Durante la Edad Moderna toda mujer que buscase los garbanzos de cara al público y no contase con un respaldo masculino era relegada poco menos que a la categoría de fulana, porque la comidilla de los mentideros no iba a ser monopolio único de las del pecado carnal, claro está. Acuérdense del malintencionado dicho de que "la que no es puta es bruja", quizás provenga del hecho de que fueron muchas las féminas que se refugiaron en la superstición para controlar su propia privacidad, o para atar en corto a un hombre. Tantas como crónicos de la seguridad social que a día de hoy buscan su cura en la medicina alternativa.

Un ejemplo de ello es el caso de María de Orta, quien informó al Santo Oficio de que la hechicera Lucía Escalante le ofreció unas piedras imantadas y una oración para atraer a los hombres. La misma bruja recomendó a otras damas que, a la hora del fornicio, apretasen bien al varón cruzando las manos por las espaldas mientras recitaban la siguiente petitoria: "Por estas cruces y las que vuelva a hacer, que no me olvides hasta que las vuelvas a ver". Hasta ahí podía tener su efecto, pero consumado el acto, el ritual continuaba. Debían recoger los fluidos del retozado y hacerle con ellos la santa cruz en la cintura; raro sería el que no saldría huyendo. Ojo, que las había más atrevidas. Estaban las que empleaban la fórmula para atraer no a uno sino a varios hombres, y eso hacía peligrar el modelo establecido en el plano sexual: los binomios mujer-pasiva hombre-activo.

Feminismo liberal versus radical

La doctora Rocío Alamillos ha arrancado las confesiones de estas brujas del papel de trapo que conforman los expedientes inquisitoriales. En su obra Inquisición y hechicería en Andalucía (porque brujas no sólo hubo en Zugarramurdi), recoge los testimonios de esas mujeres que intentaron "materializar sus deseos sentimentales más íntimos sobreponiéndose a restricciones masculinas a través de la magia", algo tan inexistente como inofensivo, pero que transgredía en la medida en que suponía un intento de alejarse de lo establecido, de ser ellas las que dominasen su propia situación.

Afortunadamente, en el presente, cuando la cosa va mal y se teme la dura separación, la mayoría de las veces se intentan métodos efectivos como la terapia de pareja, aunque siempre quedan mendrugos que practican el "pa mí o pa ninguno" o sutiles que se aprovechan de la denominada “discriminación positiva”. La diferencia entre esas brujas del XVIII, que podrían tratarse perfectamente de las precursoras de las primeras activistas, y el feminismo radical que cada vez tiene más eco por su instrumentalización por parte de aspirantes a la Moncloa, se aprecia en que aquellas mujeres cansadas del orden establecido actuaban de manera particular contra él, sin reconocer la autoridad de quien pretendía dominarlas. Actuando desde la igualdad y de manera pacífica pero transgresora.

María Blanco, en su libro Afrodita al desnudo, distingue entre un feminismo liberal y el predominante, al que denomina excluyente. El liberal se centra en la dignidad de la mujer libre y evita la culpabilización, la victimización y las excusas colectivas que aborregan. Supera ese miedo que tan bien explicó Fromm, a ser responsables de nuestro propio destino, sin el Estado, "sin forzar por ley comportamientos que tienen que brotar de la privacidad de la conciencia de cada cual", no de un decreto. Para la profesora Blanco, "el diseño de la tolerancia por el Estado es la crónica de un fracaso anunciado", porque se trata de una expropiación más que se convierte en sectarismo. Como decía un colega de profesión, "a día de hoy es imposible manifestarse sin que al doblar la esquina se te una Rajoy o Sánchez, y al enfilar la avenida veas cómo se pelean por la proclama el coletas con el Rufián".