La literatura se lleva mal con la política. Al menos, en su sentido prosaico. Quizás sea porque en determinadas épocas históricas los intelectuales, ese invento burgués, sean del pelaje que sean, tienen que comer todos los días y, dado que la escritura no siempre llena el estómago, no le queda otra a los hombres de letras que dedicarse a la divulgación cultural, que es ese eufemismo amable con el que a veces se camuflan las prédicas interesadas. Mantenerse al margen de este destino no es tarea fácil. Y menos, perdurar en tal batalla. Semejante gesta es la que ha conseguido la revista de literatura Cuadernos Hispanoamericanos, que este mes de febrero cumple los setenta años dedicados a difundir, vincular, hibridar y glosar la poesía, la narrativa y las obras de pensamiento crítico que se componen en las dos orillas del Atlántico. En las Españas y también en las Américas, donde se habla --sin conflicto-- la lengua de Cervantes en más de una veintena de países con banderas distintas. Algo que en la Península, paradójicamente, sigue siendo un sueño imposible no por razones culturales, sino políticas.
La historia de Cuadernos Hispanoamericanos, como ocurre con parte de nuestras mejores publicaciones culturales, es compleja e irregular. "Nadie es sublime sin interrupción", escribió Baudelaire. La revista, que primero editó el Instituto de Cultura Hispana y ahora publica el Ministerio de Asuntos Exteriores, siempre ha sido una joya (cultural) alimentada con fondos públicos. Su extraordinaria longevidad se debe a esta anomalía y a la serenísima estabilidad que supone para cualquier proyecto literario (o periodístico) saber que se puede decir no sin que se te caiga encima todo el circo. Lo mejor de la cultura española, especialmente en el ámbito del ensayo y los estudios literarios, figura en sus índices, que sólo admiten competencia con la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset, y con Ínsula, el periódico ilustrado de las letras que nació dos años antes en la misma España en blanco y negro de finales de los años cuarenta, sólo diez años después del comienzo de la Guerra Civil.
Contrapunto de los republicanos exiliados
Entre su colaboradores, ese proletariado de las letras, están desde Menéndez Pidal, el padre de la filología románica que tuvo la ocurrencia de hacer el viaje de bodas con su mujer --María Goyri, con la que compartía oficio-- por las tierras de la Ruta del Cid, hasta Heidegger, junto a nombres de la solidez de Octavio Paz, Cortázar, Steiner, Gimferrer, Borges, Sábato, Rulfo, Onetti, Vargas Llosa, Nicanor Parra o Álvaro Mutis. En sus páginas se resume el canon contemporáneo de todas las literaturas posibles en español, contextualizadas desde una perspectiva universalista. Un raro milagro tratándose de un proyecto que nació de la mano de Pedro Laín Entralgo, médico humanista, en tiempos del nacional-catolicismo más temprano.
Polémica sobre Lorca
Muestra de la nula tolerancia del franquismo con la libertad de algunos de sus propios intelectuales, sobre todo con los que pronto empezaron a expresar posiciones críticas, fue el episodio que en 1963, un cuarto de siglo después de los hechos, generó la publicación en sus páginas de una carta de Ramón Garciasol sobre el asesinato de Federico García Lorca. El origen de este famoso texto, que fue impreso pero tuvo que ser levantado con urgencia y sustituido para evitar males mayores por otro --de igual extensión y sobre otro tema-- escrito por Cansinos Assens, fue una tercera del diario ABC firmada por Gonzalo Fernández de Mora. En su artículo, Mora ocultaba la causa real del fusilamiento del poeta granadino y venía a decir --con todas las letras-- que su muerte fue provocada no por el fascismo, sino por un "crimen pasional". La respuesta de Garciasol provocó un conflicto entre Rosales y el consejo de ministros. Todo un síntoma de cómo era aquella España de bigotes, fusiles y sables.
De los siete directores que ha tenido Cuadernos Hispanoamericanos las etapas más brillantes quizás fueron las que lideraron José Antonio Maravall y Félix Grande, ambos progresistas, que dieron un giro a la publicación, no siempre exitoso en términos comerciales, durante la Transición, cuando --parece increíble-- las publicaciones dedicadas a la cultura y a los libros llegaron a sumar hasta cuarenta cabeceras distintas. El dictador había muerto. España iniciaba el dudoso e incierto camino hacia la democracia y los ciudadanos necesitaban instrumentos para pensar por sí mismos. Algo que ahora, visto desde este tiempo extraño en el que el periodismo de análisis y opinión vive sus peores momentos, cuenta, por omisión, cuál ha sido el devenir intelectual de una buena parte de la sociedad española.