Se ha debatido mucho acerca de cómo los terroristas de Barcelona y Cambrils pudieron pasar por jóvenes perfectamente integrados en la sociedad catalana y que, de manera silenciosa y oculta, urdieron y llevaron a cabo los atentados del jueves negro del 17 de agosto. Para explicarlo, los medios han hecho circular la especie de que se trataba de una secta (la Takfir Wal Hijra, Anatema y exilio), la corriente más clandestina del salafismo, a la que es muy difícil de detectar porque sus miembros visten ropa occidental, beben alcohol, consumen cerdo... como cualquier otra persona de la sociedad occidental en la que se insertan.
La tesis que tanto se ha propalado para justificar la invisibilidad de los terroristas a la vigilancia policial me parece poco creíble. La disimulación musulmana más que el presunto fundamento de una oscura secta se inscribe en las raíces de la propia religión islámica, a través del principio canónico de la taqiyya, muy estudiado, en los últimos años, por los historiadores, especialmente desde la obra de Louis Cardaillac (Morisques et chrètiens, París, 1977). Para el citado historiador francés este principio legitima (y así lo interpretaron los moriscos en el siglo XVI) a los musulmanes para adoptar la religión y la cultura del grupo dominante camuflando su propia identidad. Se atribuyó, inicialmente, sólo a los musulmanes chiitas, no a los sunnitas. Hoy es dominante la tesis de que fueron todos los musulmanes los que hicieron uso de la disimulación.
La expulsión de los moriscos
La presencia de la Inquisición hizo que los musulmanes escondieran sus propias creencias con el argumento de que lo que importaba era la “secreta intención”. En el largo proceso de integración religiosa fallida que llevaron a cabo conjuntamente la Iglesia y el Estado en el siglo XVI hasta la expulsión de los moriscos en 1609, las estrategias de la cristianización tenían muy clara la capacidad de disimulación musulmana.
Pedro de Valencia en 1606 decía que “Mahoma manda a los suyos que si corrieran riesgos por la profesión de su ley la nieguen libremente y coman puerco y de las demás cosas vedadas y hagan cualesquiera muestras exteriores de negación”. Damián Fonseca en el mismo año de la expulsión decía “todo era ficción permitida en su ley; pueden negar con la boca lo que guardan en el corazón”. La “ficción en lo exterior” es una acusación constante.
Tradición
Ciertamente, hoy los musulmanes no sufren la presión asfixiante del siglo XVI y supuestamente no tendrían razones para disimular su identidad religiosa, porque el horizonte convivencial que se les ofrece no puede ser más tolerante. Pero ello no implica que la propia tradición haya construido un magma de recelos y desconfianzas que mantenga la dualidad de lo aparente y lo real, una dicotomía entre el ser y el parecer.
El problema que se plantea actualmente a la civilización occidental, con sus sistema de valores hegemónico, elaborado desde la Ilustración, que tiene la tolerancia por bandera, recuerda, en algunos aspectos, a la situación de la monarquía española en 1609 con el debate entre los optimistas que seguían considerando, pese a los muchos problemas que planteaba el ejercicio de la cristianización que era posible la asimilación o integración cultural, frente a los pesimistas que partían del principio de la imposibilidad de ésta por la estructural capacidad insurreccional de los musulmanes. Como es bien sabido, se impusieron entonces los pesimistas que forzaron la expulsión. No hay que olvidar que, aunque parezca paradójico, en ese momento histórico los fatalistas eran los más europeístas, los que mejor conectaban con el antisemitismo de la progresía europea de aquella coyuntura (sabido es que Erasmo y Lutero destacaron por sus críticas al marranismo español), a la confusión de culturas en la España del siglo XVI.
Actualidad
Hoy la decisión que se tomó en 1609 es inimaginable, pero siguen vigentes los dos polos interpretativos: el buenismo seráfico que llega a idealizar el islam por su propia condición de minoría victimizada, por la persistencia de sus valores religiosos frente a la frivolidad occidental, por el sueño de una multiculturalidad armónica y feliz, frente a la visión de los que sufren más las consecuencias sociales de la inmigración, los que consideran que el yihadismo no es sino la etapa superior del islamismo como el imperialismo, según Lenin era la etapa superior del capitalismo, los que temen la capacidad de reproducción demográfica de los musulmanes que promete convertirlos de minoría en mayoría en el plazo de una generación, los que sueñan en una sociedad fiel a la tradición cristiana hegemónica, clara de ideas y pura de sangre. En medio de estas dos opciones estratégicas somos muchos los que nos encontramos.
En cualquier caso conviene conocer la historia cultural del islam para constatar que la disimulación no es un producto de una secta terrorista como se ha repetido estos días, sino uno de los ejes doctrinales del islam primigenio.