En Medellín se encuentra el barrio de Santo Domingo Savio, uno de los 20 que componen el caserío del único cerro habitado. En un tiempo en que la ciudad apostó por cambiar la sociedad a base de hacerle tragar cultura, se le dotó de un parque biblioteca. Así definen allá a aquellas casas de acá dedicadas a la cultura, esos centros cívicos donde los encargados de sala pugnan para que las clases de bailes rancios no interrumpan el triste martirio de opositores sin padrino ni futura jubilación. Pero, la biblioteca de Santo Domingo tenía algo diferente. El novelista Alfredo Gómez Cerdá en su obra Barro de Medellín la describe como "un islote rocoso y sólido, salvador, en medio de las turbulentas aguas de un océano". Hacia ese edificio desplaza la acción de los protagonistas de la novela, Andrés y Camilo, amigos inseparables, con problemas ambos, sobretodo Camilo, en cuyo rostro se aprecian las secuelas de la abstinencia de su padre.
Camilo, de mayor, sólo quería seguir siendo ladrón, fue el oficio aprendido y el único medio de subvención de las borracheras paternas. Para ello, nada más fácil que robar libros. Todos los días salían impunes con un libro pegado al pecho. Mar, la bibliotecaria, una chica vehemente y de fácil corazón, era cómplice de los robos. Cada vez que pasaban desactivaba el arco de seguridad. Una de aquellas tardes decidió levantarle la camiseta a uno, preguntándole: "¿Cómo es que os lleváis un libro tan aburrido?". A continuación, se lo extrajo y le metió otro. A partir de entonces los raterillos del cerro se hicieron dueños y protectores de la nueva ratonera.
Cleptómanos del libro
La bibliocleptomanía es la patología que apremia a estos dos pequeños cárteres del libro. Para algunos el robarlos es un defecto permisible y hasta simpático de los aficionados a la lectura, pero como en todo hay matices. No es lo mismo escamotear un incunable de la Nacional para convertirlo en pasta gansa, que delinquir para calmar el hambre de lectura. Si además, el hurto se comete en unos grandes almacenes como que parece que se pierde carga delictiva, aunque de ser sorprendido te cae juicio en una u otra parte. Y es que el producto hace al ladrón, y los de libros caen mejor que los que se llevan el capital.
Entre los partidarios del consentimiento del hurto encontramos al periodista Juan Pedro Quiñonero, quien define en su blog la bibliocleptomanía como un síntoma estimulante para el muy amenazado futuro de la lectura. Otro escritor, Rodrigo Fresán, eleva el acto de robar libros a una modalidad deportiva: "Cuando escribimos o leemos estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros uno piensa y actúa".
Roberto Bolaño, poeta chileno y uno de los mayores bibliocleptómanos confeso decía: "Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes) es que uno puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito". Y es que se trata de un acto que, como en el sexo, más vale no practicarlo a oscuras ni con prisas.
Auténticas ratas de bibliotecas
Bolaño, Fresán o el propio Palahniuk (quien reconocía haber robado libros como pillerías de juventud), mangoneaban no por andar cortos de capital, ni por impulso, ni por realizar un acto de democracia cultural. Robaban porque, como decía el periodista argentino Hernán Casciari, "la pasión acostumbra a entrar por la puerta del no". Entonces, ¿no es la precariedad la que lleva a los escritores a robar libros? Martínez de Pisón argumentaba que la miseria a lo primero que puede llevarnos es a la muerte del escritor. ¿O es más bien la profesión la que pueda llevarte a la precariedad?
Varlam Shalámov, escritor confinado entre rejas media vida por sus críticas al régimen soviético, recoge en sus ensayos sobre el mundo del hampa (Relatos de Kolimá, vol. VI, 2017) la historia de un magnánimo ladrón de libros, Guenka Cherkasov. Peluquero y bibliófilo, decía orgulloso: "Todo el mundo roba todo tipo de trapos. Yo, en cambio, robo libros". Guenka soñaba con ser escritor, le gustaba contar historias en el trullo, como la vez que robó una biblioteca entera con un camión.
Otro inquilino del penal de Kolimá fue el joven Rebrov, un ladrón de raza; su padre y su hermano anduvieron los mismos pasos. Rebrov tenía talante filosófico. Se podía mantener con él una conversación sobre cualquier tema y, aunque le atraían los libros, más le tiraba el delito; murió acuchillado en una reyerta carcelaria. Su amor por los libros producía respeto a la vez que rechazo. En el mundo del hampa, robar libros es motivo de burla, pero en el de los snobs existe la creencia de que así se fomenta la cultura. Eso sería como decir que, si no pagamos la cuenta del restaurante, fomentamos la alta gastronomía.