Hay artistas decorativos que, como cualquier profesional eficaz en lo suyo, merecen respeto. Pero algunos aficionados, empujados por un anhelo de trascendencia, de origen romántico, que queremos ver sublimado en las prácticas artísticas, consideramos que estos artífices honestos carecen de interés real. Para decoración, preferimos los floreros de Sommerso. Y en arte preferimos la fuerte impresión que nos causan algunos creadores salvajes que llevan el expresionismo a extremos de mayor impacto, a veces mediante el propio sacrificio: Orban, que se somete a cien operaciones de cirugía estética para criticar nuestra percepción de la belleza y la armonía; Jordi Benito, que se clavaba a un piano o se acurrucaba desnudo en las entrañas palpitantes de un buey recién sacrificado; el ruso Oleg Kulik, que, encarnando a un perro, entra desnudo y a cuatro patas en la inauguración de su exposición, ladra, y aúlla y se pone a morder las pantorrillas de los invitados con tal tenaz violencia que causa el pánico y al final tiene que acudir la policía y llevárselo como a un verdadero perro rabioso.
Cuál sea el valor, la utilidad, el sentido, la trascendencia de performances así, más allá del evidente estímulo emocional que procuran a la asistencia, es tema sujeto a debate y que no se va a resolver escribiendo ni leyendo este artículo. Desde luego, por lo menos tienen el valor de su propio exceso, el valor de símbolo de un escándalo o una profanación --si no el valor de un escándalo o profanación reales--; por lo menos pagan el precio de la propia sangre del artista.
Los límites del arte contemporáneo
Las performances de Oleg Kulik desnudo, mordiendo y acosando a una clientela elegante y aterrorizada, quedan muy bien descritas en una escena agobiante de The Square, película sueca de Ruben Östlund de la que lo menos que puedo decir es que es divertida, inteligente y equilibrada, a ratos también emocionante. The Square ha ganado la Palma de Oro en el festival de Cannes de este año y ahora ha sido seleccionada por las academias de cine europeas para aspirar al Óscar de Hollywood a la mejor película extranjera. Tiene el acierto de mantener un perverso equilibrio entre la farsa divertida y la denuncia de la sordidez moral subyacente a la corrección política y a la sedante alta cultura. La película navega hábilmente entre lo erótico y lo siniestro. La meditación paradójica que propone sobre el sentido y los límites del arte contemporáneo en las sociedades prósperas me recuerda a la que yo mismo expuse en la novela La cabeza de plástico.
Recomiendo la visión de The square, cuya trama, sobre la caída en desgracia del director de un museo, parece lejanamente inspirada --me extraña que la crítica no lo haya señalado-- en la peripecia del que fue director del MACBA Bartomeu Marí, que hubo de dimitir por el escándalo o escandalete de una escultura o falla valenciana en la que se veía al Rey hoy emérito en actitud sodomita. Por cierto que hoy Marí dirige un importante museo en Seúl, mientras el MACBA prepara una retrospectiva sobre Jaume Plensa, artista escultor para todos los públicos, quiero decir sin sodomías. Y sin mordiscos.