Vino a ser Aristóteles, faro de costa de la civilización occidental, quien lo fijó a modo de verdad absoluta: “Entre los animales, los machos son los que tienen el cerebro más grande en proporción a la talla y, entre los hombres, el varón tiene el cerebro más voluminoso que las hembras”, anotó en su obra Partes de los animales. Luego, remató: “Las hembras son, por naturaleza, más débiles y más frías, y hay que considerar su naturaleza como un defecto natural”. Al proporcionar argumentos para justificar las limitaciones de las mujeres, el filósofo las reforzó extraordinariamente, especialmente cuando a final del siglo XIX se buscaron causas científicas a su inferioridad. Pero no quedó ahí; la mirada llega hasta el presente. Así, el 63% de los españoles cree que ellas no sirven para ser científicas de alto nivel, según una encuesta reciente. La falta de interés, el escaso espíritu racional y el nulo sentido práctico justifican la opinión.
Algo parecido debió ocurrirle a la británica Dorothy Crowfoot Hodgkin con la concesión del Premio Nobel de Química en 1964 por desentrañar a mediados de la década de los cuarenta la estructura de la penicilina, logro que abrió las puertas a su producción a gran escala y, como consecuencia, la salvación de miles, millones de vidas. El periódico Daily Mail informó así del galardón: “Ama de casa de Oxford gana el Nobel”. Pero no fue el único. The Daily Telegraph disparó: “Una británica logra el Nobel. Un premio de 18.750 libras para una madre de tres hijos”. The Observer anotó en su información que “la amable ama de casa Sra. Hodgkin” había ganado el premio “por una habilidad ajena al hogar: la estructura de cristales de gran interés químico”, otro de los campos en los que trabajó a lo largo de toda una vida en laboratorios.
También cuando hablamos de ciencia ocurre que suena más a hombre. En buena medida, la historia de la ciencia es una expedición colonizada por señores que han dibujado un itinerario dejando si acaso alguna escotilla abierta por donde pudiesen asomar (levemente) las mujeres. El palmarés de la Academia sueca es, en este sentido, revelador. Desde que en 1901 empezó a entregar los Nobel, 844 premios fueron a manos de hombres y sólo 49 a mujeres. De ellos, una treintena corresponden al de Literatura y de la Paz. Apenas 18 a los científicos: Física (dos), Química (cuatro) y Medicina (doce). La última de ellas, en 2014, la noruega May-Britt Moser, por su contribución en el hallazgo de las "células de lugar", las neuronas que facilitan la orientación. Una vía inexplorada para llegar a comprender el alzheimer.
Laboratorios y universidades
El listado de ganadores del Nobel marca, con todo su prestigio, una tendencia histórica. Sin embargo, la realidad actual de los laboratorios y de las universidades parece otra. Al menos, se contabilizan en ellos más mujeres y más logros científicos anotados en su haber. Así, según el informe Científicas en cifras 2015, el último del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad, el 39% del personal investigador en España es femenino, porcentaje ligeramente superior (38,6%) al anterior estudio, de 2013. Por comunidades, Baleares y La Rioja encabezan la clasificación, con el 45%; en Cataluña, el porcentaje es del 40%. Eso sí, ellas sólo lograron una representación del 17,64% en los premios científicos, cifra que cae al 7,14% si se tienen en cuentan los tres más importantes, según el estudio Las mujeres en los premios científicos en España 2009-2014.
Además, su presencia es aún escasa liderando grupos de investigación o dirigiendo instituciones científicas y universidades, donde se localiza el techo de cristal. Sin ir más lejos, la química Rosa María Menéndez (Cudillero, Asturias, 1956) preside desde el pasado noviembre el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ella es la primera mujer que está al frente de este organismo desde que en 1907 se fundó la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), origen del actual proyecto relanzado con la nueva denominación en 1939. Cuando tomó posesión del cargo, esta experta en materiales de carbono aseguró que nunca se sintió discriminada profesionalmente por ser mujer: “Al contrario, a veces me sentí demasiado solicitada porque hubo momentos en que me llamaron de varios sitios”.
El informe Mujeres investigadoras 2017 del CSIC sostiene que, en la actualidad, el 60% de los becarios de esta institución es personal femenino, pero en el escalón más alto, el profesorado de investigación, el dato baja al 24,84%, marcando la notable caída que se registra a lo largo de la carrera científica. Esta tendencia, con todo, es un problema común a otros ámbitos profesionales. Además, hay que añadir la pervivencia de ciertos estereotipos culturales, como el que determina que las carreras de humanidades son más propicias para las mujeres. En la actualidad, el porcentaje femenino en las carreras de las ramas de arte y humanidades es del 61% y del 60% en ciencias sociales y jurídicas. En las ingenierías, ellas sólo representan el 26%, cifra que se eleva al 51% en otras ramas científicas por el tremendo impacto de Enfermería.
El alcance de esa representación de la realidad también se desliza en la encuesta realizada en 2015 a nivel europeo por encargo de la Fundación L'Oréal dentro de su programa For Women in Science. Según sus resultados, el 67% de los ciudadanos de Francia, Alemania, Italia, Reino Unido y España cree que las mujeres no sirven para ser científicas de alto nivel. El sondeo, elaborado con una muestra de 5.032 entrevistas, constataba también los estereotipos. Para los participantes, los sectores de actividad que sacan lo mejor de las mujeres son las profesiones con vocación social (38%), así como las relacionadas con la comunicación (20%) y los idiomas (13%). Por último, sólo un 41% de los ciudadanos consultados imaginaban una mujer cuando se les pedía que hicieran el retrato robot de un científico.
Pioneras
El resultado no es ningún disparate. Así, a bote pronto, ¿cuántas científicas podemos nombrar? Probablemente, Marie Curie, la única mujer que ha ganado dos Nobel (el de Física, en 1903, y el de Química, en 1911). Acaso también la primatóloga Jane Goodall. Entre las españolas, las bioquímicas Margarita Salas y María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), son hoy los rostros más conocidos. Pero, a lo largo de los años, el papel de muchas científicas ha pasado casi desapercibido. Nunca les fue fácil entrar. Por ejemplo, las españolas que querían cursar estudios universitarios debían lograr hasta 1910 un permiso especial, como destacaba la exposición Mujeres en vanguardia, dedicada a la Residencia de Señoritas de Madrid, fundada en 1915 con el mismo alcance que la de Estudiantes, que acogía sólo a chicos.
“Estamos mucho mejor de lo que estábamos gracias a las mujeres que nos han abierto al camino”, reconocía recientemente María Mittelbrunn, jefa de Laboratorio de Inmunometabolismo del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa. Y, precisamente, hacia esa dirección, la revisión del pasado, apuntan algunos recientes lanzamientos editoriales: el libro divulgativo Mujeres en la ciencia: 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo (Nórdica Cómics-Capitán Swing, 2017) de la escritora e ilustradora Rachel Ignotofsky y el ensayo Sabias. La cara oculta de la ciencia (Debate, 2017) de Adela Muñoz Páez, catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla, quien señala que esa mirada atrás “es una deuda que las científicas del presente tenemos con ellas y con las futuras generaciones, que tiene que saber desde pequeñas que la ciencia sí es cosa de mujeres”.
El volumen de Muñoz Páez rescata la historia de algunas mujeres que han hecho contribuciones relevantes a la ciencia, pero, generalmente, hoy poco o nada conocidas. Todas sus protagonistas se encontraron con un ambiente hostil, con la gran dificultad de acceder a las fuentes del conocimiento. En la Grecia clásica, las mujeres vivieron recluidas en el gineceo, sin libertad de movimiento. En la Baja Edad Media algunas encontraron una liberación como monjas, lo que las libraba de embarazos y partos, pero la reforma gregoriana las expulsó de las bibliotecas de los conventos, lugares en los que se había refugiado el saber, y les quitó incluso capacidad de tomar la palabra en público. Una de las primeras medidas en las universidades tras su fundación en los siglos XIV y XV fue prohibir el acceso a las mujeres, medida secundada por las Academias de Ciencias que la Ilustración parió. Y, sobre las que aún persistieron en su afán de aprendizaje, cayó el estigma de la rareza, el ridículo o la locura.
De este modo, Sabias. La cara oculta de la ciencia hace parada en Hildegarda de Bingen, abadesa que escribió con gran soltura del placer sexual del hombre y de la mujer; Caroline Herschel, de baja estatura --apenas superó el metro y veinte-- y picada de viruelas, quien vivió a la sombra de su hermano, el astrónomo William Herschel; Maria Sibylla Meriam, a la que podría considerarse como el primer entomólogo de campo si su desconocimiento del latín no la hubiera conducido a los márgenes de la historia de la ciencia; Emilie de Châtelet, la introductora de las teorías de Newton en el continente europeo, recordada sólo como la amante de Voltaire; Rosalind Franklin, cuyo trabajo fue usurpado por los que se llevaron los laureles por el hallazgo de la estructura del ADN, y Rita Levi-Montalcini, la descubridora del factor de crecimiento neuronal.
Asoma Muñoz Páez su interés por las científicas españolas, como las doctae puellae (niñas sabias) de Isabel la Católica, quienes se encargaron de la educación de sus hijos, sin distinción de sexo: Beatriz Galindo, Luisa Medrano y Catalina Sigea, entre otras. Alumbra también por este carril peninsular la trayectoria de Francisca de Nebrija, cuyos trabajos fueron ensombrecidos por la fama de su padre, Antonio Nebrija; Oliva Sabuco, súbdita de Felipe II y autora de una obra sobre filosofía y medicina auténticamente revolucionaria, cuya autoría le fue usurpada póstumamente, Felisa Martín, Jenara Vicenta Arnal, Piedad de la Cierva, las hermanas Barnés González (Petra, Dorotea, Adela y Ángela) y otras científicas de la Segunda República, cuyas carreras, como tantas cosas en España, quedaron marcadas por la Guerra Civil.
En esta misma línea, Eulalia Pérez Sedeño y Silvia García Dauder exploran en el libro Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres (Catarata, 2017) las afirmaciones, hipótesis y teorías que han justificado un estatus inferior para la mujer, modificando, ocultando e inventando temas relacionados con su inteligencia, su cuerpo y su salud. “Aristóteles fue el primero en dar una explicación biológica y sistemática de la mujer, en la que esta aparece como un hombre imperfecto, justificando así el papel subordinado que social y moralmente debían desempeñar las mujeres en la polis”, anotan las autoras, que hacen desfilar por esta galería del absurdo, por ejemplo, el desconocimiento histórico de la anatomía del clítoris y la fabricación de enfermedades mentales para el control y la regulación de la sexualidad. Parece claro que la mejor brújula sigue siendo la curiosidad, la revisión o el asombro. Se trata de ciencia, sin otra adherencia que el conocimiento. Con voluntad de saber más. Con ellas, también.