y fantástica, era exactamente la misma de las películas de David Lynch. El juglar, tras una larga vida cantando de pueblo en pueblo, en casinos, ferias y vaudevilles, el eterno rebelde de la industria del show-bussiness, ha envejecido con la santa dignidad de los patriarcas. Y desde el escenario nos anuncia que algún día, aunque nadie sabe exactamente cuándo, llegará el final del cuento: “Once Upon a Time/Never Comes Again”.