¿Qué hay que ver en Madrid? Llaman la atención dos exposiciones ambiciosas: la de Pessoa y su tiempo en el Reina Sofía, y la de Derain, Balthus y Giacometti en la Mapfre. Pessoa viene acompañado por los artistas de su tiempo, entre ellos Almada Negreiros y Souza-Cardoso, pintor prometedor que se inspiró en todas las corrientes avanzadas de su tiempo pero murió prematuramente antes de cumplirse.
Ni estos dos ni los demás artistas supusieron en el escenario artístico europeo una erupción remotamente comparable a la que supuso Pessoa y su "drama en gente" (lo cual por otra parte era imposible, siendo Pessoa una de las cuatro o cinco figuras literarias decisivas de la modernidad), y así se da la paradoja de que lo más provocador, lo más estimulante de la exposición sean los selectos fragmentos de sus textos reproducidos en las cartelas. Esa inteligencia rupturista o disruptiva, como se suele decir ahora. En cuanto a Derain, Balthus y Giacometti, son clásicos del siglo XX. Ambas exposiciones cumplen más que bien con la tarea que se proponen.
Compromiso estético
Quizá porque conozco muy bien a estos autores tan queridos y admirados, lo que esta semana más me ha impactado, lo que ha sido un descubrimiento excitante, ha sido ha sido la exposición del ICO sobre el arquitecto, pintor y escultor Joaquín Vaquero Palacios, La belleza de lo descomunal, comisariada por su nieto, Joaquín Vaquero Ibáñez. La belleza de lo descomunal se centra en el trabajo de Vaquero Palacios en las cuatro centrales hidroeléctricas (Salime, Miranda, Proaza y Tanes) y la central térmica (Aboño) en Asturias, construidas por la Hidroeléctrica del Cantábrico en la estela de la obsesión franquista por los embalses y la obtención energética.
A las titánicas obras de hormigón se sumó la enorme y versátil creatividad de Vaquero Palacios y su obsesión por cuidar los detalles, los divinos detalles, con el objetivo de humanizar con arte y buen gusto el descomunal entorno de roca y hormigón y metamorfosearon esos espacios con valores estéticos que van mucho más allá de la funcionalidad. Así esas centrales se han convertido en cinco monumentos de una categoría quizá única en el mundo. Tienen algo, si acaso, de pirámides egipcias, tumbas de faraones, en el sentido de que todo ese arte de Vaquero se consagra a los pocos trabajadores y técnicos que utilizan las colosales dependencias. Las centrales también están abiertas al público, pero siendo sitios de trabajo sólo se reciben unos pocos miles de visitantes al año.
Comenta Rafael Moneo en un texto para el catálogo que "la dimensión obliga a Vaquero a medirse con la naturaleza al convertirse inmediatamente en paisaje, a un tiempo que a explorar la nueva iconografía que traía consigo la técnica. Sabiendo y consciente de que el orden de las medidas lo establecen los ingenieros", el objetivo de Vaquero era demostrar "que puede no haber conflicto entre las formas que reclaman las nuevas técnicas y materiales y el compromiso estético".
Armonía de masas
Arte y titanismo. Vaquero desarrolló sus trabajos de integración artística a los espacios de trabajo de la presa de Salime, construida entre 1945 y 1955, durante los seis años siguientes. A 300 metros bajo tierra, se accede a ellos en automóvil por un túnel excavado en la roca, trayecto subterráneo con sugerencias de ingreso en un inframundo infernal. Que por la inteligencia estética del arquitecto se transforma en una continuidad de atractivos, donde técnica e interiorismo hablan armónicamente a base de armonía de masas, de áreas de color, de flujos, de ritmos. Por citar sólo dos detalles, la sala de turbinas está decorada con un mural figurativo de cien metros de largo que representa paso a paso el proceso de obtención de la electricidad a partir del agua y su uso posterior. En la pared opuesta, un diseño abstracto de la misma longitud representa el encendido de una chispa eléctrica. La escalera que arrancando en la sala de turbinas, con la baranda de elegantes arabescos hecha con tubo de conducción de cables, está realzada por paredes de mármol rosa, lámparas y paramentos pensados especialmente para el lugar, y conduce a la cabina de mandos, donde Vaquero habilitó una magnífica "sala de reuniones" que prefigura la estética de David Lynch: un diván rojo circular, aislado del resto de la sala por el respaldo alto de madera de los asientos, e iluminada por una espléndida lámpara también redonda y del mismo diámetro que el banco, como una corona flotante...
En la exposición, en alternancia con los planos, los gráficos, las fotografías y filmaciones y las piezas traídas especialmente desde las centrales a las salas del ICO, se exhiben algunos paisajes que pintó Vaquero, desnudos, geológicos, vagos, envueltos en una atmósfera de bruma o tela de sueño. Son muy elegantes. La contigüidad de estas pinturas de caballete con las esculturas de hormigón y los elementos decorativos de las centrales tiene la particularidad, me parece, de realzarse recíprocamente y potenciar lo que Moneo llama el carácter "enigmático" del autor. Para mí un feliz descubrimiento.