El año 2009 estuve en Oslo. Tan admiradora de Knut Hamsun como mi querido John Fante, lo primero que quise saber fue si existía un lugar visitable, una antigua casa, o lo que fuese, a la altura de lo que existe en Estocolmo, la casa de August Strindberg. Me decía a mí misma que debía existir, pues Hamsun está, en todos los sentidos, a la altura de Strindberg: uno y otro renovaron su lengua, hicieron, en palabras del representante de la Biblioteca Nacional de Noruega que finalmente me atendió, que una y otra pasaran "del blanco y negro al color". Tal es el grado de matices que el noruego le debe a la literatura de Knut Hamsun (1859-1952), quien, además, sigue siendo (aún) el más moderno (y el más valiente) (y el más raro) de los escritores de su país. Pero no lo había. Hamsun, el tipo sin el que ni John Fante ni Charles Bukowski existirían, no tiene ni siquiera una calle. Cuando se habla de él en clase, se habla sin demasiado entusiasmo. Lo único que puedes hacer, me dijo el tipo de la Biblioteca Nacional, es darte una vuelta por la exposición que le hemos dedicado con motivo de los 150 años de su nacimiento. Y eso hice. En la tienda de la biblioteca había tazas, películas, algún que otro libro. Poca cosa.
¿Por qué --se preguntarán aquellos que nunca antes hayan oído hablar de Knut Hamsun-- intenta olvidar Noruega que una vez tuvo un genio de las letras que no fue Henrik Ibsen? Muy sencillo. En 1943, Hamsun envió su medalla de Premio Nobel (sí, fue Nobel, y para Thomas Mann, uno de los pocos Nobel que merecían hasta entonces tal distinción) a Joseph Goebbels. No entraremos en detalles, pero al parecer y según su biógrafo, lo hizo para conseguir una audiencia con Hitler, audiencia que consiguió. Durante la audiencia, se quejó del administrador civil alemán en Noruega, y pidió su destitución, y también, que los ciudadanos noruegos encarcelados fueran liberados. Hitler se enfadó muchísimo. Cuando acabó la guerra, el pueblo estaba tan enfadado con Hamsun que se organizaron quemas públicas de sus libros. Lo que había en aquellos libros, la genialidad de Hambre, de Pan, de Misterios, dejó de importar. El propio Hamsun los había asesinado.
Woody Allen, Picasso
Cuando hablé de Banksy y de su anonimato, me referí, fascinada, a la figura de Thomas Pynchon, figura que jamás empañará su obra porque no existe. Pero ¿es lícito condenar una obra por los pecados de su autor? Yo no creo que Dylan Farrow mienta, pero también creo que Manhattan sigue siendo Manhattan. Un clásico no puede dejar de serlo por más grande que sea la atrocidad que haya cometido su autor. Recuerdo haber entrevistado a la nieta de Picasso en una ocasión. Acababa de publicar un libro en el que, directamente, acusaba a su abuelo de ser "un sádico". Habló de maltrato, sí, sobre todo, psicológico. ¿Y vamos a mirar hacia otro lado cuando nos pongan delante un cuadro de Picasso porque siempre fue una mala persona, un tipo airado, terrible? No. Apoyemos a Dylan, por supuesto, pero no dejemos que la idea del propio Woody Allen acabe con su cine, no dejemos que nos lo nos arrebate, como Hamsun les arrebató a los noruegos su literatura.