Fernando Pessoa, el poeta que se multiplicaba en contra de sí mismo, publicó en 1922 en el primer número de la revista Contemporánea un opúsculo narrativo que se titula El banquero anarquista. Quizás por su brevedad, o debido a su extraordinaria ingeniosidad, ha terminado convirtiéndose en una de sus obras más celebradas. Su historia es simple: un personaje narra, a través de un monólogo que se nos presenta bajo la forma de un supuesto diálogo platónico, su vida. En ella sobresalen dos rasgos en apariencia contradictorios: el sujeto ejerce como un redomado banquero capitalista y, al mismo tiempo, declara ser anarquista. Lo que sigue tras este planteamiento es un ejercicio argumental para casar ambas identidades, entre las que, según proclama la voz narrativa, existe una indudable coherencia.
Se trata de una sátira dialéctica. Un ejercicio retórico sobre el sarcasmo y el poder de la falacia. Y, sin embargo, asombra por su notable capacidad para poner en crisis ideas que cualquiera consideraría tan sólidas como una roca. Algo similar podríamos decir de la célebre herencia ideológica de Mayo del 68, de cuyo mito se cumplirá medio siglo dentro de unos meses. Al calor de esta efeméride algunas editoriales publican ensayos y reflexiones sobre aquellos días lejanísimos en los que ser joven y contestatario era (casi) una obligación. Entre ellos destaca el estudio impresionista de Ramón González Férriz (1968. El nacimiento de un nuevo mundo, Debate), donde se resta trascendencia, en relación a las revueltas sucedidas ese mismo año en Praga, México o Estados Unidos, a los famosos sucesos de París, amplificados desde una España que por aquel entonces aún carecía de libertades políticas.
Mito sentimental
El Centro Pompidou ha organizado tres semanas de exposiciones, charlas, talleres y encuentros para evocar el espíritu (efímero) aquel tiempo. El Mayo francés, antes que cualquier otra cosa, es un potente mito sentimental. Especialmente para los partidos de izquierdas, muchos de los cuales leyeron las famosas protestas del 15M con la misma lógica de entonces. Básicamente: el inicio de una revolución popular en contra el capitalismo. La analogía es un buen placebo ante la ausencia de un verdadero análisis crítico. La nostalgia además es capaz de convertir en similar lo que es antagónico y transmuta en épico lo vulgar. Igual que El banquero anarquista, la generación política del 68 ha terminado convirtiéndose en una gigantesca suma de contradicciones. Su gran problema es que nunca tuvo a un Pessoa capaz de articularlas. Lo hicieron ellos mismos y el balance no puede ser más decepcionante.
Los nihilistas de antaño terminaron presidiendo corporaciones multinacionales y hasta organizaciones militares. Otros alcanzaron el poder político y se convirtieron justo en lo que tanto denostaban: la autoridad. Hay que reconocerles que sus intenciones parecían benignas: querían liberar a todos los hombres, incluso contra su voluntad. Más o menos como la Iglesia. Pero el método que adoptaron para hacer triunfar su vocación redentora fue reducir la libertad personal. Michi, el poeta sin libros de la familia Panero, lo dejó dicho en El desencanto: “En la vida se puede ser de todo menos coñazo”. Y la generación política del 68, vista con la distancia, es un auténtico tostón que cuenta batallitas como si lo suyo hubiera sido una gesta homérica en lugar de un simple divertimento que no se prolongó mucho más de dos meses.
La historia oficial nos habla de la huelga más grande que vieron los siglos pasados: millones de rebeldes movilizados en contra de la autoridad de De Gaulle, un presidente castrense. Lo que no destacan --o cuando menos disimulan-- es que muchos de los estudiantes que predicaban que había que exigir lo imposible y tumbar el sistema ya tenían entonces casi todo lo necesario para progresar en la vida y, por supuesto, no habían visto a un obrero --el célebre sujeto proletario-- ni en pintura. Al Gobierno francés desarbolar la revuelta le costó poco: una subida del 35% en el salario mínimo, mejores convenios y algunas cesiones sociales más. Logradas estas conquistas, que en realidad fueron concesiones, los rebeldes no tardaron en atomizarse. Los estudiantes pedían la liberación de las conciencias pero a los sindicatos les bastaba con sueldos más razonables. La suya era una guerra concreta.
El mundo siguió igual
Los estudiantes resistieron hasta las vacaciones universitarias. Entonces se dejaron de buscar la playa bajo los adoquines de París y se largaron a las costas, tumbándose en las orillas de verdad. La derecha política --los gaullistas-- arrasó en las primeras elecciones convocadas tras la revuelta, y los partidos de izquierda perdieron la mitad de sus diputados en la Asamblea Nacional. El 68 francés fue algo así como un antecedente de las posteriores fiestas de la espuma. Nada que ver con la sangrienta matanza de Tlatelolco, en México, donde el absolutismo de PRI no dudó en usar la represión; o con la primavera de Praga, donde los tanques soviéticos desde el principio tiraban a dar. Quienes entonces proclamaban que todo era posible tenían, sin embargo, una parte de razón: muchos defensores de la libertad total han terminado siendo firmes predicadores de lo políticamente correcto, ridículos defensores de los dogmas de género y catedráticos especializados en la teoría de la ofensa.
Quienes se levantaron contra la autoridad han acabado diciéndonos cómo debemos comer, que fumar es malo y hasta cómo debemos hablar para que nadie tenga que asumir sus carencias y se ahorren el trabajo de superarlas por sí mismos. Su revolución se quedó en algunas frases hechas y breves algaradas en los callejones. Las revueltas parisinas no alteraron al mundo. Sólo cambiaron a sus protagonistas, algunos de los cuales, como Daniel el Rojo, terminaron disfrutando de las pensiones del Parlamento Europeo e impartiendo doctrina en los colegios, igual que los curas. Suele ocurrir: cuando te pasas la vida creyendo que eres el protagonista de la historia terminas dando la brasa a tus nietos, que prefieren chatear a escuchar los cuentos de heroísmo de una generación cuyo mayor defecto no es la corrupción moral --la antesala de la económica--, o el fomento de la desobediencia cuando quien manda es cualquiera excepto ellos, sino su incapacidad para envejecer bien.
Con setenta años largos muchos aún creen que el mundo les debe algo por haber transformado --dicen-- los valores de Occidente. Lo cierto es que su revolución se limitó a algunas fotos en blanco y negro, hermosas muchachas con el pelo al viento y unos bellos carteles, tan ingenuos como excepcionalmente demagógicos. Con las revoluciones sucede lo mismo que con las autonomías: a unos les toca sacar las banderas a la calle; a otros, ocupar con sus posaderas los mullidos tronos del poder. Lo dejó dicho Camus: si un revolucionario sigue hasta el final la lógica del nihilismo terminará revolviéndose en contra de sus orígenes rebeldes. Esto es, dejará de serlo. Como cantaba Dylan, "It's life, and life only".