Galdós, nuestro mejor novelista de lejos, era un escritor periférico que decidió mirar el mundo desde el centro. Nació en las Islas Canarias, pero ha pasado a la historia como el cronista (mayor) del Madrid decimonónico, ese universo agrio de Fortunatas y Jacintas, funcionarios cesantes, políticos hipócritas y súbditos hambrientos que piden limosna en la puerta de las iglesias. Su obra de ficción ha resistido el paso del tiempo --que es el único juez literario que existe-- y se mantiene viva, aunque su fortuna internacional sea discreta en comparación con otros escritores británicos y franceses de su tiempo. En esto tuvo mala suerte: le tocó escribir sobre un antiguo país imperial en decadencia, donde la historia oficial --monarquía y colonias de ultramar-- nunca se correspondía con la real, generosa en sufrimiento, incultura y carencias materiales. Todo lo que explica a este país de locos está en sus Episodios Nacionales.
Algo menos conocida es su faceta como periodista y memorialista. En esta producción secundaria, que es donde uno puede encontrar al hombre que habitaba detrás de la máscara literaria, encontramos crónicas de periódicos y cartas públicas y privadas que dan cuenta de la fascinación que el escritor canario sentía por Barcelona, entonces una ciudad en ebullición. Galdós visitó la Ciudad Condal en seis ocasiones. Casi todas por motivos relacionados con su pasión tardía: el teatro. Algunas de estas estancias --bastante largas para los tiempos actuales-- están reseñadas en los artículos que publicaba en el diario La Prensa de Buenos Aires en un tiempo, lejanísimo, en el que los periódicos peninsulares e hispanoamericanos funcionaban como una gran hermandad de intereses mutuos, aunque estuvieran separados por un océano.
Otras están narradas en las Memorias de un desmemoriado (1915) escritas por encargo del semanario madrileño La Esfera. Las evocaciones de Galdós son poco dadas a la confesión y alérgicas al autobiografismo. Se nos presentan como un viaje por su vida pública, eludiendo (hábilmente) tener que confesar episodios de la existencia íntima. Cuando las escribió era ya anciano y ciego. Casi una estatua. De sus recuerdos sobre Barcelona cita una primera estancia procedente de París, donde en 1868 había viajado en busca de la modernidad que no existía, salvo como pálido reflejo, en el Madrid de los corrales. Llegó a Cataluña cargado con libros de Balzac y se topó con la revolución que terminó sacando del trono a Isabel II. Barcelona todavía mantenía su estructura urbana primitiva: cercada, medieval, oscura, secreta.
Otra Barcelona
Veinte años después, en su segunda escapada, Galdós se encuentra ya otra Barcelona. Es la ciudad de 1888. Anterior a la Exposición. La urbe burguesa del Ensanche. El paisaje urbano ha mejorado: casas ricas, calles con árboles, el Paseo de Gracia, tranvías americanos y ferrocarriles que comunican la ciudad con los suburbios. Todo bañado por la luz artificial del alumbrado eléctrico, que iluminaba tanto las aspiraciones de la burguesía como los sueños de riqueza de una legión de emigrantes. La Exposición, como después contó Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios, representaba la primera experiencia de modernización de la España finisecular. Galdós, que acababa de publicar Miau, se sintió atrapado por esa ciudad que comenzaba a valorar a los arquitectos (modernistas) y cuyas clases más pudientes, enriquecidas gracias al comercio y al tráfico de influencias, no era ostentosa en comparación con Madrid, representación de un poder central que nada tiene que ver con la capital actual.
Barcelona, al contrario que la España provinciana, comenzaba a tener una clase media abundante y con ambiciones, signo inequívoco de estabilidad y liberalismo. Las cuatro visitas restantes de Galdós a la Ciudad Condal están motivadas por los viajes de placer para acudir a funciones teatrales de sus obras, reseñadas con elogios en los diarios. Entre estreno y estreno, visitaba a escritores catalanes, como Jacint Verdaguer, y se hospedaba en el Hotel Continental de la Plaza de Cataluña, a unos pasos de La Rambla, el paseo de la libertad que el integrismo y el nacionalismo supremacista quieren robarnos a los demás. Ataviado con sus botas cortas, su abrigo, una bufanda, gorra, bigote, sus gafas alemanas y un habano en la mano, parece que todavía podemos verlo bajar, como un perfecto flâneur, a mirar la orilla del mar de nuestros antepasados por esa avenida que (aún) representa a la Barcelona abierta.