Cuando estalló la guerra de Bosnia, en 1992, mientras aquí celebrábamos las olimpiadas, el joven poeta Teodor Cerić (Sarajevo, 1972) abandonó sus estudios de Letras en la universidad, puso tierra de por medio y se fue a vagabundear por Europa. Tenía veinte años de edad. Como tenía una gran afición romántica a la jardinería, durante los cinco años de su peregrinaje o vagabundeo procuró ir visitando algunos jardines de personalidades destacadas, y emplearse para trabajar en algunos parques públicos. A la vuelta a su país publicó unos poemarios muy celebrados no sólo en su país, y el único libro en prosa que ha escrito, Jardines en tiempos de guerra; ahora vive en las afueras de Sarajevo. Dice que ha dejado de escribir. Que sólo le interesa ya el cuidado de su propio jardín. En cumplimiento de lección del Cándido de Voltaire y su famosa conclusión después de dar vueltas al mundo: "Il faut cultiver notre jardin".
Ese libro, que es una joya de brillos raros y un poco inquietantes, acaba de publicarse en español; nos fascina por su rareza y nos interpela sobre nuestra propia relación con el mundo, con los ciclos, procesos y leyes de la naturaleza. Cada capítulo consiste en la descripción de un lugar único (algunos son jardines particulares --el de Samuel Beckett en Sena y Marne, vacío y sin carácter, en torno a su casita de geometría elemental, godotiana; o el jardín mineral de de Derek Jarman, Prospect Cottage, en Kent-- y otros públicos y famosos, como las Tullerías de París) y el relato de la experiencia vital del propio autor, su acercamiento y la relación que establece con esos lugares que Cerić concibe como la emanación, como la prolongación de la personalidad de sus dueños en el mundo vegetal y mineral.
Santuario del alma del dueño
Ese terreno dentro de un recinto acotado, donde la voluntad de vida de la naturaleza y el espíritu de un ser humano determinado se comprenden y se unen para formar --casi diría crear-- un espacio nuevo, vivo, presunta pero no necesariamente bello, es altamente sugestivo: el jardín es santuario del alma del dueño que lo cultiva, su forma en el mundo físico, su silenciosa declaración de amor a éste, su plegaria, su manera de sobornar a Dios.
Libro breve, intenso, lleno de encanto, de misterio, de experiencia. No se me olvida ninguno de los siete jardines de los que habla, ni de qué son metáforas cada uno de ellos, metáforas por las que yo podría ya pasear con los ojos cerrados, me conozco de memoria los siete jardines aún sin haberlos pisado, porque el libro lo he traducido yo. Lo cual, dicho sea de paso y para acabar este elogio de Jardines en tiempos de guerra, brinda otra lección: no deberíamos leer los libros sino traducirlos, que es casi como escribirlos.