Guillermo del Toro fue el encargado de entregar el pasado jueves uno de los tres premios de la academia del videojuego --porque sí, ya existe una, o algo parecido, que convoca sus propios Oscars desde hace cuatro años--, que se llevaron los hermanos Moldenhauer, creadores de lo más parecido a un milagro que la industria de la narrativa interactiva ha vivido en los últimos años. El milagro en cuestión tiene aspecto de cartoon de los años 30 --ajá, de una de aquellas maravillas producidas por Disney y los Fleischer Studios, aquellos dibujos animados mudos que se movían, casi siempre, a ritmo de un jazz orgiástico, y cuya trama era surrealismo puro-- y dinámica de plataformas ochentero --y cientos de brillantes jefes finales, entre los que se cuentan, al menos, una enorme cebolla llorona y una también enorme zanahoria de tres ojos--. ¿Su nombre? Cuphead. ¿Su meteórica trayectoria? Tres Oscars del videojuego --mejor Dirección Artística, mejor Videojuego Indie, mejor Debut Indie-- a tan sólo dos meses y días de su puesta de largo, y la admiración de la industria al completo, que aún no puede creerse que algo videojugable del calado artístico de la propuesta de los hermanos Moldenhauer exista.
Y es que, de hecho, estuvo a punto de no existir. Los hermanos, fanáticos, de niños, de Megaman y Gunstar Heroes, se prometieron entonces --allá por los ochenta, cuando no hacían otra cosa que jugar--, que cuando creciesen, crearían su propio videojuego, pero la vida, esa waterparties, les fue alejando poco a poco de su sueño. Uno de ellos acabó trabajando para una constructora (Jared), el otro (Chad) montó una agencia de publicidad. Y puede que jamás hubiesen recogido un premio de las manos de Guillermo del Toro si no hubiesen visto un documental llamado Indie Game The Movie, y no se hubiesen dicho, después de verlo, que podía hacerse un juego en casa, dibujando, escribiendo y aprendiendo a transformar todo lo planeado en videojuego (vía Unity), Cuphead no existiría. Tampoco lo haría si no hubiesen, uno y otro, hipotecado su casa. Y dedicado, evidentemente, todas las noches y los fines de semana al asunto. Porque Cuphead, ese milagro dibujado a mano, de dinámica retrofascinante y banda sonora de infarto (un jazz deliciosamente old school), es obra de sólo tres personas: Jared (que se encargó de programar), Chad (que se encargó de dibujar) y Maja, también Moldenhauer, la mujer de Chad (que se encargó de la producción y del entintado de hasta el último plano).
Con un presupuesto ridículo comparado con el que tuvo el mejor Videojuego del Año (The Legend of Zelda: Breath of the Wild) y, por supuesto, un equipo del tamaño del botón de la camisa que vestiría el gigante Nintendo, el recién nacido estudio MDHR, desde la sala de estar de un par de casas de Canadá, arrebató al claro favorito (el mencionado The Legend of Zelda: Breath of the Wild) el Game Award a mejor Dirección Artística, y se llevó exactamente el mismo número de premios que el último título de la siempre fiable franquicia de Nintendo protagonizada por el jovencito rubio de la espada. Y demostró, una vez más que, cuando hablamos de videojuegos, menos es, siempre, más. Y lo seguirá siendo hasta que los grandes estudios asuman que tienen entre manos mucho más que el negocio del siglo (XXI). Echénle un vistazo a Cuphead. Descubrirán que Mickey Mouse tiene una taza por cabeza. Y que lo no parecía posible, lo es. Cuphead es una obra de arte. Una obra de arte jugable.