Pese a mi presunta aversión a los grupos de WhatsApp, hace años que mantengo uno a modo de tertulia literaria. La cosa va de tres tipos de más de cuarenta años hablando de libros, pelis y sentimientos. Los primeros mensajes del día suelen ser de Igor, madrugador vocacional y esforzado profesor de marketing. Después solemos aparecer o Michelá o yo mismo, tratando de seguirle el paso y las reflexiones.
-Igor: Esta mañana me he levantado tarareando Waltzing Matilda, la canción esa de Tom Waits.
Igor probablemente ya haya desayunado. El sol apenas despuntando tras los grandes ventanales de su comedor cubriendo el mar de tejados del mercado del Born.
-Igor: Sí, Waltzing Matilda, el himno australiano. Y me he echado a llorar sin más ni más. Y a alguien tenía que decirlo.
Responde rápido Michelá, con su prosa metralleta, probablemente ya haya dejado a los niños en el transporte que los lleva al colegio y ahora se demora antes de ponerse a trabajar:
-Michelá: Has escogido las personas perfectas para la confesión. A mí también me pone muy sensible, la versión de Waits y la de The Pogues. La de Waits también me hacía llorar en Melilla, mientras hacia guardia en la garita con el CETME descargado. Creo que la canción en realidad se llama Tom Traubert's Blues.
Los mensajes se suceden rápido. A Michelá le gusta creer que el chat nos sirve de laboratorio de escritura. A veces, presumidamente, nos venimos arriba y citamos a Picasso y Braque. Llevamos años compartiendo nuestros respectivos intentos literarios. Debatiendo sobre los mismos, proponiendo cortes, aplaudiendo aciertos. A diferencia de Picasso y Braque, el resultado de éste análisis a tres nunca ha dado una pieza intercambiable.
-Igor: Es la primera canción suya que escuché de Tom Waits. Después no le he seguido mucho. Pero también me encanta su versión del Sea of Love.
Yo leo los mensajes mientras acabo de preparar el desayuno para mi hija. La leche tibia sobre el bol y los cereales prescriptivos. Un poco de leche se me cae sobre el mármol de la cocina. Tras limpiarlo, sirvo el desayuno y trato de poner bridas a la emoción mientras la busco en Google. La canción Waltzing Matilda, himno oficioso de Australia, cuenta la historia de un vagabundo que roba una oveja para alimentarse mientras acampa al lado de una laguna. El dueño de las tierras se da cuenta y llama a la policía para que lo arresten. El vagabundo prefiere saltar a la laguna y morir ahogado antes que entregarse a las autoridades.
Al final de la canción aparece el fantasma del vagabundo que invita a los viajeros a bailar el vals con él, a vagabundear.
La Matilda de la canción es el nombre que los trotamundos daban a sus atados, la manta donde guardaban sus enseres. Existe disparidad de opiniones sobre el origen del nombre. La primera dice que, en ocasiones, a falta de mejor compañía, los vagabundos bailaban con sus atados. La segunda esgrime que los soldados alemanes ponían un nombre femenino a sus capotes porque les daba calor y compañía en las noches frías. Parece que los primeros emigrantes alemanes que heredaron esos capotes para sus atados respetaban el nombre que los soldados habían puesto.
La canción es tan popular que hasta tiene un museo propio.
Después, tras dejar a mi hija en el cole, escribo en el grupo, a bote pronto, mis tres momentos matíldicos.
-Carlos: 1). Descubrí la canción a los 7. En albornoz tras el baño. Vistiéndome frente a la tele. La serie, un must ecológico y transnacional, era Valle Secreto. Trataba sobre un campamento de niños, mundial y ecologistas, algo así, ¿no?. La ponían en La 1, creo. 2). En el juego de PC Winter Games sonaban los himnos de cada bandera. Ése era claramente el mejor. Pese a que los esquiadores de la selección australiana no eran los mejores, no tenía otra posibilidad que elegirlos para competir con ellos. 3). Antes de nacer mi hija sufrimos un aborto durante el segundo mes de embarazo. Nos jodió vivos. No estábamos preparados para eso. Después de llorar mucho y contarlo a los amigos descubrimos que era un dolor bastante habitual, pero silenciado. Quién sabe si por pudor. Tras un retiro canadiense nos quedamos de nuevo. Pero esta vez fuimos con más cautela. En cada visita al ginecólogo yo iba silencioso, con aparente tranquilidad, pero mentalmente rezando esa canción. No sé por qué. Con la voz rota de Waits rondándome la cabeza una y otra vez. Como un mantra. La oración funcionó. Nuestra hija estuvo a punto de llamarse Matilda.
-Michelá: Tremendo. Me ha encantado. El género diario, incluso falso diario, debiera tener mayor predicamento.
-Igor: Ídem con lo de Valle Secreto. Carlos, escríbelo. Porque si no, a la primera de cambio, lo hago yo, si alguna vez se me vuelve a ocurrir algo.
-Carlos: Venga, pero ¿cómo?
-Igor: ¿Cómo? Acabamos de escribirlo entre los tres. A ver qué consigo hacer luego.
-Carlos: ¡Dale!
-Igor: Mira lo que ha salido de un sentimiento que no he querido acallar. Una pieza sin narrativa. Confidencia, misterio, emoción.
-Carlos: Lo podemos regalar como cuento de Navidad.
-Michelá: A modo de capote o de Matilda, algo puede abrigar.
-Igor: Genial. Yo creo que puede abrigar. Además, se presta mucho a mi estilo actual.
-Carlos: Cierto, todo tuyo.
Pero, tras unos instantes, no tengo más remedio que escribir esto.