La vejez, que es una de las tres indudables edades del hombre, encierra en sí misma una contradicción: todos queremos conocerla, pues es la única prueba cierta de una existencia longeva, pero al toparnos con ella --en primera persona o por experiencias indirectas-- la maldecimos. Hacerse viejo, esa hermosa palabra que odian los que profesan los dogmas de lo políticamente correcto, es un grave inconveniente al que sólo podemos adaptarnos. Ésta es la enseñanza recurrente que la larga tradición de la literatura didáctica viene recomendando desde el origen de los tiempos. Sépanlo: los mejores tratados de autoayuda no son los que nos venden los predicadores y los clérigos contemporáneos, llenos de lugares comunes, sino aquellos que escribieron --para nosotros-- los grandes sabios de la historia.
De las mejores obras clásicas sobre filosofía de la vida, De Senectute, el célebre diálogo de Marco Tulio Cicerón dedicado a la vejez, es una rara avis porque en vez de deleitarse lamentando los quebrantos de la última etapa de la existencia elogia la vejez inteligente como si fuera una suerte de segunda juventud. ¿Exagerado? No sabremos nunca si Cicerón era sólo un intelectual optimista, un consumado idealista o quizás, dadas sus conocidas veleidades políticas, ocultara bajo su oratoria a un demagogo irónico, pero lo cierto es que, frente al rosario de calamidades que otros autores vinculan con el crepúsculo vital, el gran retórico romano siempre ve la botella medio llena. Es de agradecer, aunque no se compartan todos sus argumentos, cuya modernidad de cualquier forma resulta asombrosa si se tiene en cuenta que fueron compuestos cuarenta años antes del nacimiento de Cristo por un hombre al que la elocuencia le hizo pasar a la historia pero que, lejos de morir con sosiego en una de las villas agrarias de la élite romana, fue degollado tras una conjura y su cabeza y sus manos fueron expuestas en el Foro, el atrio de sus mejores discursos. A Cicerón le aplicaron en vida un didactismo absolutamente realista.
Cicerón defiende que la desgracia de hacerse viejo no es consecuencia de la vida, sino resultado de las costumbres y la mentalidad con la que vivimos.
Su obra sobre la decrepitud humana, escrita con 62 años, que en Roma era un edad mágica porque la vida se contaba en periodos de siete años (los septenarios), está planteada como una conversación figurada entre Catón El Viejo y dos jóvenes (Escipión y Lelio). A través de la conversación ficticia entre estos tres personajes Cicerón explica en qué consiste el arte del buen envejecer. Básicamente su tesis es que nos hacemos viejos exactamente igual que vivimos. Dicho de otra manera: nuestra vejez depende del destino tanto como de nuestra personalidad y de la capacidad de adaptación que tengamos ante las circunstancias. La literatura clásica que se demora en exceso sobre las miserias de la edad incide en los males de las enfermedades, el abandono, lo efímero del placer, la pobreza y el maltrato del tiempo. Homero incluye en sus grandes epopeyas a ancianos venerables, como Príamo, Laertes o Néstor, pero califica la ancianidad como una etapa abominable. La visión negativa de los viejos está presente en Hesíodo, el teatro griego y en la poesía satírica y elegíaca, donde se somete a escarnio a personajes como la vieja presumida o el viejo enamorado. El derecho romano atribuía laureles al hecho de cumplir muchos años, pero los poetas latinos, desde Plauto a Ovidio, pasando por Catulo, Juvenal y Horacio, no dudaron en dar una visión cruel sobre los ancianos, víctimas del tiempo y, de igual manera, seres negligentes.
Grabado de Cicerón de André Thevet (1584).
Cicerón, en cambio, recogiendo ideas de los griegos, defiende que la desgracia de hacerse viejo no es consecuencia de la vida, sino resultado de las costumbres y la mentalidad con la que vivimos. El primer error, según De Senectute, es óptico: todos moriremos, con suerte, tras un deterioro biológico que conviene aceptar de partida. Negarse a esta evidencia no cambiará la rueda del destino. Sólo a partir de la aceptación de cuál es el final del camino cabe hablar de los remedios posibles o detenerse en los atenuantes para afrontar el trance. La clave para vivir una vejez virtuosa depende de cómo hagamos este viaje hacia el final de la vida y de la inteligencia con la que compensemos las dificultades del camino. “Siempre ha sido necesario un final, y, como sucede en los brotes de los árboles y en los frutos de la tierra, tras su madurez oportuna, el sabio ajado y caduco debe aceptar con serenidad su final. ¿Qué otra cosa es oponerse a las leyes de la naturaleza sino luchar contra los dioses, como si fueran gigantes?”, escribe Cicerón.
Tras la aceptación, que no es necesariamente una resignación, envejecer con inteligencia implica aceptar sin ira la muerte de las pasiones --que simplemente dejan de serlo-- y tratar de sustituirlas por la actividad intelectual, compensando de esta forma el deterioro físico con el enriquecimiento espiritual. Es lo que hacían los grandes filósofos antiguos: no dejar nunca de aprender, incluso cuando parece que el conocimiento carecerá de finalidad práctica. Catón estudió griego en los últimos años de su vida. Sócrates, antes de recibir la cicuta, fue un eterno aprendiz de arpa. Hasta Borges, que es lo más parecido a un escritor clásico que hemos tenido en los tiempos modernos, dedicó los últimos años de su existencia a aprender lenguas escandinavas. “Cada idioma” --decía-- “es una forma distinta de sentir el universo”.
Envejecer con inteligencia implica aceptar sin ira la muerte de las pasiones –que simplemente dejan de serlo– y tratar de sustituirlas por la actividad intelectual.
Aprender es seguir viviendo otras vidas. Muchos siglos antes de que en las escuelas de negocios se inventara la idea de la formación continua, Cicerón recomendaba hacer coincidir el curso de la existencia con el estudio perpetuo y la lectura permanente. La vejez, pese a los males del cuerpo, puede ser una edad digna si se mantiene hasta el final la autonomía mental. Incluso cabe la posibilidad de gozar de cierto predicamento social: la autoridad de los viejos, presente en todas las culturas, es una manera de resaltar el prestigio de la experiencia, un atributo que sólo puede obtenerse si se vive hasta el último día. “Si no vamos a ser inmortales es deseable que el hombre deje de existir a su debido tiempo. Pues la naturaleza tiene un límite para la vida, como para todas las demás cosas. La vejez es el último acto del drama de la vida, de cuyo agotamiento debemos huir sobre todo si esto se añade a la hartura. Esto es lo que tenía que deciros acerca de la vejez, a la que ojalá lleguéis, para que las cosas que me habéis oído decir las podáis comprobar por experiencia”.
Imagen del diálogo 'De Senectute' en una edición para bibliófilos/CG.
Parece una evidencia, pero es un monumento al sentido común. Un argumento que se repite tanto en las culturas orientales como en las occidentales. “La cosa más importante en la vejez es tener un buen entierro”, dice un proverbio chino. Los antiguos funerales orientales duraban siete semanas. En ellos se honraba a los ancianos vivos junto a los ancestros muertos. Los católicos, que creen en la vida eterna, no deberían temer a la vejez, antesala del encuentro con Dios. Tampoco los ateos deberían espantarse si piensan que tras la vida no existe nada más. Sin misterio no hay incertidumbre. Los posmodernos, escépticos ante cualquier relato trascendente, contemplan la vejez como una etapa más del sinsentido de la vida. En la era de la cultura digital podríamos hablar de las extraordinarias virtudes de envejecer con flow. Los sabios coinciden: envejecer con sabiduría es aceptar que no hay nada que hacer. Y adaptarse. Las cosas más inevitables de la vida son las que concitan mayor unanimidad.