Unamuno y el tiempo nunca se entendieron bien. Probablemente porque el escritor vasco, famoso por el hondo sentimiento de angustia que tenía ante la muerte, que no es más que las horas detenidas, el tiempo sin tiempo que a todos nos alcanza, era demasiado rotundo para entender la relatividad inherente a este concepto. El estilo literario de Unamuno, hijo de la retórica del español de entre siglos, no ha envejecido excesivamente bien. Sobre todo en comparación con algunos de sus coetáneos, como Baroja, que pese a sus críticos ha sido quien mejor ha soportado los castigos del calendario. La antirretórica, atributo del estilo barojiano, es el mejor conservante literario que existe. Y Unamuno, igual que Ortega y Gasset y otros titanes de lo que antes se conocía como pensamiento español, es retórica, divulgación rotunda, personalidad y categoría. Sus ideas, en cambio, se han conservado mejor que su prosa. Especialmente en lo que se refiere a la crisis española del 98, con la que la España actual puede establecer diversas analogías que, como tales, nunca son totalmente exactas.
Para muchos, Unamuno representa una suerte de nacionalismo español que, aunque civilizado, no deja de defender contra viento y marea la unidad de la nación española. Se trata de una confusión que depende, sobre todo, de la voluntad óptica. De la mirada de quien juzga. Nadie que, en el claustro de la Universidad de Salamanca, se atreva a decirle a los militares africanistas aquello de “venceréis pero no convenceréis” puede ser tomado en broma. Hace falta tener carácter. El escritor vasco no ha tenido en Cataluña una recepción --como dicen los filólogos-- afortunada, pero este hecho no se debe tanto a su voluntad como a sus exégetas. Para el nacionalismo excluyente la defensa de España como concepto es una agresión, en lugar de un hecho cultural. Unamuno, que era vasco, demuestra con su propio ejemplo que la pertenencia a una cultura regional no es problemática si se concibe como un factor de diversidad, en lugar de fabricar a su costa una oposición artificial.
El escritor lo expresó con bastante claridad: “El regionalismo y el antirregionalismo me repugnan por igual”. Los términos son los propios de un espíritu libre y, por tanto, contradictorio. Este carácter volcánico explica que en relación a Cataluña el filósofo vasco fuera inclasificable: sentía interés y cercanía por la cultura catalana, que consideraba parte de la España mediterránea, pero desconfiaba de quienes convierten en un negocio particular la libre identidad de los individuos, al transformarla en esa entelequia que llaman pueblo. Frente a la estelada, Unamuno sólo veía la bandera española duplicada, al igual que sentía pereza ante cualquier idea de patria que no fuera intrahistórica, concepto de su propia invención. La historia, según su pensamiento, es una suma de hechos cotidianos, no el relato (inventado o sublimado) de los manuales autonómicos.
Un análisis extrapolable a la actualidad
Es célebre su posición crítica en el debate político sobre el Estatuto catalán durante la Segunda República, en el que intervino como diputado independiente --entonces existían-- por Salamanca, su tierra de adopción voluntaria. Vio, antes que otros muchos, el peligro que suponía entregar a un poder que persigue el separatismo tareas tan delicadas como la educación general o la gestión de la política lingüística. Algunos han tardado más de un siglo en darle la razón. Para él, la diversidad de España no es un problema salvo que se quiera plantear como tal en función de otros intereses, lejanos al ámbito cultural. La decadencia de España, escribe en una crónica política --¿Es España una nación?--, se debe a la falta de una misión histórica, lo que ahora podríamos llamar un proyecto compartido.
En su obra el regionalismo tiene dos lecturas en apariencia contradictorias pero que son complementarias: una, retrógrada, que postula un desarrollo dispar en función de intereses locales; y otra que persigue la integración en función de las singularidades culturales. “El deber patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España, imponer a los demás españoles su concepto y su sentimiento de la patria común y de lo que debe ser ésta”, escribe en 1905 en La crisis actual del patriotismo español. En su pensamiento late una oposición frontal a los separatismos, aunque dista de ser caprichosa si se tiene en cuenta que su patriotismo es más cultural que político. Unamuno no rechaza la asimetría territorial, sino la falta de colaboración de las élites nacionalistas con la idea de España. Así, a tumba abierta, lo expresa en un gesto de valor que parece punk, tanto en los artículos que publica en algunos periódicos catalanes como en la correspondencia --privada-- que durante años mantendrá con intelectuales como Corominas, Maragall, Valentí, Picó y D´Ors.
Conoce, frecuenta y admira la cultura catalana, pero es alérgico a cualquier tipo de manipulación política de esta evidencia. “Mejor que encerrarse en un regionalismo egoísta y mezquino es pensar en los demás y en nuestros deberes para con ellos. Tenemos que acabar con la diátesis productora de la mafia y del caciquismo”, escribe. Bajo esta afirmación conviven dos nociones de Cataluña. En primer lugar, la Cataluña interior, rural, tradicional; en segundo, la progresista, identificada con Barcelona y la cultura mediterránea. “Los verdaderos laborantes del separatismo hay que buscarlos entre estas demás cabezas cabileñas, de una mentalidad, cuando no rudimentaria, recia, que se obstinan en plantear los problemas políticos con un violento dogmatismo teológico y en establecer principios indiscutibles”. No es mala definición para el soberanismo de nuestros días, aunque haya sido escrita hace más de una centuria. Señal, quizás de que no hemos cambiado tanto. Y de que el marasmo político de España tiene su origen exacto en quienes profesan una idea excluyente de Cataluña.